carta abierta a una chica progre

 

umbral

 

 

 

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Las monjitas, claro, el colegio, desde muy pequeña, luego te explicarían que no era necesario desnudarse del todo en la ducha, sino que resultaba preferible ducharse con el camisón puesto, un gran camisón que borraba tu cuerpo, y, mucho más adelante, te dirían que debieras reservarte y no acudir a los domingos eucarísticos los días en que estuvieras con tus impurezas, tus miserias, tus enfermedades de mujer. Todo eso.

            Una niña es un ángel, e incluso le salen alas en las veladas del colegio. Ya hemos hablado antes de las alas de las niñas. Lo que pasa es que las alas blancas del día de Navidad se van ennegreciendo con el tiempo —como tu pelo, rubio cuando naciste, negro ahora, hasta convertirse en alas de Satán—. Quiero decir que el ángel va teniendo cuerpo, que el cuerpo va teniendo alma.

            Ya sabes que en otro tiempo se reunieron los sabios para determinar el sexo de los ángeles. Ni los ángeles tenían sexo ni las mujeres tenían alma. Luego vino la rebelión de los ángeles y la rebelión de las mujeres. Todavía se duda de si las mujeres son ángeles, pero ya no duda nadie de que los ángeles no son mujeres.

            En todas estas disquisiciones, tú te habías hecho casi mujer, te habían nacido las alas de la impureza, ya que no las de la pureza. Mudaste de alas como las serpientes mudan de camisa, y no dejabas de tener cierta conciencia de serpiente, por lo que la Historia Sagrada te había explicado.

            Las alas de la infancia —ay— eran caedizas, alas postizas de función colegial, pero las alas de murciélago que da el demonio duran ya toda la vida, no se caen hasta la muerte, y con ellas vuelas ahora lejos del hogar, por el pub y la biblioteca, por los apartamentos dudosos y las ciudades extranjeras, y lo que queda, en la almohada, a la mañana, cuando te levantas, no son unos cabellos desprendidos, sino unas plumas de tus alas negras y satánicas.

            Aquel muchacho casto y puro, doncel y ultra al que sedujiste una vez, encontró ese rastro en la sábana, después de haber yacido contigo, encontró unas plumas negras, unos pelos largos, la señal de que el demonio lo había poseído aquella noche. Ahora está en un convento de clausura o en una residencia del Opus Dei, no lo sé bien, purgando su pecado.

            A lo mejor se hace ingeniero, se casa con una niña Telva y no vuelve a acordarse de ti para nada. Pero siempre temerá, a la hora insoslayable del amor, descubrirle a su casta esposa alas de demonio. Por eso no consiente nunca en que su mujer se desnude en la alcoba. Para no verle las alas. Para no saber jamás si tiene alas de ángel o de diablo.

            Las monjitas, decías, cuando empezaron a mezclarse en tu pupitre las estampas santas con los cromos de Clark Cable y los programas de sus películas.

            El convento-colegio era un mundo de Historia Natural asexuada y flores a María. El sexto, tralarala. Aquel tralarala con que os saltabais el sexto mandamiento, en la lección de catecismo, era la clave de la vida. Tardaste algún tiempo en saber que el mundo, los astros, las especies, los hombres, las cosechas y los papás funcionaban por el tralarala. Toda la filosofía, la Historia, los sistemas, las civilizaciones, los imperios, las razas, todo estaba sintetizado genialmente por las monjitas en su tralarala. Ni Kant ni Sócrates, ni Freud ni Goethe dijeron tanto sobre el hombre, ni en tan pocas palabras, como el tralarala de las monjitas.

            —A ver, niñas, los mandamientos de la Ley de Dios.

            —… y el sexto, tralarala.

            Pero ahora estamos en la revolución del tralarala. Te creías tea, entonces, porque aún no habías descubierto el carácter. Desde el Romanticismo para acá, el carácter importa más que la perfección, pero el Romanticismo no ha pasado por el colegio de las santas madres, de modo que allí se sigue rindiendo culto a la perfección, a unos modelos estéticos de escayola con la nariz recta y la anatomía efectivamente escayolada.

            Tú no eras una belleza de lámina de dibujo, y otra belleza no se conocía en el colegio, de modo que ibas a ser muy desgraciada en la vida y más valía que te fueses de misionera al Congo.

