francisco umbral

mortal y rosa

 

 

…esta corporeidad mortal y rosa

donde el amor inventa su infinito

 

pedro salinas

 

 

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Dibuja, el niño, escribe, hace sus primeras letras, sus primeras figuras, y es como cuando el hombre primitivo comenzó a miniar la roca de la caverna.

Su caligrafía salvaje (en todo niño hay un salvaje perdido) y sus dibujos tienen el temblor de una primera delineación del mundo.

Todos los niños dibujan igual, no sólo porque su personalidad no está hecha, sino porque el niño vive en el fondo común y feliz de la especie. Se parecen todos los niños como se parecen todos los folklores y todas las culturas primitivas.

Bien sabemos que la individualidad es una conquista o una perversión de la cultura.

El niño se mueve todavía en el légamo anónimo.

Todo niño es un anónimo, un primitivo, no porque lo que hace lo haga ingenuamente, sino porque su arte y su escritura nacen todavía del fondo común, indiferenciado, arcádico, de la especie, de la humanidad.

Como la artesanía, como la cerámica, lo que hace el niño no tiene nombre propio, no tiene firma, aunque el niño lo firme muy claramente, muy implacablemente, con la tozudez de un nombre recién conquistado.

Ceramista, el niño, artesano anónimo, pertenece al gran gremio de la infancia y nada más. Tiene el estilo párvulo, que es el más puro de los estilos, y de ninguna manera es un naif, como Rousseau no lo era ni pensó nunca serlo.

Todo niño, sí, es un salvaje que echa de menos su tribu, que se ha perdido en la jungla de los adultos. y esas señales que va dejando mi hijo en el papel, en la pizarra, ese rastro de líneas, números y letras, más que un mimetismo de la cultura adulta, es una recreación del mundo desde sus supuestos salvajes, un primer afán de interpretación y entendimiento.

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[ezcol_1half] El cuatro que dibuja mi hijo no es un cuatro, sino la afirmación de una óptica, una fe de vida. Porque, precisamente por moverse en el reino del anonimato, de lo primitivo y comunitario, el niño no hace signos por los signos, sino que los hace por sí mismo, se afirma, se reclama en cada número, en cada letra. No es esto contradictorio con la idea de anonimato y primitivismo, sino una misma cosa.

El arte primitivo afirma colectivamente, se hace por algo y para algo. En él hay un alma común que se expresa.

Sólo en el arte culto, adulto, posterior, el código importa más que el mensaje. El adulto hace un cuatro cuando tiene que contar cuatro. El niño, en su cuatro, pone el alma y la vida. Se lo juega todo en cada cuatro, como el hombre primitivo en cada ciervo.

Él cree que está aprendiendo los números, o quizá ni siquiera lo cree. Lo que está haciendo, en realidad, es dejar huella de sí —de un sí mismo que es aún colectivo, infantil, puro—, señas de identidad, datos de su presente. El cuatro, para el niño, no puede ser un valor abstracto.

Para el niño no existe lo abstracto (ni para el hombre: lo abstracto es una ilusión filosófica de la que ya estamos cayendo).

El cuatro para el niño, es una silla o una escalera, no sólo por juego y plasticidad, sino por la sencilla razón de que las sillas y las escaleras existen, mientras que los cuatros no existen.

Mi hijo hace su cuatro, su alfabeto, sus fieras, y toda la infancia vuelve a mirarse en su pizarra. Una cosa egipcia y etrusca y salvaje y sensible, que es el primer barro del alma humana, está ya ahí.

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O desea «que las medicinas no se confundan de niño», entrando así en el animismo primitivo, dándoles alma a las medicinas y quitándosela a sí mismo. Haciendo surrealismo vallejiano, cultura, sin saberlo. Como no existe, en puridad el pensamiento abstracto, lo que yace en el fondo del hombre es el jeroglífico, su escritura natural con imágenes, y nuestro alfabeto y nuestra numeración abstractas toman aire de jeroglífico en el cuaderno del niño, que está realizando el esfuerzo cultural gigantesco, con sus manos torpes y obstinadas, de adaptar un código a otro, de meter en nuestras estrechas abstracciones toda la vastedad de imágenes y formas que es el alma misma de la especie.

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Los días se desprenden de mi cuerpo como la carne de los leprosos. La herida del tiempo. El tiempo es una herida, sí.

He empezado, hace no sé cuánto, a sentir el tiempo como una celeridad, a ver la vida de principio a fin, estática y completa, mediocre.

Pero ese estatismo coincide paradójicamente con la sensación de celeridad, de prisa. Esto se acaba, pero siempre se está acabando el tiempo. Una congoja que dan los grandes días de sol, una fruta que madura en veinticuatro horas y cae podrida a los valles del tiempo. Nada.

Quizás, en el túnel lluvioso del invierno, el pesimismo y la humedad retienen el tiempo, alargan la vida. Tenemos entonces conciencia de ser desgraciados, o de ser inútiles, y nuestra inutilidad nos hace eternos. Inútilmente eternos. Pero en cuanto asoma la dicha, canta la luz o rueda el sol, el tiempo se deshiela, digamos, el gran iceberg se desliza y se deslíe.

Es cuando los días se desprenden de mi cuerpo como la carne de los leprosos. Y son pústulas de oro, vetas enteras de mi vida, geografías de mi cuerpo que entierro para siempre. A veces se consigue la sensación óptica de que el tiempo está quieto, y se da con el fenómeno o el espejismo de lo circular, y un día es igual al otro, y entonces se tiene la angustia de la circunferencia, pero no hay transcurrir, no hay arrastre hacia la muerte.

