francis bacon:

 

fotografía y violencia

 

 

 

El examen póstumo de su estudio ha confirmado el gran valor que tuvo para Bacon el uso y la manipulación de imágenes fotográficas.

Esa costumbre era ya conocida gracias a los montajes que en 1950 registró el crítico Sam Hunter. El material empleado, en muchos casos unido por el tema de la violencia, abarcaba imágenes de lucha armada, caza mayor, atletas, fotogramas de películas y obras de arte.

Una revelación importante que siguió a la muerte del artista fue el hallazgo de listas de posibles asuntos y de dibujos preparatorios, aunque Bacon siempre había negado que los hiciera.

Durante toda su vida hizo hincapié en la naturaleza espontánea de su obra, pero esos materiales revelan que por debajo del azar existía una planificación.

La fotografía suministró a Bacon un léxico de posturas.

Aunque su recurso más frecuente fueron los estudios del movimiento humano y animal de Eadweard Muybridge, cuyas imágenes combinó con figuras de Miguel Ángel, siempre se interesó por conseguir fotografías del cuerpo en distintas posiciones.

Otro aspecto de su trabajo previo fue el encargo de fotografías de su círculo de amigos al fotógrafo John Deakin (1912-1972).

Los resultados –juntamente con los autorretratos, las tiras de fotomatón y las fotografías tomadas por él mismo– serían elementos de apoyo importantes en su tránsito de la representación genérica del cuerpo humano al retrato de personas concretas.

 

El empleo de fuentes fotográficas por parte de Bacon se conoció ya en 1950, cuando el crítico Sam Hunter tomó tres fotografías de material seleccionado entre el que llenaba una mesa en el estudio del pintor en Cromwell Place, en el South Kensington londinense.

Hunter observó que las diversas imágenes estaban unidas por la violencia, un motivo de fascinación constante para Bacon.

En su extenso repertorio de fuentes ocupaban un lugar destacado las imágenes de nazis y de las guerras del norte de África en los años cincuenta, al lado de abundantes fotogramas de películas y reproducciones de obras de arte, incluidas las suyas propias.

El levantamiento póstumo del estudio que ocupó después en la cercana Reece Mews corroboró que atesorar material fotográfico fue una obsesión permanente. Aunque determinadas imágenes le sirvieran para generar pinturas, también parece haber ido reuniendo ese archivo por su interés intrínseco.

 

Desde la década de 1960, Bacon sumó a la acumulación de imágenes preexistentes una estrategia más premeditada de emplear fotografías de personas de su círculo inmediato, decisivas para la gestación de los retratos que poblaron su pintura en esa época.

A las instantáneas y las tiras de fotomatón se unieron entonces las crudas fotografías tomadas por su amigo John Deakin.

Bacon le encargó expresamente algunas de sus íntimos, en particular de George Dyer, su compañero desde 1962, y hasta el final de su carrera fueron para él una fuente de fisonomías y posturas.

 

Bacon se apoyó en las fotografías secuenciales del movimiento humano y animal de Eadweard Muybridge más que en ningún otro material.

Parece evidente que el aislamiento en que mostraban la figura desnuda le resultaba estimulante, pero también habló de proyectar sobre ellas las figuras de Miguel Ángel, que para él tenían más “amplitud” y “grandiosidad formal”.

Su admiración por la capacidad de la fotografía para captar el cuerpo en movimiento le llevó a coleccionar fotografías de deportes como el boxeo o el cricket, y también de corridas de toros.

Pero no era sólo el movimiento lo que escudriñaba en ellas sino la fisicalidad del cuerpo, utilizando las imágenes encontradas como acicate de nuevas maneras de reflejar su fuerza y su vulnerabilidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

En la década de 1960 la mayor parte del trabajo de Bacon se volcó en retratos y pinturas de sus amigos íntimos.

Esas obras giran en torno a dos preocupaciones básicas: la representación de la condición humana y el empeño de reinventar el retrato.

