Hedda Gabler es el estudio de una mujer obsesionada con el aburrimiento en que naufraga su vida,
y de cómo se destruye a sí misma tras destruir, total o parcialmente, las vidas de los demás.
Considerada una de las personalidades teatrales más complejas y dinámicas de todos los tiempos,
en ella Ibsen deposita una refinada maldad unida a un intelecto brillante. Los sufrimientos interiores
de Hedda Gabler, también muy intensos, se topan a menudo con su cobardía social.
El texto teatral fue interpretado por primera vez en Múnich, Alemania en enero de 1891. Ibsen fue criticado
en un principio a causa de la naturaleza muy particular de la protagonista, la cual no respetaba los ideales
y la moral de la mujer de la época (aunque puede decirse que tampoco respeta ningún código moral,
masculino o femenino, de cualquier época).

 

 

 

 

henrik ibsen 

 

 

hedda gabler

 

 

henrik ibsen, 1890.
traducción: alberto adell

 

 

 

personajes

 

jorge tesman
hedda, su mujer
julia tesman, tía de jorge
thea de elvsted
eylert loevborg
el asesor brack
berta, criada de los tesman

 

La escena tiene lugar en la quinta de Tesman, situada al Oeste de la ciudad.

 

 

 

acto primero

 

 

 

Un salón, amueblado con gusto y decorado con cortinas oscuras.
En el foro una puerta grande, con los portiers descorridos, la cual conduce
a otra pieza más pequeña, amueblada y decorada de análoga manera
que el salón.
A la derecha de éste, una puerta de dos hojas que da al vestíbulo. A la izquierda, frente a la misma, una puerta-vidriera con los portiers igualmente descorridos. A través de los cristales se divisa una marquesina cubierta, y más lejos masas de árboles con el tono amarillo del otoño. En medio del salón, una mesa ovalada con tapete y rodeada de sillas. Más cerca del espectador, a la derecha, una gran estufa de porcelana oscura, un sillón de respaldo alto, un cojinete para los pies y dos taburetes. En el fondo, en el ángulo de la derecha, un sofá de esquina y un velador redondo.

En primer término, a la izquierda, y a alguna distancia de la pared, un sofá. Más hacia el fondo, pasada la puerta-vidriera, un piano. A derecha e izquierda de la puerta del foro, étagéres con caprichos de barro cocido y de mayólica. En la segunda estancia, un sofá arrimado a la pared del fondo, con una mesa y algunas sillas. Colgado en la pared, encima del sofá, un retrato que representa un hombre agraciado, de edad madura, con uniforme de general. Encima de la mesa, una suspensión con bomba deslustrada. En diversos puntos del salón, jarrones y vasos con ramos de flores; hay ramos también tirados por las mesas. Las dos piezas están ricamente alfombradas. Por la puerta-vidriera entran los rayos de sol.

 

 

[Julia Tesman, con sombrero y sombrilla, entra por la puerta del vestíbulo, seguida de Berta, que lleva un ramo.
Julia es una mujer de unos sesenta y cinco años, de aspecto agradable y bondadoso.
Lleva un traje de paseo gris, sencillo, pero bien hecho.
Berta es una criada de cierta edad, de semblante ingenuo y con algunas trazas de campesina.]

 

 

 

 

JULIA. (Se para delante de la puerta, escucha un rato, y dice a media voz:)—Pues, por lo visto, no se han levantado aún.

BERTA. (Lo mismo.)—Es lo que yo le dije a la señorita. Hágase usted cargo; habiendo llegado el vapor tan tarde… Y encima, ¡Dios mío!, ¡si usted supiese lo que mi señorita me hizo desempaquetar antes de irse a la cama!

JULIA.—Sí, sí, dejémoslos descansar tranquilamente. Yo sólo quiero que, al levantarse, puedan respirar el aire de la mañana.

(Se acerca a la puerta-vidriera y la abre de par en par.)

BERTA. (Indecisa, cerca de la mesa, con el ramo en la mano.)—La verdad es que no queda sitio donde ponerlo. Puedo colocarlo aquí, ¿verdad, señorita?

 

(Lo coloca sobre el piano.)

JULIA.—Con que ahora ya estás en casa de nuevos amos, querida Berta. ¡Dios sabe si me ha costado trabajo separarme de ti!

BERTA. (A punto de llorar.)—Pues ¡y yo, señorita! ¿Qué diré? ¡Yo que he comido el pan de estas señoritas Dios sabe cuántos años!

JULIA.—Hay que tomarlo con calma, Berta. Realmente no se podía hacer otra cosa. Ya ves, es preciso que estés cerca de Jorge. Necesita de ti en la casa; tú lo has cuidado siempre desde su primera niñez.

BERTA.—Sí, señorita; pero me da tanta pena pensar en nuestra pobre enferma. ¡Siempre acostada sin poder valerse! ¡Y para remate esa nueva criada! Jamás llegará a servirla como quiere la pobre señora.

JULIA.—¡Oh! Ya sabré yo enseñarla. Lo principal, como comprendes, correrá a mi cargo. Y por lo que toca a mi pobre hermana, no te apures tanto, querida Berta.

BERTA.—Sí, pero es que hay otra cosa, señorita. ¡Temo tanto no agradar a la señora!

JULIA.—¡Oh, Dios mío! No digo yo que al principio no haya sus más y sus menos.

BERTA.—Es que… seguro que ha de ser muy difícil de contentar.

JULIA.—Ya lo creo. ¡La hija del general Gabler! ¡Con los hábitos que tenía en vida del general! ¿Te acuerdas del tiempo en que se la veía pasear a caballo con su padre? Llevaba una larga falda negra y sombrero con plumas.

BERTA.—¡Vaya si me acuerdo! ¡Ah! ¿Quién me habría de decir entonces, que ella y el señor iban a “a formar una parejita?

JULIA.—Tampoco yo lo hubiera creído. Pero ahora que pienso en ello, Berta, en adelante has de llamar a Jorge «el señor doctor».

BERTA.—Sí, eso me dijo anoche la señorita, apenas entró. Pero ¿es verdad?

JULIA.—Como lo oyes. Figúrate tú que lo han hecho doctor en el extranjero… ¿comprendes?, durante el viaje. Yo ni siquiera sabía una palabra, hasta que él lo dijo al salir del vapor.

BERTA.—¡Ah, sí! Seguro que podrá ser todo lo que quiera. ¡Con el talento que tiene! Pero yo no hubiese creído nunca que se pusiese a visitar.

JULIA —No, si no es doctor de esa clase. (Moviendo la cabeza con aire de importancia.) Además, es posible que dentro de poco tengas que darle un título que suene mejor todavía.

BERTA —¡Mejor! Pues, ¿qué puede ser, señorita?

JULIA. (Sonriendo.)—¡Ah! ¿Querrías saberlo? (Con emoción.) ¡Dios mío, si mi pobre Joaquín pudiese salir de la tumba y ver a lo que ha llegado su pequeñuelo! (Mirando en torno de sí.) ¡Pero oye, Berta! ¿Qué es lo que has hecho? ¿Por qué has quitado las fundas de todos los muebles?

BERTA.—Me ha mandado que lo haga la señorita.
Me ha dicho que no puede ni ver las fundas.