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En una de esas glorietas de tiempo quieto, aparece a veces el escritor, una hilacha de esa vida literaria que está lejos y cerca, un deleznable compañero que no nos ha acompañado nunca en nada.

Viene de su fondo de erudiciones húmedas y amores homosexuales, viene de su garita literaria con moho en los dientes y piedrecillas en el pelo. Trae su alma de tabaco infecto, su sonrisa de niño viejo, sus ojos de chino intelectual, su fracaso, su untuosidad, su elegancia sobada y pobre, y lo que destila es odio y halago, amor y fracaso, resentimiento y melancolía, una agresividad rancia y una adulación innecesaria y mojada.

No quiero nada con él, lo escucho, le veo marchar, dentro siempre del proceso de su frustración, cavando sus propios túneles, los que dan a su tumba, volviendo al tronco de árbol podrido del que salió un momento para hacerme esta visita sonriente y enferma.

Es uno, son miles. El pudridero literario está lleno de ellos.

Locos fijos, envidiosos, perfumados, enanos con miopía, toda clase de tipos, las innumerables formas de la frustración, porque la frustración puede tomar incluso la forma de un triunfo mate, voluntarioso y feo. Tullidos intelectuales, catarrosos de alma, neurasténicos, homosexuales de la sabiduría, tontos. Hay de todo.

Y viene uno cualquiera, desvalido y pretencioso, y me deja sobre la mesa su charco de erudición y baba, y se va hacia la noche de los tiempos, fuera de mi luz, lejos de mi luz, en la que se ha quemado las alas un momento, sus sucias alas de volar en las bodegas.

Luego, el tiempo vuelve a cerrarse en torno de mí, como un anillo, mientras escribo, viajo, hago el amor, leo, paseo, sonrío, hablo con mi hijo y voy pasando las hojas de este libro. Pero el sol me arranca los días de la piel. El sol es como una enfermedad. El sol es como una enfermedad. El sol es la gran enfermedad del mundo, y la luz es siempre una recaída.

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Tengo la conciencia clara de que el tiempo pasa, y esto no se consigue así como así.

Duermo mal y también en la noche sé que el tiempo pasa, y así estoy de incómodo. Lo que hay que conseguir —a veces lo consigo— es acompasarse con el tiempo, no ir ni más de prisa ni más despacio que él.

Porque el tiempo tiene un ritmo, un compás, y no hay que perder el compás. Durante unos días consigo ir en sus aguas, placentero, llevado, tranquilo. Y entonces es cuando salen las cosas y mejor se ve el mundo, porque el mundo hay que mirarlo como la orilla del tiempo. Ser un contemplador de orillas.

En un viaje a provincias, en una salida al mundo, en una aventura por el campo, miro esos espacios muertos de las estaciones, el hueco de un vagón de mercancías que estuvo mucho tiempo ahí varado y ha dejado un vacío rectangular y soso.

Miro los caminos del campo que van hacia el crepúsculo, esa roca que estampa su gesto contra el cielo, durante siglos, en un manoteo inútil, fijo, largo y grandioso. Miro el campo llano al que le cae una sombra de no se sabe dónde, desde el cielo sin nubes, una sombra como una mancha del sol, por la que se ve que en el sol no todo es luz, que no es luz todo lo que alumbra.

Miro el mar del invierno, en las ciudades de allá arriba, la labor pastoral y feroz de la espuma, su ir devorando la vida y la costa con una paciencia de agua, miro la soledad del mar, el silencio de las rotativas en los periódicos dormidos, el alón cansado y polvoriento de los aviones, mate de estrellas, miro el pan partido con una víctima, el domingo de las oficinas, las formas imprevistas de mi pelo, el campo, que ha dejado sus dientes tristes en mis botas, la torrentera de mis muslos, ese gesto vacío que tienen las mujeres cuando toman conciencia de un hueco en su carne, miro los libros que se adensan de polvo y entornan sus letras en las librerías donde no voy a comprar nada, o esa primera inutilidad de la ropa de invierno en un inesperado día de sol, el abandono húmedo con que nos espera, las papeleras con la satisfacción del deber cumplido, llenas de papeles y cintas de máquinas viejas, los juguetes de lo alto del armario, que mi hijo ni alcanza a ver y que nunca pedirá, la docilidad de las puertas, la serpiente marrón de nuestras interminables defecaciones, el color azul de algunos zócalos, nunca igualado por nadie, los pueblos solitarios, con un palacio abandonado, como un barco hundido hacia arriba, en los aires, por el que pasan peces de sol y aguas de atmósfera.

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Y nada de eso es el tiempo, sino sólo el paso del tiempo.

Miro el descenso de los ascensores visto desde dentro, el despertar de las cocinas, donde la cena de la noche anterior ha tomado ya aspecto de crimen, los perros que me miran mientras defecan en la vía pública, con unos ojos de paz y egoísmo, los quioscos fragantes de actualidad, el desayuno oscuro de las viejas, la hierba que crece a ojos vistas por la mañana, las teclas de mi máquina, como un armonium desguazado, el humo de la comida del mediodía, a través del cual ve mi infancia, el color de tela triste que tienen las cuatro de la tarde, la agonía de las ciudades en el anochecer, cuando un viejo está matando a una vieja sin que nadie lo sepa hasta el día siguiente, miro mi edad en los espejos de las tiendas, el sueño de mi hijo, la lluvia sobre los faros olvidados de un automóvil, la serpiente de grasa dormida en las traseras, y nada de eso es el tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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