Bacon, basándose en las lecciones de Van Gogh y Velázquez, trataría de reelaborar los proyectos de aquellos maestros para un mundo post-fotográfico.

Su sistema era distorsionar la apariencia para alcanzar una verdad del modelo más profunda, pero también se podría decir que cada uno de sus modelos encarna un determinado papel. En la serie de Figuras yacentes, Henrietta Moraes se muestra desnuda y expuesta.

Esa cruda sexualidad sin precedentes refuerza la idea de Bacon del cuerpo humano como mera carne comestible.

En contraste, la pintora Isabel Rawsthorne aparece siempre controlando su presentación.

Con una mezcla de desprecio y cariño, Bacon retrata a George Dyer, su amante y su modelo más frecuente, como un hombre frágil y patético.

Un ejemplo obvio es su primera aparición en la pintura de Bacon, Tres figuras en una habitación, donde encarna los absurdos, las indignidades y el patetismo de la existencia humana. En estas obras aparecen ocasionalmente objetos cotidianos, accesorios hueros para personas solitarias que acrecientan la idea de aislamiento que Bacon asociaba a la condición humana.

 

George Dyer fue el más importante y constante compañero y modelo de Bacon a partir del otoño de 1963.

Dyer se suicidó el 24 de octubre de 1971, dos días antes de la apertura de una magna exposición de Bacon en el Grand Palais de París. Movido por la pérdida y el sentimiento de culpa, el pintor hizo muchas obras en memoria de Dyer.

Desde esa época el tríptico de gran formato sería el vehículo de sus grandes declaraciones: tenía la ventaja de simultáneamente yuxtaponer y aislar a las figuras participantes, frustrando la lectura narrativa que Bacon quería evitar. Al mismo tiempo que eludía la narración, sin embargo, Bacon se apoyaría más que nunca en imágenes literarias: la primera obra de la serie, el Tríptico en memoria de George Dyer de 1971, remite a una sección de La tierra baldía de T. S. Eliot (1922).

Para el Tríptico, agosto de 1972, el artista auxilió a su memoria con fotografías de Dyer sentado en una silla tomadas por John Deakin.

En estas obras la aplicación densa y enérgica de la pintura se limita a las figuras; los vanos oscuros evocan conscientemente el abismo de la mortalidad, una preocupación recurrente en la última etapa del pintor.

 

Las referencias a la poesía y al teatro fueron centrales en la obra de Bacon desde la segunda mitad de los años sesenta.

Junto a imágenes de amigos y figuras sueltas (a menudo autorretratos), pintó una serie de obras grandiosas que se identificaban con la gran literatura.

La poesía de T. S. Eliot, transida por la inevitabilidad y la presencia constante de la muerte, fue una fuente de inspiración predilecta. En cierto modo las palabras de su personaje Sweeney reflejaban la perspectiva del pintor sobre la vida:

 

Nacimiento, copulación y muerte 
Son lo que hay cuando se desciende a lo esencial:
Nacimiento, copulación y muerte.

 

Algunas la referencian directamente en el título; otras reproducen, a veces de manera abstracta, cierta escena o atmósfera de los textos.

Bacon nunca se cansó de repetir que su pintura no era narrativa. Quizá por ello habría que ver en estas pinturas no ilustraciones sino evocaciones de la experiencia de leer la poesía de Eliot o las tragedias de Esquilo: su violencia, su amenaza o su carga erótica. Así, del tríptico pintado tras la lectura de Esquilo diría: “He tratado de crear imágenes de las sensaciones que algunos de los episodios creaban en mi interior”.

 

Cuando en 1979 Bacon cumplió setenta años, tenía por delante más de una década de actividad.

Ni el legendario hedonismo de su estilo de vida ni sus pautas de trabajo parecían envejecerle, pero continuamente se le hacía presente la mortalidad en la muerte de sus amigos.

Esa confrontación inexorable, aunque compañeros jóvenes como John Edwards la mitigaran, fue el gran tema de su estilo tardío.

