francisco umbral
diario político y sentimental
1999
planeta
sábado 21 de febrero
Parece que mi libro sobre don Ramón está siendo o va a ser
un éxito editorial y de crítica.
Me refiero al éxito exterior, comercial o de justa apreciación.
Pero eso es lo de menos. Para mí lo que importa es el éxito
interior, el haber llevado a cabo con cierta fortuna uno de los
proyectos más antiguos de mi vida literaria.
Cuando yo escribía sobre Larra o sobre García Lorca, sabía
que el libro que tenía que hacer alguna vez, mi libro, era el
de Valle.
Un proyecto que viene, quizá, desde los catorce años,
cuando tomé de entre los libros de mamá una vieja edición
de La guerra carlista y allí descubría yo la literatura, como
en una revelación enceguecedora.
Ya está, me dije, esto es, he aquí lo que buscaba. Al fin
había encontrado el cuerpo desnudo y barroco de la literatura,
el tesoro vivo y viviente del idioma, aquello que iba a ser
mi vida, que iba a arropar mi orfandad con trabajo, dinero,
pasión creadora y pequeños logros, tampoco aspiraba a más.
Muchos años más tarde, el Valle, mi libro, uno de los pocos
necesarios —ah el libro necesario, qué solo y aparte se
queda, consagrado por uno mismo, al margen de los
libros de ocasión que hacemos por vender o por estar—,
he aquí que está ya hecho, terminado, completo, coherente,
funcionando ante el lector y el crítico como un cuerpo vivo.
Como que es mi sangre, mi vida y mi memoria la que corre
por ese libro.
Y esto que digo no tiene nada que ver con el fácil efectismo
de los reporteros, «Umbral versus Valle-Inclán» (hasta
el gran Saramago ha caído en eso). Yo aquí no busco una
identificación oportunista con el maestro, sino conmigo mismo,
con el plan previo de mi biografía y hasta mi bibliografía.
Se van cumpliendo las etapas propuestas de una vida,
como supongo que les ocurre a tantos hombres, y entonces
viene la melancolía. La melancolía, sí, porque si nuestro
proyecto vital no se cumple, siempre nos queda la rebeldía,
la rabia, que es vida, pero ay cuando el proyecto se va
cumpliendo y nos quedamos solos en la plaza atardecida de
las estatuas que uno mismo ha levantado.
Un proyecto cumplido, un trabajo, como un amor consumado,
nos deja el vacío venidero de la existencia, nos priva de misión
futura. Sólo le quedan a uno cuatro cosas por hacer y luego
morirse, o sobrevivirse, que es peor.
Desde fuera creerán que un logro así es un gozo, una fiesta
interior. Pero lo que resta es eso, vacío, silencio, soledad.
Don Ramón me acompañaba mientras yo iba pensando su
obra y la mía, su libro y el mío. Ahora a lo mejor no vuelvo a
pensar en él.
Un hombre con la tarea cumplida es otra forma de parado.
Estando ya mi casa sosegada… Estando ya mi casa sosegada
lo que me espera es la melancolía, el miedo, la desolación,
la nada.
En fin. Supongo que todas las vidas son iguales, sólo que
no todos los hombres sufrimos y gozamos igual nuestra vida.
Triunfos, hijos, golpes de suerte (que son siempre golpes de
esfuerzo), la casa y la familia, como trazada también por un
arquitecto. El hombre se vuelve de espaldas a todo eso.
¿Y ahora qué? Aunque no me gustan los símiles eróticos,
por fáciles, diré que ahí está el vacío estatuario que deja un
cuerpo de mujer ya derribado. Los hijos son transmisión de
vida, son unos padres que se les dan a los nietos. Los libros
son una dudosa transmisión a los lectores. A los pocos días
de salir de la tienda tienen ya algo de ceniza entre sus páginas.
Uno ha cumplido con la vida, que es como amortizar la vida.
Este libro era importante para mí, ya digo. He cumplido con
alguien no sé qué compromiso que no tenía con nadie,
salvo conmigo mismo, y muy vagamente. Antes se abrían
los libros con un cuchillo y soltaban harina. Eran los alegres
libros ajenos de la juventud. Mis libros, ahora, sueltan ceniza.
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