JULIA.—Entonces ¿es que han de estar así todos los días?

BERTA.—Sí, parece, por lo que dice la señorita. Porque al doctor no le he oído decir una palabra.

 

(Jorge Tesman entra tarareando por la puerta derecha de la pieza del fondo. Lleva en la mano una maleta abierta y vacía. Es un hombre de treinta y tres años, de mediana estatura, de aspecto juvenil, algo lleno de carnes, de fisIonomía sencilla, franca y jovial, de pelo y barba rubios. Gasta anteojos y se presenta vestido con alguna negligencia, en traje de mañana, holgado y cómodo.)

 

JULIA.—¡Buenos días, Jorge!… ¡Buenos días!

TESMAN. (En el hueco de la puerta.)— ¡Tía Julia! ¡Querida tía Julia! (Acercándose a ella y estrechándole la mano.) ¡Cómo! ¿De modo que tú aquí? ¡Tan temprano! ¿Eh?

JULIA.—Como comprenderás, tenía que echar un vistazo a vuestra casa.
TESMAN.—¿Y sin descansar esta noche?

JULIA.—¡Oh! ¡Eso no me importa absolutamente nada!

TESMAN.—¡Vamos! Pero, en fin, por lo menos habrás llegado a tu domicilio sin dificultades. ¿Eh?

JULIA.—Sí, a Dios gracias. El asesor tuvo la bondad de acompañarme hasta la puerta.

TESMAN.—Sentimos no poder llevarte en nuestro coche. Pero ya viste. Hedda traía tantas cajas…

JULIA.—¡Si! No dejaba de traer.

BERTA. (A Tesman.)—¿Debería ir al cuarto de la señorita a ver si me necesita para algo?

TESMAN.—No, Berta, no hace falta. Gracias. Si necesita algo, me ha dicho que llamará.

BERTA. (Pasando a la derecha.)—Está bien.

TESMAN.—Pero, aguarda un poco. Llévate esta maleta de paso.

BERTA. (Cogiendo la maleta.)—Voy a llevarla al desván.

(Vase por la puerta del vestíbulo.)

TESMAN.—¡Figúrate, tía! Ese maletín estaba reventando de notas y de extractos. Es increíble las cosas que he encontrado en esos archivos. Documentos antiguos del más alto interés y de los que nadie tenía noticia.

JULIA.—Sí, sí, Jorge. Tú no habrás perdido el tiempo durante el viaje de bodas.

TESMAN.—No, puedo alabarme de ello. Pero quítate el sombrero, tía. ¡Vamos! Voy a desatarte las bridas, ¿eh?

JULIA. (Dejándole hacer.)—¡Ah, Dios mío! ¡Esto me recuerda los viejos tiempos!

TESMAN. (Dando vueltas al sombrero.)—¡Eh! ¡Qué sombrero tan majo tienes! ¡Qué elegancia!

JULIA.—Lo he comprado por Hedda.

TESMAN.—¿Por Hedda?

JULIA.—Sí. No quiero que Hedda tenga que avergonzarse de mi.

TESMAN. (Dándole un golpecIto en la mejilla.)—¡Siempre estás en todo, tía! (Deja el sombrero en una silla próxima a la mesa.) Ahora, mira, vamos a sentarnos aquí, en el sofá, y a charlar un poco hasta que salga Hedda.

(Se sientan. Julia coloca la sombrilla en el ángulo del sofá.)

JULIA.—¡Qué alegría me da verte aquí, delante de mí, en carne y hueso! ¡Querido Jorge! ¡El queridito del pobre Joaquín!

TESMAN.—¡Decir que te vuelvo a ver, tía Julia! ¡La que me ha servido de padre y de madre!

JULIA.—Sí, ya sé yo que tú no dejarás de querer a las viejecitas de tus tías.

TESMAN.—¿De modo que no hay mejoría en el estado de tía Rina, eh?

JULIA.—No, creo que no hay que esperar mejoría. ¡Pobre! Siempre en cama; ya llevamos así años y años. ¡Oh, Dios mío! ¡Con tal que yo pueda conservarla aún algún tiempo! Sin eso, Jorge, no sabría que hacer de mi pobre existencia. Sobre todo ahora que no tengo ya que cuidar de ti.

TESMAN. (Dándole golpecitos en el hombro.)—¡Vamos, vamos!

JULIA.—¡No! ¡Pero cuando una piensa que estás casado, Jorge! ¡Y que eres tú el que ha conquistado a la encantadora Hedda Gabler! ¡Ahí es nada! ¡Ella que tenía tantos adoradores en torno suyo!

TESMAN. (Tarareando un poco, con sonrisa de satisfacción.)—Sí, creo que allí, en la ciudad, no faltan amigos que me envidien, ¿eh?

JULIA. —¡Y ese largo viaje de novios que has hecho! Más de cinco… cerca de seis meses.

TESMAN.—Sí, pero para mi ha sido al mismo tiempo una especie de viaje de estudio. ¡Tantos archivos que compulsar, y tantos libros que leer! ¡Si supieses!

JULIA.—Bueno, todo eso esta muy bien. (Bajando la voz confidencialmente.)

Pero, veamos, Jorge, ¿no tienes alguna cosa, algo de particular que decirme?

TESMAN.—¿A propósito de nuestro viaje?

JULIA.—Sí.

TESMAN.—No, nada que yo sepa, fuera de lo que os he escrito. La toma del grado de doctor; te hablé de eso ayer, ¿no es verdad?

JULIA. —Si, todo eso lo sé. Pero quiero decir si no… ¡vamos! ¿Si no tienes algunas esperanzas?

TESMAN.—¿Esperanzas?

JULIA.—¡Dios mío, Jorge! ¿No soy tu tía, y tía vieja?

TESMAN.—Muchas, muchas, tengo esperanzas.

JULIA.—¿De verdad?

TESMAN.—Las mejores esperanzas de ser nombrado profesor de un día a otro.
JULIA.—Profesor, sí, ya sé.

TESMAN.—O más bien: me atrevo a decir que tengo la certidumbre. Pero, mi buena tía, eso lo sabes tan bien como yo.

JULIA. (Sonriendo.)—Sí, sí, muy cierto. Tienes razón. (Cambiando de tono.) Pero hablábamos del viaje. Di, ¿te habrá costado mucho dinero?

TESMAN.—¡Oh, sí! La gran subvención que recibí ha cubierto una buena parte de los gastos.

JULIA.—Sí, pero lo que yo no comprendo es que haya podido bastar para dos.

TESMAN.—No, no, no es tan fácil de comprender, ¿verdad?

JULIA.—Y menos cuando se viaja con una señora. Eso cuesta infinitamente más caro, según he oído decir.

TESMAN.—Sí, se supone, cuesta un poco más caro. Pero ¿qué quieres? ¡Era preciso que Hedda hiciese ese viaje! Era realmente preciso. Lo contrario no hubiese sido decoroso.

JULIA.—Claro, sí. Hoy las conveniencias exigen el viaje de novios. Pero, dime, ¿empiezas a encontrarte como en tu casa?

TESMAN.—Ya lo creo. Estoy en pié, desde que ha amanecido, para pasar revista a todo.

JULIA.—¿Y te gusta como está?