            No era tan malo irse de misionera al Congo. Los negros del Congo compran y venden con sellos de correos que les enviamos de todo el mundo, y tú soñabas con un paraíso de enfermedades tropicales, angelitos negros (todavía sonaba Machín) y sellos de correos usados. La hucha del Domund era sólo un test, y como tú habías llenado la hucha mejor que nadie, estaba claro que eras nacida para postulante.

            Te imagino postulando en el Congo, siempre postulando. ¿Cómo se torció tu carrera, tu vida? Ser apóstol o mártir acaso, decían los himnos de tu infancia. Ahora, ni apóstol ni mártir. Una chica rara es lo que dicen que eres.

            En el fondo de tu pupitre, por entonces, gomas de borrar, cartas de otras colegialas, confidencias florales, la pluma de un amigo de tu hermano, que se la dejó en casa una tarde en que fueron a estudiar juntos, los programas de las películas, casi todas en tecnicolor, de doña Natalia Kalmus, y las fotos de Gary Cooper, Gregory Peck, Marlon Brando y José Luis el de la guitarra.

            Del fondo del pupitre te viene todavía el aroma de la infancia, el olor del pecado, un aura de manzana de la merienda, todo el contenido manifiesto y no manifiesto de tu corazón y de tus sueños, lo que luego has sido. No eres sino, quizá, el desarrollo y la propagación de todo lo que contenía, revuelto, el fondo de tu pupitre.

            Llevas en el alma, llevas por alma un fondo de pupitre escolar con libros prohibidos, películas prohibidas y nombres prohibidos. Te amamantaron de prohibiciones y ahora, naturalmente, vives en la pura transgresión, vives la transgresión, eres mera transgresión y sabes que no serás realmente libre mientras la libertad tenga todavía para ti un sabor de transgresión, que era el sabor de la manzana erótica del colegio.

            El uniforme, azul o gris, marrón o negro, borraba tu cuerpo, te igualaba con las demás, te confundía, y de esta regimentación salías frustrada cada día. Los domingos tratabas de ser tú, vestirte de otra forma, robar las faldas de tu hermana mayor. En los domingos tenía lugar la resurrección de tu carne, una resurrección semanal y mediocre, porque como a todas las demás les pasaba lo mismo y todas se nutrían del guardarropa de sus hermanas mayores, y las hermanas mayores tenían muy poca imaginación, pues al final os encontrabais uniformadas de nuevo —rebecas rosa, faldas escocesas— en el paseo provinciano.

            (Te miro en tu provincia de tedio y plateresco, etcétera). Pero no temas, que no voy a hacerte una carta en alejandrinos. Así que el domingo, que debiera ser el día más santo, era paradójicamente el más pecador, porque el domingo se cifraba para ti, sobre todo, en un armario de hermana mayor secretamente expoliada, y ya el olor de ese armario era pecado. Olor a mujer hecha, a ropa libre, a novios, a fascinantes e incomprensibles sujetadores, tan ociosos en tu cuerpo colegial.

            Entre el olor del pupitre y el de aquel armario pasó tu infancia precoz, tu adolescencia culpable. Dice Proust, ya sabes, que en el olfato reside la memoria involuntaria, que es la que nos depara más secretas sensaciones.

            ¿Aspiras todavía, de vez en cuando, aquel olor, el olor de tu primera rebeldía?

            La mística del colegio era la limpieza. Las santas madres practicaban la limpieza, vivían la limpieza como una metafísica. Puede que la tendencia juvenil a no lavarse, el orientalismo y todo lo que caracteriza el mundo oloriento de los hippies no sea sino una respuesta a la obsesión aséptica de la primera y la segunda enseñanza. Lo que Occidente busca hoy en Oriente quizá no sea una filosofía, una doctrina, una forma de vida, una estética, sino simplemente un poco de mugre.

            Se trataba de limpiarte por dentro y por fuera, de que brillases hueca y pulida como la campanita de platino sobredorado con que las monjitas te llamaban a oración, a refectorio, a clase. Tú, naturalmente, empezabas a buscarte a ti misma en tus olores, en tus colores, en tus sabores, todos esos excipientes de intimidad en que va cuajando una personalidad a través de todas sus crisis. No sé si habías llegado ya a la crisis de identidad, que dicen los psicosomáticos, pero, en todo caso, necesitabas de tu propia atmósfera, del clima de tu cuerpo, como la planta necesita del mantillo, como el geranio necesita de la tierra y la maceta.

