francisco umbral

 

mis paraísos artificiales

 

 

 

páginas 284-290

 

 

 

Quiero decir que adonde llega uno no es nunca adonde quería llegar, sino a otro sitio. Quiero decir que el escritor siempre iba a ser otro escritor, pero la vida, los amores, el trabajo y las llamadas telefónicas le convierten en otra cosa.

Esto es válido para el escritor porque es válido para el hombre en general. ¿Quién es el que quería realmente ser? Por lo común, vivimos la vida con la sensación de que estamos viviendo una vida prestada, que no es la nuestra, independientemente de que sea una vida feliz o desgraciada.

 

Y quizá más aún cuando la vida es feliz, o al menos triunfal. Porque tengo escrito en algún sitio que lo que le pasa a uno, las grandes cosas que le pasan a uno, los grandes amores y los grandes éxitos, nunca llegan al fondo, a ese niño expósito y con frío que seguimos siendo.

 

El niño, desde el fondo de uno, mira todo aquello atónito. No, eso no va conmigo, parece decirse. El niño triste y soñador, miedoso y solo, no se redime nunca.

 

El espectáculo más obsceno de la vida es ese hombre feliz que está de acuerdo consigo mismo, triunfante en su fracaso, o fracasado, sin saberlo, en su triunfo. El que, como decía el otro, cada vez que se acuesta «cree que se está acostando Cervantes».
No, Cervantes no tuvo esa seguridad. Cervantes, cazador de ciervos según la etimología aproximada del apellido, lleva en su alma temblorosos ciervos de duda y huida.

 

En verdad, somos extraños a nuestra vida. No es sólo que las cosas sean decepcionantes, que el llegar o no llegar sea un camelo: eso se da por descontado. La fama, la gloria y la popularidad son siempre un error, una farsa mal llevada. Pero es que, aparte de eso, no le conciernen nunca al interesado. Siempre parece que triunfan más los demás, en el sentido de que resultan, vistos desde fuera, más acordes con su destino.

 

Tampoco sirve la realización de una vocación. El que hace las cosas, el que ama a las mujeres y escribe los libros es otro, un intruso.
El niño triste y débil sigue en su rincón con sol de la infancia, mirándolo todo atónito.

 

«Presentes sucesiones de difunto», dice Quevedo que somos. Ahí le duele. Que no nos transformamos, que no evolucionamos biográficamente, sino que nos acumulamos. Vamos sumando difuntos. Somos presentes sucesiones de difunto. Están presentes en nosotros los sucesivos difuntos que hemos ido siendo.

 

«El muerto que seré se asombra de estar vivo», escribe un poeta francés.

 

«Qué vocación de muerto es mi esqueleto», descubre un poeta moderno español.

 

Somos un cementerio andante. Ahí está el niño que fuimos, el adolescente en sombra, el joven maldito, el maduro desengañado, ahí estamos todos. No se muere de una vez, sino que se va muriendo por edades, y llega una edad en que uno es un cónclave de difuntos.

 

Alguien ha hablado de que llevamos dentro «multitudes interiores». Multitudes de muertos, sobre todo. Muerto o vivo, el niño nos mira, nos ve desde dentro. Y nos sentimos contemplados por él, y esto nos pone violentos, forzados, porque sabemos que le estamos traicionando, que le estamos falseando.

 

Baudelaire define el genio como la infancia recuperada. No hay otra definición. El genio creador dispone siempre de su infancia, la tiene ahí, viva, al alcance de la mano. En la vida es inevitable traicionar al niño. En el arte se le puede salvar, conservar. Por eso el arte es sagrado. Sólo cuando hacemos arte, el niño está contento, vive, juega. Luego nos ponemos importantes, nos miramos a los espejos, nos cambiamos de corbata —Oh, Umbral…—, y ya lo hemos estropeado todo.

 

Cada hombre siente o sabe que no está en su sitio, que no está haciendo lo que tenía que hacer, que su vida verdadera estaba en otra parte, en otro barrio, por otros cielos, que su comida se guisa en otras cocinas de arrabal a un fuego más alegre.

 

Esto a veces, casi siempre, se concreta en la nostalgia por una época, por la juventud o la pubertad, pero tampoco es eso. Es esa sospecha de que la vida de uno, la vida presente, está en otro sitio y a otra hora. Por supuesto, yo no soy el escritor que quería ser. Soy otro escritor. Mejor o peor, que eso no importa, pero otro. Yo iba para escritor solitario, minoritario, de poco éxito, para escritor que medita mucho sus pobres cosas en interminables paseos por las afueras amarillas de una ciudad de provincias.

 

A veces envidio a ese escritor provinciano que me parece que lleva la vida que yo había querido llevar. Él, sin duda, prefiere mi vida a la suya, pero esto no quiero pensarlo. Hay que tener una doble vida, quizá, como Unamuno, que fue una gloria nacional y un monstruo de dimensión europea, pero nunca renunció a su condición provinciana y salmantina de escritor de cabeza de partido judicial. Y no sólo porque volvía siempre a Salamanca, sino porque en su prosa y en su visión del mundo sigue habiendo una potencia y una esencia provincianas, que a lo mejor en definitiva es lo que le salva.

La gente suele decir que la vida defrauda, que la vida engaña. Alguien escribió que el mundo no es tan mundo como parece.

 

Yo creo que la vida, que tiene un espíritu burlón, y que es irónica ante todo, no es que no nos dé nada, sino que siempre nos da otra cosa, y no la que queríamos o esperábamos. El caso del hombre al que la vida no ha dado nada, es, literariamente, un caso vulgar, inválido, de folletín. El caso del hombre a quien la vida ha dado lo que no le pedía él a la vida, negándole lo que le pedía, es ya un fino caso de buena novela psicológica.

 

Baudelaire quería ser académico y quedó como el patrón universal de la bohemia artística. Proust quería ser aristócrata y ha quedado como el enterrador de todas las aristocracias, como «una anarquía con buenos modales», según se ha dicho de él.

 

Yo no sé si esto es bueno o malo. En todo caso, ya digo, el espectáculo del hombre que ha llegado adonde quería, que cuadra perfectamente consigo mismo, es un espectáculo obsceno, por falso o por falto de imaginación.

 

Yo alguna vez he escrito que soy el que siempre quise ser. Es por engañar al niño expósito de Marthe Robert y Segismundo Freud. Yo quería ser otra cosa, iba a ser otra cosa —no sé bien qué—, y a veces lo entreveo cuando cesa la lluvia o rompe el sol. ¿Qué iba a ser yo, quién iba a ser yo?

 

Me parece —ay— que ya nunca lo sabré.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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