TESMAN.—¡Mucho! ¡Enormemente! Solo hay una cosa que no comprendo: ¿qué quieres que hagamos de esos dos cuartos vacíos que hay entre la pieza del fondo y la alcoba de Hedda?

JULIA. (Sonriendo.)—¡Oh, querido Jorge! Con el tiempo ya se encontrará en qué emplearlos.

TESMAN.—Es verdad, tienes mucha razón, tía. Más adelante, cuando aumente la biblioteca… ¿eh?

JULIA.—Eso, querido. He pensado en tu biblioteca.

TESMAN.—Me alegro sobre todo por Hedda. Desde antes de nuestros esponsales me dijo que nunca querría vivir más que en la quinta de la señora de Falk, la mujer del consejero de Estado.

JULIA.—¡Pues mira! Casualmente en el momento de marcharse se puso en venta la casa.

TESMAN.—¿No es verdad, tía Julia? Eso es lo que se llama tener suerte, ¿eh?

JULIA.—Pero ha costado caro, querido Jorge. Todo esto te saldrá carísimo.

TESMAN. (Mirándola un poco turbado.)—¿Será posible, tía? Di.

JULIA.—¡Dios de mi vida! Sí, hijo mío.

TESMAN.—¿Cuánto crees tú? Veamos, aproximadamente.

JULIA.—No puedo decírtelo antes de ver todas las cuentas.

TESMAN.—Felizmente, el asesor Brack ha obtenido condiciones muy ventajosas para mí. Él mismo se lo ha escrito a Hedda.

JULIA.—Sí, no te preocupes de eso, hijo mío. Y luego, en cuanto a los muebles
y cortinas, he dado la fianza yo.

TESMAN.—¿Fianza? ¿Tú? Pero, querida tía, ¿qué fianza has podido dar?

JULIA.—He empeñado mi renta.

TESMAN. (Dando un salto.)—¿Eh? ¿Tu… tu renta y la de tía Rina?

JULIA.—Ya ves: no había otro camino.

TESMAN. (Colocándose delante de Julia.)—Pero, vamos a ver, tía, ¿estás loca? Esa renta es todo lo que tenéis para vivir tía Rina y tú.

JULIA.—¡Vamos, vamos, no te lo tomes tan a pecho! Ya sabes que todo es pura cuestión de forma. Lo mismo dice el asesor. Porque el señor Brack es el que ha tenido a bien arreglar el asunto en mi nombre. Dice que no es más que una formalidad.

TESMAN.—Sí, es muy posible. Pero, sin embargo…

JULIA.—¿No vas a tener un sueldo para atender a todo? Y luego, Dios mío, podríamos hacerte algunos pequeños anticipos, ¿qué? Si pudiésemos ayudarte un poco al principio… Pues, sería un verdadero honor para nosotras, ¿no crees?

TESMAN.—¡Ah, tía! ¡Tú no te cansarás nunca de sacrificarte por mí!

JULIA. (Levantándose y poniéndole las manos sobre los hombros.)—¡Querido mío! ¿Hay para mí mayor felicidad en el mundo que allanarte el camino de la vida? ¡Tú que no conociste el cariño de tus padres! Horas negras hubo, es verdad; pero ¡gracias a Dios! has salido adelante, Jorge.

TESMAN.—Sí, en el fondo es muy extraño ver cómo se han arreglado las cosas.

JULIA.—Sí, y todos los que estaban en contra tuya, y querían cerrarte el camino, ahora los tienes debajo decididamente. ¡Sí, Jorge, están en el suelo! Y el que era más peligroso, ese ha caído más bajo que todos los demás. ¡Pobre insensato!

TESMAN.—¿Has oído hablar de Eylert? Quiero decir desde mi partida.

JULIA.—Me han dicho sólo que ha publicado un nuevo libro.

TESMAN.—¡Cómo! ¿Eylert Loevborg? Últimamente, ¿eh?

JULIA.—Sí, eso me han contado. No puede ser gran cosa, ¿qué dices tú?… ¿No? ¡Cuándo aparezca tu nuevo libro, entonces sí que verán! ¿Verdad, Jorge? ¿Sobre qué escribes, di?

TESMAN.—Sobre la industria doméstica en el Brabante de la Edad Media.

JULIA.—¿Es posible? ¡Y decir que tú puedes escribir hasta sobre eso!

TESMAN.—Pero puede que el libro no aparezca aún de aquí a mucho tiempo. Calcula: tengo que empezar por poner en orden todas esas colecciones de manuscritos.

JULIA.—¡Ah, sí! Para eso de coleccionar y poner en orden te sobras tú solo. Por algo eres hijo del difunto Joaquín.

TESMAN.—Será un verdadero placer para mí, sobre todo ahora que tengo mi propia casa, tan encantadora, donde podré trabajar a mi gusto.

JULIA.—Y después, lo principal, querido Jorge, es que poseas a la que deseaba tu corazón.

TESMAN. (Echándole los brazos.)—¡Oh, sí, sí, tía Julia! ¡Lo más delicioso que hay en todo esto es Hedda! (Mirando a la puerta.) Aquí creo que viene.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Entra Hedda por la puerta izquierda de la pieza del fondo. Es una mujer de veintinueve años, de rostro y continente llenos de nobleza y distinción. El cutis es de una blancura mate. Mucha calma y frialdad en sus ojos de un gris de acero. El pelo, no muy espeso, tiene un bello matiz castaño. Lleva una bata de mañana de elegante corte, un poco suelta.)

 

JULIA. (Yendo al encuentro de Hedda.)—¡Buenos días, querida Hedda, muy buenos días!

HEDDA. (Alargándole la mano.)—Buenos días, querida señora. ¡Una visita tan temprano! Es una verdadera atención.

JULIA. (Ligeramente cortada.)—Hum. ¿Ha dormido bien mi mujercita en “su nueva instalación?

HEDDA.—¡Oh, sí! Gracias. Así, así.

TESMAN.—¿Así, así? ¡Estás tú buena, Hedda! Cuando yo me he levantado, dormías como un tronco.

HEDDA.—Afortunadamente para mí. Pero hay que acostumbrarse a todo, señora. Poco a poco se andará el camino. (Mirando a la izquierda.) ¡Ay! ¡Esa criada que ha abierto la puerta de la marquesina! Esto está inundado de sol.

JULIA. (Acercándose a la puerta.)—¡Bien, bien! Vamos a cerrarla.

HEDDA.—No, no es eso lo que yo quiero. Querido Tesman, corre las cortinas para suavizar la luz.

TESMAN. (Acercándose a la puerta.)—Sí, sí. Mira, Hedda: como está ahora tendremos sombra y aire fresco a la vez.

HEDDA.—¡Aire fresco, sí! Buena falta hace. ¡Todas esas flores!… Pero, querida… ¿no se sienta usted?

JULIA.—No, gracias. Ya veo que aquí todo marcha bien, afortunadamente. Y ahora tengo que volver al lado de la pobre Rina, que debe esperarme con impaciencia.

TESMAN.—Salúdala muy cariñosamente de mi parte, tía. Y dile que iré a verla un poco más tarde.

JULIA.—Sí, sí, no dejaré de decírselo. Pero ahora que me acuerdo, Jorge… (Registra su bolsillo.) Se me olvidaba. Tengo una cosa para ti.