            Pero la limpieza del colegio era un poco inhumana porque se proponía dejarte sin mantillo, sin dulce barro de intimidad en que arraigar y nutrirte. La obsesión de la limpieza puede llegar a ser una inquisición cuando persigue incluso el aura impalpable de la persona, su dulce rastro corporal, la estera de su vida.

            No se trataba tanto de fregar los metales, las platas, los azulejos, los cristales, los candelabros y las tarimas como de fregarte a ti el estofado de intimidad que te iba dando la vida. Aquella pedagogía de la limpieza llegaba a borrarte las facciones —o al menos lo pretendía— como se las borraba a algunas imágenes religiosas antiguas, ahuyentándoles el valioso estofado medieval a fuerza de plumero y dejándolas en un trozo de madera.

            Tu rostro era ya un poco como el de aquella Madona que las santas madres habían heredado de una piadosa marquesa, y que a fuerza de luz, sol, limpieza, lejía y plumero se iba tornando impersonal, intemporal, madera inexpresiva, virginidad vegetal, mueble.

            A tus educadoras les molestaba el estofado pagano de las imágenes santas como les molestaba la veladura de personalidad, de intimidad, que iba teniendo tu rostro, y entonces tenías que arrancarte esa veladura a fuerza de asperón y estropajo, a fuerza de jabón lagarto, sosa y bayeta. El colegio te quería tan pura, tan translúcida, tan etérea, tan clara y virginal que casi no te quería.

            ¿Eras tú el cristal atravesado por el rayo de sol sin romperlo ni mancharlo? Llegaste a creer que sí y es cuando tuviste tu crisis de fervor, tu amago de santidad, tu apoteosis de pureza y de culpa.

            El cristal se te podía quebrar cualquier mañana, pero si el sol te lo respetó, la luna, en cambio —en el colegio no contaban con la luna— dibujó en el cristal de tu alma dibujos extraños, y su luz nocturna, lejana y tenue te dejó empañado el cristal para siempre, esmeriló el vidrio de tus adentros con la veladura del saber, del insomnio, del secreto, de la duda y del sexo. Qué hermosa cuando vivías aquellos meses eucarísticos de recogimiento y jardín.

            Qué llama blanca cuando todavía conservabas el cristal puro, cuando tornabas a tu reclinatorio con la cabeza baja, las mejillas encendidas, las manos juntas, los pies torpes, los ojos cerrados y el corazón fuera de su sitio. Pero la noche, oye, la noche te trabajaba, la luna era la sutil visitadora de tus desvelos, y lo que ganabas de día lo perdías en el sueño o en la vigilia. Ibas para santa, para mártir, para virgen, para beata o abadesa, pero estaban las noches.

            Claro que el colegio estaba preparado contra la noche, contra los incendios nocturnos del demonio, como un parque de bomberos celestial, con toques de campanilla, vasos de agua, oraciones, vigilancia, lamparillas y estampas. Pero el reino de las vírgenes como tú era el día, la luz del sol, la verdad de las flores, la claridad del Antiguo Testamento, grande y cruda, sobre las tapias del huerto. La noche es algo con lo que hay que transigir, pero nada más. La noche es al día lo que el cuerpo al alma. Un accidente, un incordio, una carga, un peligro.

            Qué perfecto el mundo si sólo hubiera días, mediodías, y sólo hubiera almas. Almas colegiales incendiándose de fervor en el mediodía de la capilla. Pero hay noches y hay cuerpos. Durante el día, al cuerpo lo borra la luz, la ropa, la actividad, el estudio. Durante la noche, el alma se te metía dentro del cuerpo como la tortuga dentro del caparazón —aquella vieja tortuga que cuidaba la hermana tornera—, y no había manera de encontrarla. Ya eras sólo cuerpo, cuerpo a solas. ¿Qué hacer con tu cuerpo?

