francisco umbral

 

mis paraísos artificiales

 

 

páginas 225-230

 

 

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Hay quien lucha en la vida por una casa en el campo o a la orilla del mar, por una querida rubia o por una buena bodega.
Nosotros hemos luchado siempre por una habitación al sur.
Sólo eso, una habitación al sur, con el sol de mediodía, para sufrir a diario el registro cálido y alegre del sol, que, como una mujer querida y curiosa, entra hasta el fondo de nuestros bolsillos y de nuestra casa, lo ilumina todo, lo revuelve un poco y se queda largamente.

 

Si hago recuento de mi vida, si miro hacia atrás, veo que las únicas semanas felices han sido siempre semanas al sur, en habitaciones pobres, pero soleadas. Es el complejo de haber crecido en una casa sombría, húmeda, al norte, como un barco bacaladero (aquella casa olía mucho a bacalao) con la proa orientada siempre hacia el Polo.

Hemos tenido, naturalmente (porque, a cierta altura de la vida, ya hemos tenido de todo, aunque sucesivamente y no de golpe, como los ricos), casas orientadas al oeste, a poniente, casas con sol de tarde, con lujo de crepúsculo, con violencia roja de «viejas hélices» destorciéndose ante nuestros ojos a la hora de la merienda.

 

Pero no es lo mismo.

El sol de poniente pega fuerte y corto, le pone a la vida un filtro rojo, tiñe de sangre la óptica del alma y nos deja, con la puesta del sol, un escalofrío, una sensación de vacío y soledad, de que la representación ha terminado.
Salimos del crepúsculo como de la ópera: ensordecidos por el silencio, aturdidos por el silencio mucho más que por el gran ruido y la gran música de momentos antes, y con miedo al frío y el catarro de la calle.

 

De las habitaciones a poniente se saca la cabeza caliente y los pies fríos.
Son como esos amores intensos y breves, como esas mujeres alocadas y fugitivas. Mucho ruido de sol y pocas nueces de luz. Río de luz que suena y apenas lleva agua.

 

Las habitaciones al norte, ya digo, siempre tendrán para mí algo de cubierta de barcos bacaladeros, algo destemplado, glaciar, polar y tuberculoso.

 

El oriente no está mal para escribir. Las habitaciones al sol naciente nos inundan, de mañana, con toda la luz y toda la vieja sabiduría de Asia,
porque ya dijo alguien que el saber, como la luz, viene del Oriente.
Pero la luz de la mañanita es más iluminación que calor, más inspiración que confort, y hay un momento de la vida en que, para trabajar a gusto, necesitamos más el confort que la inspiración, cambiamos una cosa por otra. (En este trueque está, sin duda, todo el secreto de la madurez y el adiós a la juventud.)

El sur, el sur. Sólo en pensiones bohemias, en cuartos desvencijados,
he vivido y gozado el calor del sur, y ahora lo añoro, pues, aunque tengo algunas cosas más que entonces, pocas, no tengo, en cambio, la luz y el calor de aquellas pensiones sórdidas, cuando al fuego de mi juventud venía a añadirse el fuego del mediodía.

 

Si usted trabaja en laboratorios, ciencias, oficinas, yo le aconsejo la luz de la mañana, la orientación clara a oriente, para que labore contemplado por el rostro sonriente y milenario del Asia y sus Budas.

 

Si usted es pianista romántico o amante visitado asiduamente por una mujer de cabello rojo, lo suyo es una habitación a poniente, con sol violento y oblicuo de última hora. Quedará usted como un señor con el piano y con la amante.

 

Pero si usted es registrador de la Propiedad, notario o erudito, más vale que trabaje con luz norte, con fría luz pesimista, porque lo suyo es hurgar en los archivos de la vida y no debe engañarse con los falsos optimismos del solecito en la ventana. La ley y la erudición se alumbran con llama fría, clara, dura y escéptica.

 

Pero si usted quiere escribir medianamente bien, no tiene más remedio que alquilar una habitación al sur.[/ezcol_1half_end]

 

 

 

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En un estío todavía no lejano, llegué a un rincón de la costa mediterránea, a un recodo del mar azul y quieto. Yo iba de vuelo, con máquina de escribir, un fotógrafo a la zaga y otros aperos, mas de pronto descubrí, por la ventana tosca, aquel milagro de luz del sur, mar dormido, grandes y toscos girasoles, piedras redondas y cielo desnudo.

 

Era el Sur, el Sur, el rincón donde me habría quedado toda la vida, y mi prosa tenía allí otra luz, a medida que iba saliendo de la máquina, y luego me iba yo, a través de los girasoles, altos y pesados, farolas vegetales con luz de trapo, hasta la playa de piedras blancas, y el mar, con esa ironía secreta de la Naturaleza, no me traía mitos, náyades, ninfas, sirenas, ondinas, sino un bote vacío, una sandalia rota, despojos terrestres e inmediatos, como defendiéndose de mis malas intenciones literarias.

 

Aquello pasó pronto y desde entonces no he vuelto a tener un habitación al sur. El destino geográfico (yo creo que tenemos, ya que no otro, sí al menos un destino geográfico) me ha orientado siempre hacia el norte, y sigo viviendo en el barco bacaladero —un poco remozado—, con olor a sal y a sombra, aunque con más libros, más años y más juegos de tazas.
Uno cree que ha nacido para el sur, pero resulta que uno tiene corazón de brújula y apunta siempre hacia el norte. Quizá tenemos el corazón o el destino cambiados.

Así, uno ha querido engañar a los críticos escribiendo cosas muy calientes, muy barrocas, muy sureñas, pero los críticos siempre han descubierto debajo realidades muy frías, escepticismos muy nórdicos, pesimismos, nihilismos, intelectualismos polares.
Si no se ha logrado nuestra vocación de barroquismo, vitalismo y confusión, es por culpa de las habitaciones, porque hemos escrito siempre en habitaciones frías y altas.
El día que yo tenga una habitación al sur —si la tengo alguna vez—, haré una novela caliente, rugiente y esplendente. Si los editores supieran lo que se hacen, ya me habrían alquilado un apartamento al sur.

 

Yo, en general, desde mi norte serrano, le aconsejo a usted vivir al sur.

 

Se ve la vida de otra forma. E incluso la muerte. Un cementerio al sur parece un jardín de barrio.[/ezcol_2third] [ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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