TESMAN.—¿Qué es, tía?

JULIA. (Sacando un paquete envuelto en un periódico y ofreciéndoselo.)—Aquí te traigo esto, hijo; toma.

TESMAN. (Desenvolviendo el paquete.)—¡Ah! Pero ¡será posible! ¡Las has conservado en tu casa, tía Julia! ¡Hedda! ¿No es de agradecer un detalle tan bonito, di?

HEDDA. (Que ha pasado a la derecha, acercándose a las étagères.)—Pues, ¿qué es?

TESMAN.—¡Son mis zapatillas! ¿Oyes eso? ¡Mis zapatillas!

HEDDA.—¿Sí?… Recuerdo que me hablabas de ellas a menudo durante el viaje.

TESMAN.—Sí. ¡Las he echado mucho de menos! (Aproximándose a su mujer.) Es menester que te las enseñe, Hedda.

HEDDA. (Dirigiéndose hacia la estufa.)—No, hombre. ¡Ahora voy a fijarme yo en eso!

TESMAN. (Siguiéndola.)—Pero, si me las bordó tía Rina en la cama. ¡Enferma y todo como está! ¡Oh! No puedes figurarte cuántos recuerdos se asocian a estas zapatillas.

HEDDA. (Junto a la mesa.)—Pero no precisamente para mí.

JULIA.—En eso tiene razón, Jorge.

TESMAN.—Sí, pero me parece que ahora que es de la familia…

HEDDA. (Interrumpiéndole.)—Tesman, me parece que no podremos arreglarnos nunca con esta criada.

JULIA.—¿Con Berta?

TESMAN.—¿Por qué lo dices?

HEDDA. (Señalando con el dedo.)—¡Mira! Deja tirado su sombrero viejo en una silla del salón.

TESMAN. (Desconcertado, dejando caer las zapatillas.)—¡Vamos, Hedda, pero si…!

HEDDA.—¡Ya ves! ¡Si hubiese venido alguien!

TESMAN.—¡Pero, Hedda, si es el sombrero de tía Julia!

HEDDA.—¿De verdad?

JULIA. (Cogiendo el sombrero.)—Sí, el mío. Y lo de que es viejo, no lo es.

HEDDA.—La verdad es que no lo he visto de cerca.

JULIA. (Poniéndose el sombrero y atando las bridas.)—Es realmente la primera vez que me lo pongo. Dios sabe que es verdad.

TESMAN.—Y es muy bonito. ¡Verdaderamente soberbio!

JULIA.—Tanto como eso no, querido Jorge. (Mirando alrededor.) ¿Mi sombrilla? ¡Ah! Está aquí. (La coge.) La sombrilla es mía también, no de Berta.

TESMAN.—¡Un sombrero nuevo, una sombrilla nueva! ¿Qué te parece, Hedda?

HEDDA.—Muy bonito, precioso…

TESMAN.—¿Verdad que sí? Pero veamos, tía: mira bien a Hedda antes de marcharte. ¡Ella sí que es preciosa!

JULIA.—¡Oh, hijo! Esa no es una novedad: Hedda fue bonita siempre, desde que yo la recuerdo. (Hace una reverencia y pasa a la derecha.)

TESMAN. (Siguiéndola.)—Sí, pero ¿has notado qué espléndida y soberbia se ha puesto? ¿Qué cuerpo ha echado durante el viaje?

HEDDA. (Dirigiéndose al foro.)—¡Déjate de eso!

JULIA. (Deteniéndose y volviéndose.)—¿Qué ha echado cuerpo, dices?

TESMAN.—Seguramente, tía Julia; tú no la ves bien con ese traje. Pero yo que tengo ocasión de…

HEDDA. (Cerca de la puerta-vidriera, con impaciencia.)—¡Tú no tienes ocasión de nada!

TESMAN.—Sin duda es el Tirol, el aire de las montañas…

HEDDA. (Interrumpiéndolo secamente.)—Estoy absolutamente igual, lo mismo que al marchar.

TESMAN.—Eso crees tú; pero no es cierto. ¿Verdad, tía?

JULIA. (Juntando las manos y mirando a Hedda.)—Es un encanto, un encanto, un encanto. (Se acerca a Hedda, le atrae la cabeza con las dos manos y la besa en la frente.) ¡Qué Dios guarde y proteja a Hedda para dicha de Jorge!

HEDDA. (Desprendiéndose suavemente.)—¡Oh!… ¡Déjenme!

JULIA.—Todos los días que Dios me conceda, vendré a veros a los dos.

TESMAN.—Sí, tía, te ruego que lo hagas. ¿Eh?

JULIA.—¡Adiós, adiós!

 

(Vase por el vestíbulo. Tesman la acompaña hasta la salida. La puerta queda entornada. Se oye a Tesman encargar a Julia que salude a tía Rina. Después vuelve a darle las gracias por las zapatillas. Al mismo tiempo se ve a Hedda pasear con impaciencia, levantar los brazos y apretar furiosa los puños. Luego separa las cortinas de la puerta-vidriera y mira al exterior. Al poco rato vuelve Tesman y cierra la puerta.)

 

TESMAN. (Recogiendo las zapatillas.)—¿Qué estas mirando, Hedda?

HEDDA. (Dominándose y recobrando su serenidad.)—Nada. El follaje. Ya está muy amarillo y marchito.

TESMAN. (Envolviendo las zapatillas en el papel y poniéndolas sobre la mesa.)—Es que estamos en Septiembre.

HEDDA. (Con nuevas muestras de inquietud.)—Sí. ¡Quién lo diría!… Ya en Septiembre.

TESMAN.—¿No te parece que tía Julia tenía una cara singular al marcharse? Estaba casi solemne, ¿verdad? ¿Sospechas qué le habrá pasado?

HEDDA.—Apenas la conozco. ¿No suele ser así?

TESMAN.—No, jamás la he visto como hoy.

HEDDA. (Alejándose de la puerta-vidriera.)—¿Crees que se haya tomado muy a pecho, lo que se me escapó a propósito del sombrero?

TESMAN.—No, tanto como eso no. Un poco en el primer instante.

HEDDA.—Pero también, ¡vaya una manera de tirar el sombrero por los muebles del salón! Eso no se hace.

TESMAN.—¡Vamos! Ten por seguro que tía Julia no lo repetirá.

HEDDA.—Por supuesto, ya trataré yo de arreglarlo.

TESMAN.—¡Oh, sí, querida Hedda! ¡Si pudieses hacerlo!…

HEDDA.—Cuando vayas a verla, la invitas a venir aquí esta noche.

TESMAN.—¡Eso! Descuida. Y otra cosa hay que le agradaría muchísimo.

HEDDA.—¿El qué?

TESMAN.—Si pudieses conseguir tutearla… ¡Hazlo por mí, Hedda! ¿Eh?

HEDDA.—No, no, Tesman, de verdad: eso no puedes pedírmelo. Ya te lo he dicho. Procuraré llamarla tía. No hay que pensar más en ello.

TESMAN.—Bueno, bueno. Yo creía, sin embargo, que ahora que eres de la familia…

HEDDA.—¡Jem!… no sé yo muy bien si… (Se dirige hacia la puerta del foro.)