            Así, tu vida se tejió de días santificados y noches malditas. Lo que ganabas a una hora lo perdías a otra. Si no hubiera anochecido nunca, hoy estarías en los altares. Pero la noche te frustró, te fraguó, te venció. Los bomberos celestiales salían cada noche por los pasillos hacia los incendios de Satán, pero el demonio, como los guerrilleros en el monte, hacía hogueras en todas las esquinas, prendía un cuerpo aquí para llevarse otro de allá, y las tocas, las campanillas, los remedios, las oraciones y los aspergios de agua bendita no bastaban a remediarlo todo.

            Qué noches de fogata, en el convento, qué trajín de llamas y pecados.

            Tú eras una de las más amenazadas. Se ha hablado de las Tentaciones de San Antonio, se las ha descrito e incluso pintado. Pero ¿y las tentaciones de Antonia. De Antoñita la fantástica, que eras tú cada noche?

            La noche te perdió. La noche y el día se disputaron tu cuerpo, tu alma, en la larga lucha del convento, y mientras la niña que fuiste anda por días puros, a la luz del sol, misionando, sufriendo, cantando alabanzas, la mujer que hoy eres vive la noche, «trasnocha de día», está llena de noche.

            Qué misionera se perdió la cristiandad. Por que tú tenías fibra, como decían las santas madres. Pero te faltó la vocación final.

            Ay de tus noches.

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            Mas estalló el sol de sangre que llevabas en el vientre. Estalló un día dentro de ti la granada de la fecundidad, y te llenaste de susto y comprendiste aquella advertencia del colegio. No hay que frecuentar los domingos eucarísticos cuando el cuerpo de una es impuro, cuando hiede, y te llenaste de terror y de orgullo, y entonces tuvo para ti su sentido último la mística de la limpieza que reinaba en el colegio.

            Ésta era la mancha roja que trataban de raer de la especie, éste era el pecado cíclico que te hacía maldita. Mujeres encastilladas, niñas recluidas, llevando dentro de su cuerpo el sapo rojo de la lujuria, el río encenagado de la vida.

            Todo tu cuerpo blanco tu vientre leve, atravesado por el turbión de la especie, la madurez de las madres, el color inconfesable de la impureza. Lo que ellas hubieran querido borrar de la raza femenina, del cuerpo, del alma de la mujer, era el estigma púrpura del mal, la señal de la fecundidad, el signo violento de la continuidad gozosa de la vida. Frotaban tarimas, raspaban maderas, raían lienzos, aspaban vasijas, pero no podían detener el alba roja y cíclica del cuerpo, y ése era todo el mal.

            Malas explicaciones de tu madre, silencio hosco del colegio, ignorancia o sonrisa de las compañeras, y tú a solas con tu cuerpo, con aquel crimen sin víctima, aquella carnicería sin enemigo, dando a luz tus primeros hijos de nada y de nadie, pariendo mensualmente una estrella roja, la sombra escarlata de un hijo.

            Todo esto podía haber sido natural, riente, gozoso, cotidiano, pero te lo hicieron secreto, maldito, turbio, solitario y odiado. Tú sola menstruabas en un mundo de pureza, tú —única culpable— llevabas en ti el pecado, la hediondez, la muerte, en aquel reino de la luz, los lirios, las vidrieras y los salmos. Aprendiste a odiarte, te llenaste de pecados originales.

            Debes por lo tanto, rechazar ahora todo sentimiento de culpa, porque el sentimiento de culpa te viene siempre de aquel error primero. Te hicieron culpable para cobrarte una expiación de toda una vida. También tu madre, sí, también tu madre. Durante mucho tiempo has creído que tú eras tu culpabilidad. Pero ahora sabes que tu culpabilidad es lo único que no eres tú, y todas las sucesivas culpas que te va añadiendo la vida —por omisión, por dejación, por egoísmo, por generosidad— no son sino sucesivas reencarnaciones de la culpa primera de haber menstruado un día, cuando niña. Querían que raspases tu propia sangre, que la borrases, porque era tu culpa y es la noción de culpa lo que debes raspar, borrar de ti, para que la sangre resplandezca fresca y roja.