Siempre estimulado por nuevas fuentes y materiales –como la poesía de Federico García Lorca, que precipitó sus pinturas de toros–, supo adaptarlos a su permanente preocupación por la vulnerabilidad de la carne.

Explorar nuevas técnicas también reafirmaría su fascinación por la idoneidad de la pintura al óleo para plasmar la sensualidad y la sensibilidad del cuerpo humano. En el lanzamiento violento de pintura que domina algunas de estas obras finales también se puede sentir cierta energía desesperada: el azar controlado como gesto de desafío.

Es muy apropiado que en su tríptico de 1991 retorne a la imagen clave del combate sexual que tantas veces se había repetido en su obra. Bacon afrontó la muerte con una concentración desafiante en la exquisitez del momento vivido.

 

En la producción de Bacon a mediados de los años cincuenta se adivina una sensación de temor que impregna la brutalidad de la vida cotidiana.

No es un mero resultado de las zozobras de la Guerra Fría; parece reflejar una conciencia de amenaza a nivel personal, fruto de su caótica relación con Peter Lacy, un hombre proclive a la borrachera violenta, y las presiones externas que engendraba la persistente condición de delito de la homosexualidad.

La serie Hombre en azul concentra esa atmósfera en la figura de un hombre anónimo de traje oscuro al que se muestra solo, sentado a una mesa o mostrador de bar sobre un fondo azul casi negro. Dentro de sus sencillos marcos pintados, esos personajes en posturas incómodas parecen patéticamente aislados.

El interés de Bacon por las situaciones en las que lo banal coexiste con un malestar agudo se evidencia también en otras obras de la misma época.

Sus Papas pasan de ser figuras de autoridad angustiadas a adquirir atributos malignos y deformaciones físicas que tienen un eco directo en las pinturas de animales cuya actividad es a la vez siniestra y rastrera. Algunas de esas imágenes proceden de un atento examen de las fotografías secuenciales de animales y personas tomadas por Eadweard Muybridge, de las que Bacon afirmó que constituían “un diccionario” del cuerpo en movimiento.

 

 

 

 

 

En sus pinturas de los primeros años cincuenta Bacon abordó una experimentación compleja con el espacio pictórico: empezó a representar detalles específicos en los fondos y a establecer una interacción matizada entre el asunto y su entorno.

Las figuras aparecen encerradas en estructuras a modo de jaulas, ‘marcos espaciales’ delineados y suelos hexagonales que las recluyen en una tensa zona psicológica.

En 1952 diría que era “un método de abrir áreas de sentimiento más que la mera ilustración de un objeto”.

Mediante su técnica de ‘persianas’ de trazos verticales que aglutinan el primer término con el fondo, soldaba la figura y su ambiente sobre la superficie pintada sin dar precedencia a ninguno de los dos, en lo que él llamó “un intento de sacar la imagen de su entorno natural”.

Los años cincuenta vieron surgir la extensa serie de variaciones sobre el Retrato de Inocencio X de Velázquez (1650, Roma, Galleria Doria Pamphilj), que Bacon sólo conocía a través de reproducciones y que le serviría para poner al descubierto las inseguridades del poderoso, representadas casi siempre en el grito de la figura enjaulada. La boca abierta manifiesta la tensión entre el espacio interior del cuerpo y los espacios que habita, explorada de manera más explícita en la vulnerabilidad de los desnudos simiescos.

 

A veces, en algunas exposiciones, las pinturas se agrupan siguiendo un orden, en parte cronológico, en varios apartados temáticos, que siguen conceptos derivados de los asuntos que trató en distintas etapas de su vida: Animal, Zona, Aprensión, Crucifixión, Crisis, Archivo, Retrato, Memorial, Épico y Final.

Siguiendo cada una de estas grandes divisiones se puede adentrar en el mundo particular de las obsesiones del artista.

La contemplación de la pintura de Bacon exige la concentración máxima, el alejamiento de los prejuicios, el abrir los ojos y la mente a la belleza de su técnica y a su descarnada y veraz aproximación al ser humano, que le ha hecho un creador universal.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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