TESMAN. (Al cabo de un instante.)—¿Te falta algo, Hedda?

HEDDA.—No, es que estoy mirando mi viejo piano. No se ve bien en el conjunto.

TESMAN.—Cuando reciba la primera paga, lo cambiamos por otro.

HEDDA.—No, no. Nada de cambios. No quiero deshacerme de él. En vez de eso, podríamos trasladarlo al cuarto del fondo, y comprar otro, cuando se presente la ocasión.

TESMAN. (Ligeramente cohibido.)—Sí, claro esta: podríamos hacer eso.

HEDDA. (Cogiendo el ramo que hay sobre el piano.)—Este ramo no estaba aquí anoche, al llegar nosotros.

TESMAN.—Lo habrá traído Julia.

HEDDA. (Examinando el ramo.)—Una tarjeta de visita. (Toma la tarjeta y lee.) «Volveré más tarde». Adivina de quién es.

TESMAN.—No sé. ¿De quién?

HEDDA.—La tarjeta dice: «Señora de Elvsted».

TESMAN.—¡No es posible! ¡La señora de Elvsted, antes señorita Rysing!

HEDDA.—La misma. La que hacía tanto efecto con su llamativa cabellera por dondequiera que se presentaba… Una antigua pasión tuya, según he oído decir.

TESMAN. (Sonriendo.)—¡Oh! No duró mucho. Y eso era además cuando aún no te conocía a ti, Hedda. Pero oye…, es extraño que esté en la ciudad.

HEDDA.—Lo singular es que nos visite. Yo no la conozco más que del colegio.

TESMAN.—Tampoco yo la he visto Dios sabe desde cuándo. Es asombroso que pueda vivir en un rincón como el que habitaba allí. ¿Eh?

HEDDA. (Después de reflexionar un instante dice de repente:)—Di, Tesman, ¿no es hacia esa parte adonde se ha ido a vivir… sabes… Eylert Loevborg?

TESMAN.—Sí, en algún lugar de esos sitios.

(Entra Berta por la puerta del vestíbulo.)

BERTA.—Señorita, está aquí otra vez la señora que vino hace poco y me entregó esas flores, (Señalándolas.) las que tiene en la mano la señorita.

HEDDA.—¡Ah! ¿Está ahí? Bien. Que pase.

 

(Berta abre la puerta y se retira después de entrar Thea de Elvsted. Esta última es una figurita delgada, de lindas facciones, de rostro delicado. Tiene los ojos azules, grandes, redondos y un poco a flor de piel. La mirada es tímidamente inquieta e interrogadora. La cabellera, ondulada y copiosa, es de un color amarillo claro, casi blanco, que llama la atención. Tiene un par de años menos que Hedda, y lleva un traje de visita oscuro, de buen gusto, pero no de última moda.)

 

HEDDA. (Adelantándose a recibirla afablemente.)—Buenos días, querida. Celebro mucho volverla a ver después de tantos años.

THEA. (Nerviosamente, tratando de aparecer tranquila.)—Sí, hace mucho que no nos hemos visto.

TESMAN. (Alargándole la mano.)—Ni nosotros tampoco. ¿Verdad?

HEDDA.—Gracias por sus lindas flores.

THEA.—¡Oh, por favor! Hubiese venido a verles ayer; pero supe que estaban de viaje.

TESMAN.—¿Acaba usted de llegar a la ciudad?

THEA.—Vine ayer por la tarde. ¡Oh! ¡Me quedé tan desesperada al saber que estaban ustedes ausentes!…

HEDDA.—¡Desesperada!… ¿Por qué?

TESMAN.—Veamos, señora de Rysing… digo, de Elvsted…

HEDDA.—¿Ha sucedido alguna cosa?

THEA.—Sí, y no conozco un alma a quien dirigirme aquí, excepto a ustedes.

HEDDA. (Dejando el ramo en la mesa.)—Venga usted. Sentémonos en el sofá.

THEA.—¡Oh! ¡Yo no tengo calma ni paciencia para estar sentada!

HEDDA.—¡Cómo que no! Venga usted. (La obliga a sentarse y se sienta a su lado.)

TESMAN.—Vamos a ver, señora… ¿Qué pasa?

HEDDA.—¿Es alguna cosa que le ha sucedido a usted allá en su casa?

THEA.—Sí… es decir, sí y no. ¡Oh! Temo ser mal comprendida…

HEDDA.—¡Vamos! Lo mejor que puede usted hacer es decirlo todo francamente.

TESMAN.—Para eso ha venido usted, ¿no es verdad?

THEA.—Sí, sí. Justo. Ante todo, debo decirles a ustedes, si lo ignoran, que Eylert Loevborg está también aquí.

HEDDA.—¡Loevborg está…!

TESMAN.—¡Cómo! ¡Qué ha vuelto Eylert Loevborg! ¿Oyes eso, Hedda?

HEDDA.—Hombre, sí, oigo perfectamente.

THEA.—Hace ocho días que vino. ¡Cuándo una lo piensa! ¡Solo, en medio de los peligros de esta ciudad, expuesto a las malas compañías que hay aquí!

HEDDA.—Pero, querida, ¿usted qué tiene que ver con su conducta?

THEA. (Le dirige una mirada tímida y responde precipitadamente.)—Ha sido preceptor de los niños.

HEDDA.—¿De sus hijos de usted?

THEA.—De los míos no. No los tengo.

HEDDA.—¿De los de su marido?

THEA.—Sí.

TESMAN. (Con alguna vacilación.)—Pero es que él… no sé cómo expresarme… ¿estaba en situación de poder desempeñar cargos de esa índole?

THEA.—Durante estos dos últimos años no ha dado nada que decir.

TESMAN.—Así, ¿eh? ¿Oyes Hedda?

HEDDA.—Oigo muy bien.

THEA.—Absolutamente nada. Puedo asegurárselo a ustedes. En ningún sentido… Y, sin embargo… ahora que sé que está aquí… en esta gran ciudad… y con las manos llenas de dinero, temo por él horriblemente.

TESMAN.—Pero ¿por qué no se ha quedado mejor donde estaba, al lado de usted y de su marido? ¿Eh?

THEA.—Desde que apareció su libro, no ha habido paz ni reposo en nuestra casa.

TESMAN.—Sí, es verdad. Tía Julia me ha dicho que había publicado un nuevo libro.

THEA.—Sí, un nuevo libro, una gran obra sobre la marcha general de la civilización… Hará unos quince días. Se ha comprado y leído mucho. Ha producido gran sensación.

TESMAN.—¿De verdad ha producido gran sensación? Será, seguro, algún trabajo que escribiese en sus buenos tiempos.

THEA.—¿Quiere usted decir antes?

TESMAN.—Sí.

THEA.—Nada de eso. Lo ha escrito todo ahora… este último año.

TESMAN.—¿No es una alegría oírlo? Di, Hedda.

THEA.—¡Ah, sí! Como si eso pudiese durar…

HEDDA.—¿Lo ha visto usted aquí?

THEA.—No, todavía no. ¡Me ha costado tanto trabajo descubrir su paradero! Por fin, lo he sabido esta mañana.

HEDDA. (Clavándole los ojos.)—En el fondo me parece bastante extraño que su marido de usted… ¡Jem!…

THEA. (Con estremecimiento nervioso.)—¿Mi marido? ¿Qué quiere usted decir?