            Mas eso lo sabes hoy. Entonces ibas a través de los largos corredores como un fantasma llagado, como una aparición goteante, ocultando tu crimen, embarazada por el viento, y todo el mundo te lo leía en el rostro y ya no podrías misionar en el Congo ni postular en tu provincia de tedio y plateresco, porque no eras de la raza blanca y seca de los espíritus puros, sino de la raza sucia y olorienta de las mujeres, de las madres multíparas, de las prostitutas y las lujuriosas.

            Habías pasado varios años esperando una señal celeste, una llamada musical, un signo purísimo, y lo que te llegaba, al fin, era un aviso inmundo, una floración de sangre, un jardín pecaminoso nacido de tu cuerpo. «Lo azul soy yo», dijo el escritor francés a efectos poéticos. Lo azul soy yo, podías haber dicho a tus doce años, cuando te creías translúcida. Lo rojo soy yo, descubriste un día.

            Pero pasó el tiempo, se repitió aquella catástrofe íntima y te reconciliaste con tu cuerpo. Habías vivido entre el cielo y la tierra, indecisa, sin saber si ángel o mujer, esperando una voz, y la voz no te había llegado de arriba, como querías, sino de abajo, de lo más bajo. Fue una palabra de fuego que dijo tu cuerpo, un estallido silencioso, y, al fin y al cabo, esta palabra te decidió. La voz sobrenatural, la llamada que espera todo adolescente, se produce siempre, sólo que de una manera corporal, y no suele venir de donde se la escucha, sino del extremo contrario.

            Serías mujer, pues. No había dicho su palabra el cielo, sino el infierno. Condenada para siempre a ser real, de carne y hueso, de sexo y sangre.

            La realidad, sí, es una condena cuando se vive en el mundo lírico de los crepúsculos místicos y las albas de oro santo. Lo que entonces creíste tu condena (condena secretamente aceptada y deseada) era por el contrario tu liberación. La rebeldía periódica de tu cuerpo frente a la pureza exterior e impuesta.

            Podrías pasarte el mes limpiando, fregando, quitando el polvo, siendo casta de cuerpo y alma, forrando tus libros y ventilando tu cuarto, pero al cabo del mes volvería a producirse la invasión de la vida, la respuesta terca de la especie, yeso, de lo que nunca se hablaba, era contra lo que se luchaba día a día con agua bendita y agua del grifo, con estropajos, paños y escobas.

            Era el secreto rojo, sabido y callado que os daba razón de ser, a unas por puras y a otras por impuras. Cuánto tiempo perdido.

            El niño no tiene un aviso tan claro de la especie. Los avisos que recibe el niño son más difusos y van más mezclados de malicia, de culpa, de voluntariedad y voluptuosidad. El niño místico siempre piensa que mediante una vida más ascética podrá en el futuro contener la marea del sexo, redimir sus culpas, salvar su cuerpo, y su alma. De alguna manera, aquello que está pasando depende de él, cree, y esto le da responsabilidad, culpabilidad y voluntad de lucha, de perfeccionamiento.

            Pero el aviso que recibe la niña es anonadante, no sólo por inesperado, sino por ingrato, por sin sentido. Esa sangre derramada no ha ido en complicidad con ningún placer, pensamiento u acto. Es algo que sobreviene y nada más.

            Ante esa culpa abrumadora y sin sentido no cabe reaccionar.

            No hay sino aceptarla, sentirse infinitamente despreciable y ofrecer a cambio toda una vida de renunciación, porque la vida ha hecho de ti el vertedero de la especie, la cloaca de la feminidad. Hay un coágulo de sangre y de culpa que ha pasado a través de generaciones y generaciones de mujeres puras, santas, limpias, y que viene a desembocar en ti, precisamente en ti.

            Como ese asesinato de cada veintitantos días no puedes atajarlo, optarás por purgarlo anticipadamente, y te pasarás el mes expiando una culpa que aún no se ha producido, pero que sabes se va a producir fatalmente, obsesivamente. Así, cuando la ceremonia del cuerpo se produzca, la expiación habrá ido por delante.

            Dice la sabiduría familiar que eres mujer cuando se te presenta la ovulación por primera vez. No. Eres mujer cuando por primera vez se te presenta sin culpa, cuando por fin la asimilas, la atiendes, la explicas, la vives e incluso la disfrutas.

