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miércoles 31

 

 

 

 

 

Llega un momento en la vida del escritor (ese momento que algunos llaman plenitud) en el que uno se encuentra frente a frente con su escritura, con su oficio, con el vacío que hay entre el autor y su obra.

El escritor es libre, puede escribir lo que quiera (puede no escribir, que sería lo más sensato), cualquier cosa le va a ser celebrada, al fin va a escribir sin sujeciones, sin temores, sin cálculos, sin el dinero o el éxito de otro mordiéndole los talones. Es lo que había soñado toda la vida. Y ocurre que no tiene nada que escribir.

Esto lo entiendo yo como el peligro de encararse al absoluto, a lo absoluto. Aquí te juegas la posteridad, el haber dicho siquiera una palabra necesaria o no haber hecho más que mecanografía.

La cumbre no es el sitio ideal para escribir, sino para tirarse abajo y suicidarse como escritor. Y es que hay un error de origen en el plantear las cosas en términos absolutos. Un error y una falsedad. La inmensidad se diferencia de la amapola en que la inmensidad no existe. La eternidad se diferencia de hoy miércoles en que la eternidad no existe. Lo Absoluto no es más que una mayúscula. Lo absoluto no es sino su diversa y continua encarnación en las pequeñas cosas: la flor, el pez, el ave. Lo absoluto necesita encarnar continuamente en lo limitado para ser.

Entre la brizna y la mariposa, si el absoluto no encarna en algo mínimo, el absoluto deja de existir, como si el horizonte dejase de respirar. Los jóvenes y los pueblos viven de absolutos. El absoluto del filósofo es estéril. Sólo muy tarde, en la vida (o instintivamente algún poeta), se aprende a contar con lo pequeño, a contar lo pequeño. Se aprende que la trascendencia es sencillez: la flecha, la hoja. Oficio de escritor es contar cosas concretas, menudas, y contarlas por lo menudo.

El pensador, el profesional de las abstracciones, quisiera de pronto ser novelista, o pintor, tratar con lo real, ir repasando el repertorio continuo y renovado del mundo. Newton añora la manzana de su descubrimiento. Hubiera dado su descubrimiento por la manzana. Por una manzana real, inmediata, perfumante, madura, comestible, única.

Por eso decía al principio que el escritor, enfrentado en la madurez o la vejez a la posibilidad de lo absoluto, pasa de la consternación al retraimiento. Se retrae, sí, a sus pequeñas cosas, al menudeo del tiempo, a lo que ha pasado hoy en el día de su vida o en el día de su novela.

Un diario íntimo es una forma literaria de salvación frente al vértigo tentador de los absolutos, que claman en silencio y sólo dentro de nosotros. Comprobamos la fecha del día, escribimos la fecha del día y ya estamos salvados. Hemos conjurado la tentación de eternidad con una fecha cualquiera. Hay que escribir de lo que pasa hoy, y, mejor aún, de lo que nos pasa. En la novela, en cambio (ya hemos dado por olvidada y peli- grosa la filosofía), el tiempo lo marca el novelista, no el calendario, y eso supone otra tentación de crear absolutos, tiempos o espacios ambiciosos y vanos.

Ayer mismo creo que he anunciado aquí un proyecto de novela. Y también explicaba que será una novela de época, los años treinta europeos, de Historia, la República española y los fascismos europeos. Tiempo, espacio y tema acotados, como los griegos. Novela política.

 

El gran descubrimiento de Grecia fueron los límites. La ética de Sócrates no es sino un intento por limitar la conciencia caótica del hombre. Contaba Eugenio d’Ors que al entrar en una catedral, un museo o cualquier otra gran fábrica, lo primero que hacía era cruzarlo de parte a parte hasta tocar la pared del fondo. Necesitaba conocer sus límites en ese momento, con lo cual ya quedaba tranquilo y podía entregarse al desvarío como el flanneur que era. Pero conociendo la geometría del lugar. Esta prosa mía no puede salirse del día de hoy. Esa novela que digo no saldrá de un tiempo y un espacio vastos, pero limitados.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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