HEDDA.—Sí, que la envíe a usted a la ciudad por un motivo de ese genero. Hubiera podido venir él mismo en busca de su amigo.

THEA.—¡No, no! Mi marido no tiene tiempo. Y además… yo tenía que hacer algunas compras.

HEDDA. (Con una ligera sonrisa.)—¡Ah! Eso es otra cosa.

THEA. (Levantándose de repente con agitación.)—Y ahora, señor Tesman, tengo que pedirle a usted un favor encarecidamente. ¡Reciba usted bien a Loevborg, si viene a su casa! Y no dejará de venir. ¡Dios mío! Fueron ustedes tan buenos amigos… Y, además, si no me equivoco han hecho ustedes iguales estudios y trabajan en el mismo género de cosas.

TESMAN.—Es verdad; por lo menos, así era antes.

THEA.—Sí, señor. Y por eso le suplico… que esté usted también pendiente. ¡Oh! ¿Me lo promete usted, no es verdad, señor Tesman?

TESMAN.—Sí, con mucho gusto, señora de Rysing…

HEDDA.—¡De Elvsted!

TESMAN.—Le prometo a usted hacer todo lo que pueda por Eylert. Cuente con ello.

THEA.—¡Oh, que bueno es usted! (Le da la mano.) ¡Gracias, gracias!
(Estremeciéndose.) Ya ve usted, mi marido lo quiere tanto.

HEDDA. (Levantándose.)—Deberías escribirle, Tesman. Si no, por su parte quizá no vendría a verte.

TESMAN.—Sí, puede que sea lo mejor. ¿Verdad, Hedda?

HEDDA.—Hazlo lo más pronto posible. ¡Anda!… en seguida.

THEA. (Suplicante.)—¡Oh, sí! ¡Hágalo usted!

TESMAN.—Al momento. ¿Tiene usted sus señas, señora… señora de Elvsted?

THEA.—Sí. (Sacando un papelito del bolsillo y presentándoselo.) Aquí las tiene usted.

TESMAN.—Bien, muy bien. Allá voy. (Paseando una mirada en torno suyo.) Es verdad… ¿Las zapatillas? ¡Ah! Aquí están.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Coge el paquete, y va a salir.)

HEDDA.—Escríbele muy afectuosamente… una carta de amigo, y bastante larga.

TESMAN.—Sí, sí, descuida.

THEA.—¡Pero, por supuesto, ni una palabra de mi intervención en su favor!

TESMAN.—¡Ah! ¡Claro! Eso no hay que decirlo.

(Vase por la puerta derecha del cuarto del fondo.)

HEDDA. (Dirigiéndose hacia Thea, le dice a media voz, sonriendo.)—Perfectamente. Hemos matado dos pájaros de un solo tiro.

THEA.—¿Cómo es eso?

HEDDA.—¿No ha comprendido usted que yo quería alejarlo?

THEA.—Sí… para que escriba esa carta.

HEDDA.—Y para que podamos hablar nosotras solas.

THEA.—¿Del mismo asunto?

HEDDA.—Sí, del mismo asunto.

THEA.—¡Pero si no hay nada más!… ¡de verdad! nada.

HEDDA.—¡No ha de haber! Hay todavía muchas cosas. Veo bastante claro para comprenderlo. Venga usted. Vamos a sentarnos aquí y a hablar con franqueza.

(La obliga a sentarse en un sillón, junto a la estufa, y se sienta ella en un taburete.)

THEA. (Mirando su reloj con inquietud.)—Pero, querida mía…, yo pensaba irme ahora.

HEDDA.—¡Oh! No tiene usted tanta prisa. Con que vamos a ver: cuénteme, qué tal les va por allí.

THEA.—¡Ah! Es precisamente de lo que no quisiera que hablásemos.

HEDDA.—¡Bah! Conmigo, querida… ¡Por Dios! ¿No hemos sido compañeras de colegio?

THEA.—Sí, pero usted era de una clase superior a la mía. ¡Oh! ¡Qué miedo me daba usted entonces!

HEDDA.—¿Yo?

THEA.—Sí, un miedo terrible. Como al encontrarme en la escalera tenía usted la costumbre de tirarme del pelo…

HEDDA.—¿Qué?

THEA.—¡Vaya! Hasta me dijo usted una vez que tenía ganas de quemármelo.

HEDDA.—¡Oh! Cosas de chicas.

THEA.—Sí, pero como yo era tan tonta entonces… Y ya después hemos vivido tan alejadas… Pertenecemos a esferas tan distintas…

HEDDA.—Bien, pues procuremos acercarnos de nuevo. ¡Verá usted! En el colegio nos tuteábamos y nos llamábamos por nuestros nombres de bautismo…

THEA.—¡No! Debe usted estar equivocada.

HEDDA.—Nada de eso. Me acuerdo perfectamente. Pues bien, es preciso que volvamos a ser amigas íntimas como entonces. (Aproxima su taburete al sillón.) ¡Vamos! (La besa en la mejilla.) Ahora vas a tutearme y a llamarme Hedda.

THEA. (Acariciándole las manos y estrechándoselas entre las suyas.)—¡Ah! ¡Tanto agrado y tanta bondad!… Es algo a la que estoy muy poco acostumbrada.

HEDDA.—¡Vamos, vamos! Yo te tutearé también y te llamaré querida Thora.

THEA.—Me llamo Thea.

HEDDA.—Sí, sí, ya sé. Quería decir Thea. (Mirándola con interés.) Con que dices que no estás acostumbrada a que te traten con agrado y con bondad, ¿eh, Thea? ¿En tu casa…?

THEA.—¡Oh! ¡Cómo si yo tuviese casa! No la tengo. No la he tenido nunca.

HEDDA. (Mirándola un instante.)—Presentía algo de eso.

THEA.—¡Oh! ¡Sí… sí… sí!

HEDDA.—No recuerdo bien ahora… Pero al principio, ¿no entraste como ama de llaves en casa del juez de paz Elvsted?

THEA.—No, realmente entré de aya. Pero su mujer… su primera mujer…
andaba malucha… estaba en cama casi siempre; de manera que al poco tiempo tuve que encargarme de la casa.

HEDDA.—Pero vamos a ver… Esa casa ha acabado por ser tuya.

THEA.—Sí, ha venido a ser la mía.

HEDDA.—Bueno. Sigamos. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces?

THEA.—¿Desde mi matrimonio?

HEDDA.—Sí.

THEA.—Cinco años.

HEDDA.—Sí, eso es.

THEA.—¡Oh! ¡Qué cinco años!… Sobre todo los dos o tres últimos. ¡Ah! ¡Si usted supiese!…

HEDDA. (Dándole un golpecito en la mano.)—¿Usted? ¡Ay, ay, Thea!

THEA.—No, no, yo trataré de acostumbrarme. Sí, si tú pudieses comprender…

HEDDA.—Eylert Loevborg ha pasado allí también estos tres últimos años, ¿no es eso?

THEA. (Mirándola turbada.)—¿Eylert Loevborg? Sí, eso es.

HEDDA.—¿Lo conocías ya cuando vivías en la ciudad?