            El primer estallido pertenece todavía al mundo del bien y del mal, porque no lo has racionalizado ni te han enseñado a ello. Esa sangre primera que tanto te asusta es en realidad una sangre metafísica, simbólica, una fenómeno mitológico en tu mundo de mitologías. Son los sucesivos estallidos los que te van anudando, como eslabones de sangre, al reino de la realidad.

            Ahora podías volar del colegio con alas de sangre. La actividad sexual, reproductora, la fábrica interior de vida, en el hombre y en la mujer, no es sólo una urgencia, un placer, una apertura, una posibilidad de amor. Es, ante todo, ya, en el mundo de hoy, la llamada de la selva, el aviso repetido de la naturaleza, a veces el único vínculo que nos une a las realidades primeras, a la tierra, a la curva de los astros, al eterno retorno de las estaciones.

            Cuando se vive una vida casi completamente artificial, el sexo, aparte de sus funciones, ritos, exigencias y ceremonias naturales, tiene un valor de realidad, una cualidad de aviso. Nos hemos despegado excesivamente de la tierra, de la especie, de la naturaleza, pero el sexo nos devuelve periódicamente a eso que el poeta llamó «lo más genital de lo telúrico». El sexo nos religa como la religión, nos reintegra, y en el hombre endurecido por la lucha, en la mujer desrealizada por la sofisticación, el aviso del sexo, una mañana, la urgencia del cuerpo, es una realidad siempre olvidada y siempre renovada.

            Siempre salvadora.

            El gran peligro de una vida sexual demasiado intensa, estragada, el gran peligro del sexo como deporte, como cinegética o como cultura, es borrar esa llamada de la selva, sustituirla por las llamadas falsas, mentales, convencionales, que forzamos cada día dentro de nosotros. Si se hace un alto en el camino, si se detiene la actividad erótica voluntaria, un día, de pronto, volvemos a gustar el sabor acre y tierno de la urgencia verdadera, natural, directa, que tantas veces habíamos borrado con nuestras urgencias imaginarias.

            Tu cuerpo no tenía aún una vida sexual, una vida erótica, pero el mudo desenlace de cada mes era una llamada a la realidad, un tirón desde abajo, un aviso de los campos y las reses, de los cielos y las cosechas, que te querían suya. Eras o habías querido ser espíritu puro, pero aquel espíritu puro volaba ya lastrado de sangre para siempre, con una herida roja en tus alas de ángel de teatro.

            De modo que ocultaste tus culpas y tus miserias, pero había otras niñas más sabias, porque la sabiduría de la mujer es de tradición oral —pues la mujer ha escrito poco, e incluso ha habido épocas en que la han mantenido sin saber escribir—, y ellas te contaban, en los recreos con frío y naranjas mandarinas, que eso pasa siempre, que la vida es así, que los hombres son muy brutos y que había llegado para ti el momento de empezar a gozar.

            Ya que tiene una esa lata todos los meses, por lo menos hay que disfrutar algo.

            Tú no veías la manera de sacarle partido a aquello, pero la noche tiene aquelarres párvulos, reuniones en el cuarto de estudio, citas en las duchas, y tu cuerpo reflejado en otros cuerpos desnudos, como en un espejo rosa, se llenaba de respuestas, intuiciones y deseos.

            Dicen los sexólogos postfreudianos que la sexualidad femenina debe despertar a toda costa, como sea, porque lleva muchos siglos dormida, y para eso puede ser mejor, incluso, el arte de una condiscípula semejante a ti que la torpeza de un mozallón inexperto, brusco y urgente.

            El cuerpo es tu Bella Durmiente, pero el príncipe que habría de despertarlo suele ser lerdo, más audaz que científico, más egoísta que experto. Tú misma habías de ser tu príncipe azul, aunque también estaban para eso las brujas del bosque de la pubertad, brujas niñas con una placa religiosa en el pecho, la melena de azufre y colonia y la risa maliciosa.

            Había de hacerse el milagro, aunque lo hiciera el diablo colegial.

            Otras, tantas otras, no han tenido nunca milagro, y viven en el purgatorio helado de la frigidez. Los malos caminos del espejo solitario, de la compañera ojerosa, pudieron haber sido malos definitivamente, pero fueron los únicos caminos posibles y por ellos llegaste a conocerte.