THEA.—Apenas. Es decir, lo conocía de nombre, naturalmente.

HEDDA.—Pero allí, ¿ha formado parte de la casa?

THEA.—Sí, iba todos los días. Daba lecciones a los niños. A la larga yo no podía con todo.

HEDDA.—Claro, eso se cae por su peso. ¿Y tu marido? Por supuesto, ¿siempre andará de viaje?

THEA.—Sí. Como usted… como tú comprendes, siendo juez de paz, tiene que hacer frecuentes viajes por el distrito.

HEDDA. (Apoyándose en el brazo del sillón.)—Thea, pobre Theita, ahora vas a decirme toda, toda la verdad.

THEA.—Pregunta, que yo te responderé.

HEDDA.—Sepamos: la manera de ser de tu marido con respecto a ti… ¿qué tal en el fondo? ¿Es bueno?

THEA. (Sin convicción.)—El cree proceder sin duda de la mejor manera.

HEDDA.—Me parece que debe tener demasiada edad para ti. Habrá sus veinte años de diferencia entre vosotros.

THEA. (Irritada.)—Sí, eso es… y mil cosas. ¡Todo me es antipático en él! No coincidimos en un solo pensamiento , no nos entendemos en nada.

HEDDA.—Pero ¿te quiere, a pesar de todo… a su manera?

THEA.—¡Qué sé yo! Le soy útil, y pare usted de contar. Luego, me mantiene con poca cosa. No salgo cara.

HEDDA.—Pues es obrar como una tontita, hija.

THEA. (Moviendo la cabeza.)—No puedo obrar de otro modo… al menos con él. No tiene verdadero cariño a nadie más que a sí mismo, y algo quizá a los niños.

HEDDA.—¿Y a Eylert Loevborg, Thea?

THEA.—¡A Eylert Loevborg! ¿De dónde sacas eso?

HEDDA.—Pues, hija… cuando te envía en su busca… me parece que… (Con una sonrisa casi imperceptible.) Y además tú misma acabas de decírselo a Tesman.

THEA. (Con una sacudida nerviosa.)—¿Yo?… Sí, se lo he dicho. (Con pasión contenida.) Tanto me da confesártelo ahora como después. De todos modos ha de saberse.

HEDDA.—Pero, querida Thea…

THEA.—He aquí el caso en dos palabras: he venido sin saberlo mi marido.

HEDDA.—¡Qué estás diciendo! ¿Sin saberlo tú marido?

THEA.—Naturalmente. Además, no estaba en casa; andaba también de viaje. ¡Oh! ¡Yo no podía aguantar más, Hedda! ¡Era absolutamente imposible! Aquella soledad en que iba a encontrarme en adelante…

HEDDA.—Bien, ¿y tú…?

THEA.—Pues nada. Hice mi equipaje… lo estrictamente necesario, como comprenderás. Y con mucho sosiego me fui de casa.

HEDDA.—¿Así… tan tranquila?

THEA.—Así. Y tomé el tren que me ha traído.

HEDDA.—Pero, querida Thea, ¿cómo te has atrevido a hacer tal cosa?

THEA. (Levantándose y atravesando la escena.)—Pero ¡en nombre del cielo! ¿Qué podía hacer?

HEDDA.—¿Y qué dirá tu marido cuando vuelvas?

THEA. (Deteniéndose delante de la mesa y mirando a Hedda.)—¿Allí… en su casa?

HEDDA.—¡Pues claro!

THEA.—Jamás volveré a su casa.

HEDDA. (Levantándose y acercándose a ella.)—¿De modo que la marcha es en serio?

THEA.—Sí. He creído que no me quedaba más partido que ese.

HEDDA.—¿Y cómo has podido marcharte sin reservas?

THEA.—¡Oh! Estas cosas no pueden ocultarse nunca.

HEDDA.—Pero ¿qué dirá la gente, Thea?

THEA.—¡Ah! Que diga lo que quiera. (Se deja caer en el sofá con aire de abatimiento.) No he hecho más que lo que debía hacer.

HEDDA. (Después de una breve pausa.)—Pero ¿qué va a ser de ti ahora? ¿Cuáles son tus proyectos?

THEA.—No los tengo aún. Sólo sé que, si he de vivir, ha de ser donde esté Eylert Loevborg.

HEDDA. (Acercando una de las sillas que hay junto a la mesa, se sienta al lado de Thea y le acaricia las manos.)—¿Cómo habéis llegado Eylert y tú a esa… esa amistad?

THEA.—¡Oh! Poco a poco. Yo adquirí cierto poder sobre él.

HEDDA.—¿De verdad?

THEA.—Renunció a sus antiguos hábitos. No es que yo se lo rogase; no me hubiera atrevido nunca. Pero él notó que me disgustaban, y eso bastó para que cambiase de conducta.

HEDDA. (Esforzándose por contener una sonrisa burlona.)—¿De modo que tú lo has levantado, como suele decirse, Theita?

THEA.—Eso dice al menos el mismo Eylert. Y él, por su parte, ha hecho de mí un ser completo. Me ha enseñado a pensar, a reflexionar sobre muchas cosas.

HEDDA.—¿Quizá te habrá dado lecciones también a ti?

THEA.—Lecciones precisamente, no. Pero me hablaba de una infinidad de cuestiones. ¡Luego vinieron aquellos días de ventura, aquellos días deliciosos, en que pude tomar parte en su trabajo! Porque he tenido la suerte de ser su auxiliar.

HEDDA.—¿Te lo ha permitido?

THEA.—Sí, siempre que escribía algo, quería que trabajase con él.

HEDDA.—Como buenos compañeros, ¿no es eso?

THEA. (Animándose.)—¡Cómo buenos compañeros! ¡Sí, Hedda! Eso es lo que él decía. ¡Oh! ¡Yo debería considerarme tan dichosa! Pero no puedo. No sé si esto podrá durar mucho.

HEDDA.—¿Tan poco segura estás de él?

THEA. (Penosamente.)—Entre Eylert Loevborg y yo se alza la sombra de una mujer.

HEDDA. (Mirándola febrilmente.)—¿Quién puede ser?

THEA.—No lo sé. Alguna que conocería hace tiempo y a quien no puede olvidar sin duda.

HEDDA.—Y… ¿Ha llegado a hablarte de esa mujer?

THEA.—Una sola vez, de pasada, hizo alusión a ese recuerdo.

HEDDA.—Bien, pero ¿qué te dijo?

THEA.—Me dijo que en el momento de la separación ella estuvo a punto de dispararle un pistoletazo.

HEDDA. (Fríamente, dominándose.)—¡Eh! ¡Qué tonterías! Entre nosotros no pasan esas cosas.

THEA.—No. Por eso me inclino a creer que debe ser esa cantante de pelo rojo…

HEDDA.—Es posible.

THEA.—Me acuerdo de haber oído, en efecto, que lleva siempre una pistola cargada.

HEDDA.—Entonces, es ella.

THEA.—Sí, Hedda; pero he sabido que esa cantante está de vuelta. ¡Está aquí! ¡Oh! ¡Es una verdadera desesperación!

HEDDA. (Dirigiendo una mirada hacia el cuarto del fondo.)—¡Chist! Viene Tesman. (Se levanta y dice cuchicheando.) Thea, todo esto debe quedar entre nosotras.