            «Conócete a ti mismo», dicen que dijo el otro, y se ha pensado siempre que se refería al alma. ¿Por qué no al cuerpo? El propio cuerpo es el gran desconocido que se despega de nosotros en el dolor y en el placer. Cuando gozamos o sufrimos mucho, el cuerpo es un extraño, se desdobla en un intruso que aflige o embriaga nuestra alma. Por lo que luchas, ahora, tanto tiempo después, día a día, noche a noche, es por la conquista de tu cuerpo.

            Del alma ya lo sabes todo. Del alma ya no esperas nada. La individuación, que dice Heidegger, sólo puede ser una corporeización. En casa, en el colegio, en la calle, en los juegos y en la vida te enseñaron a ser un monstruo de dos cabezas, una niña con cuerpo y alma.

            El cuerpo se ponía pamelas claras y pedía barquillos. El alma leía libros piadosos y volaba de nube en nube. Aquel monstruito, aquella niña bicéfala, aquella atracción de feria que son, que erais, que somos todos a cierta edad, hay que superarla, hay que suprimirla. Te educaron en una moral de dualidades. Hay quien no supera nunca esa moral y va para siempre por la vida con dos cabezas, como esos gemelos pegados por los riñones.

            La educación crea seres dobles, antagónicos de sí mismos, crea niñas bipartitas, mujeres picassianas con dos perfiles opuestos por la nuca.

            Fuiste una víctima, como tantas, del dualismo educacional de este país. Cuerpo y alma, fondo y forma, arriba y abajo. Toda tu vida, quizá, no va a ser sino un esfuerzo desesperado de las dos mitades por reconciliarse. Hay morales que seccionan y morales que unen.

            Tenías, de niña, una cabeza pura de lámina de dibujo, y otra cabeza impura de mala estudiante. La una lloraba, reía, rezaba, miraba al cielo, aspiraba las flores y bordaba. La otra soñaba, pensaba, imaginaba, cerraba los ojos, sufría, padecía cefalalgias y leía cosas escondidas. Tu viste, de niña, una muñeca que abría los ojos estando de pie y los cerraba al acostarla. Esto era así, mecánico, regulable, sempiterno, invariable. Y eso quisieron hacer de ti, una criatura de sólo dos actitudes, de sólo dos movimientos.

            El bien y el mal. Los ojos abiertos o los ojos cerrados. El sueño sin sueños o la vigilia. No pudo ser. La monstruita de dos cabezas vive ahora dentro de ti, pero cada día se está más quieta. Ya casi no molesta o no molesta nada.

            A veces, las dos cabezas luchan y una estrangula a la otra. Si la víctima es la cabeza de carne, a eso se le llama vocación, sacrificio, sentido del deber, honestidad. Si la víctima es la cabeza de niebla y luz, a eso se le llama un crimen, una perdición y un escándalo. Un día renunciaste a las pamelas dominicales, los vestiditos con puntillas y los calcetines blancos.

            Pero esto no quería decir que hubieses renunciado a tu cuerpo, sino todo lo contrario. La gran conquista es el propio cuerpo. Hay que habituarse al propio cuerpo como se habitúa uno a un sillón, un vestido o una butaca.

            Gentes existen por ahí que nunca llegan a encontrarse cómodos dentro de su cuerpo, mujeres que mueven la cabeza y estiran el cuello, toda la vida, con un tic nervioso. No son dueñas de su cuerpo.

            El cuerpo ha de ser confortable, ha de ser de uno. Esto sería lo natural, pero como nos le hacen enemigo durante muchos años, cuesta luego reconciliarse. Ahora sabes que eres tu cuerpo, ahora te miras al espejo de serie del apartamento y te ves, por fin, una sola cabeza. La conquista y transformación del mundo empieza, seguramente, por el propio cuerpo. Ya no odias ni temes a tu cuerpo. Tampoco le amas desesperadamente, porque eso sería otra forma de lucha, de bipolaridad, de escisión. Te reconoces en él y basta. Decía Ortega que el hombre envía su cuerpo a cumplir los trámites sexuales y él se queda a la espera. Ya sabes que no debe ser así. Tu cuerpo no es tu recadero. El grande o pequeño recado que tienes que hacer en este mundo, lo haces tú misma. El recado eres tú.

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