THEA. (Sobresaltada.)—¡Oh, sí, por Dios!

(Tesman, con una carta en la mano, entra por la puerta derecha de la pieza del fondo.)

TESMAN.—Aquí está la carta. No hay más que enviarla.

HEDDA.—¡Muy bien! Pero creo que la señora desea marcharse. Aguarda un poco. Voy a acompañarla hasta la puerta del jardín.

TESMAN.—Oye, Hedda… ¿No podríamos mandar a Berta?

HEDDA. (Cogiendo la carta.)—Voy a dársela.

(Entra Berta por la puerta del vestíbulo.)

BERTA.—El asesor, señor Brack, desea ver a los señoritos.

HEDDA.—Está bien. Que entre el señor asesor. Oiga usted: y luego vaya a echar esta carta.

BERTA. (Tomando la carta.)—Sí, señora.

 

(Vase Berta, después de entrar el asesor. Brack es un hombre de cuarenta y cinco años, bajo, robusto y de movimientos flexibles. Cara redonda, de noble perfil. Pelo corto, negro, con un matiz gris ligerísimo y esmeradamente rizado. Mirada viva, despierta. Cejas muy pobladas y lo mismo la perilla. Traje de paseo, elegante, pero más propio de un joven que de un hombre de su edad. Usa un binóculo que deja caer de cuando en cuando.)

 

BRACK. (Entra con el sombrero en la mano y saluda.)—¿Se permite presentarse tan temprano?

HEDDA.—Se permite. No faltaba más.

TESMAN. (Estrechándole la mano.)—A usted siempre se le ve con gusto. (Presentando.) El asesor señor Brack, señorita Rysing.

HEDDA.—¡Oh!

BRACK. (Inclinándose.)—¡Ah! Celebro mucho…

HEDDA. (Lo mira sonriendo.)—Es tan singular verlo a usted a la luz del día…

BRACK.—Cambiado, ¿no es cierto?

HEDDA.—Sí, un poco más joven, me parece.

BRACK.—Mil gracias.

TESMAN.—Pero ¿qué dice usted de Hedda? ¿Eh? ¿No tiene un aspecto espléndido?

HEDDA.—Vamos, déjame en paz. Lo que has de hacer es dar las gracias al asesor por el trabajo que se ha tomado.

BRACK.—¡Qué niñería! Un verdadero placer.

HEDDA.—Sí, usted es un corazón fiel. Pero dispense. Esta amiga está impaciente por marcharse. Hasta ahora, asesor. Vuelvo en seguida.

(Cambio de saludos. Vanse Thea y Hedda por la puerta del vestíbulo.)

BRACK.—Con que dígame usted: ¿está contenta su señora?

TESMAN.—Sí, no sabemos cómo agradecerle… Habría que hacer, es verdad, algunos cambios. Faltan ciertas cosas. Tenemos en perspectiva algunas adquisiciones menudas.

BRACK.—¡Ah! ¿Sí?

TESMAN.—Pero eso no ha de causarle a usted molestias. Hedda quiere completar lo que falta. Nos sentaremos, si le parece, ¿eh?

BRACK.—Gracias. Un momentito. (Sentándose junto a la mesa.) Quisiera hablar con usted de una cosa, señor Tesman.

TESMAN.—Sí, ya supongo. (Se sienta.) Se trata, sin duda, del lado serio de la fiesta, ¿eh?

BRACK.—¡Oh! La cuestión del dinero no urge todavía. Sin embargo, yo hubiera querido que nos hubiésemos arreglado con más sencillez.

TESMAN.—¡Pero eso no era posible! ¡Piense en Hedda, amigo mío, usted que la conoce también! Yo no iba a tenerla como una mujer ordinaria.

BRACK.—No, no, ese es el punto de la dificultad.

TESMAN.—Sobre qué, a Dios gracias, mi nombramiento no puede hacerse esperar mucho.

BRACK.—Ya sabe usted… esas cosas suelen eternizarse.

TESMAN.—¿Tendría usted por casualidad alguna noticia?

BRACK.—Seguro, nada. (Variando de tono.) Pero, tengo una noticia que darle.

TESMAN.—¿Qué?

BRACK.—Que ha vuelto su antiguo amigo Eylert Loevborg.

TESMAN.—Ya lo sabía.

BRACK.—¿De verdad? ¿Quién se lo ha dicho a usted?

TESMAN.—Esa señora que acaba de salir con Hedda.

BRACK.—¡Ah! ¿Cómo se llama? No he oído bien.

TESMAN.—Es la señora de Elvsted.

BRACK.—Muy bien; la mujer del juez de paz. Con ellos, efectivamente, es con quienes ha estado Loevborg todo este tiempo.

TESMAN.—¡Figúrese usted! ¡He oído decir, con gran alegría, que se ha recuperado totalmente!

BRACK.—Sí, eso dicen.

TESMAN.—Y parece que ha publicado un nuevo libro, ¿eh?

BRACK.—¡Exacto!

TESMAN.—Y el libro ha producido sensación.

BRACK.—Sí, una sensación grandísima.

TESMAN.—¡Qué le parece a usted! Da gusto oírlo. Un hombre de tantas dotes… Y yo que tenía la triste certidumbre que se había ido a pique para siempre.

BRACK.—Eso creía todo el mundo.

TESMAN.—Lo que no comprendo es lo que va a hacer ahora. Porque, en fin, ¿de qué quiere usted que viva? ¿Eh?

(Durante las últimas palabras, ha entrado Hedda por la puerta del vestíbulo.)

HEDDA. (A Brack, con una sonrisita irónica.)—A Tesman le preocupa siempre el saber de qué se vivirá.

TESMAN.—Hija, es que hablábamos de ese pobre Eylert Loevborg.

HEDDA. (Lanzándole una mirada brusca.)—¿Cómo? (Se sienta en el sillón junto a la chimenea, y pregunta con tono indiferente.) ¿Qué le ha sucedido?

TESMAN.—Poca cosa. Hace mucho tiempo que tiró su herencia por la ventana. Él no puede escribir un nuevo libro cada año. ¿Eh? Pues por eso me pregunto qué va a ser de su persona.

BRACK.—Quizá yo podría decírselo a usted.

TESMAN.—¡Ah!

BRACK.—Recuerde usted que tiene parientes de bastante influencia.

TESMAN.—¡Ay! Sus parientes le volvieron la espalda.

BRACK.—A pesar de eso, antes lo miraban como la esperanza de la familia.

TESMAN.—¡Sí, antes! Pero todo lo ha echado a perder con sus propias manos.

HEDDA.—¿Quién sabe? (Con una leve sonrisa.) ¿No le han regenerado allá, en casa de los Elvsted?

BRACK.—Y luego, ese libro que ha publicado…

TESMAN.—Sí, sí. Haga Dios que vayan en su auxilio de una u otra manera. Precisamente acabo de escribirle. Oye, Hedda, le he rogado que venga a casa esta noche.

BRACK.—Pero, querido, esta noche viene usted a cenar conmigo. Me lo prometió usted en el desembarcadero.

HEDDA.—¿Lo habías olvidado, Tesman?

TESMAN.—Confieso que sí. Lo había olvidado.

BRACK.—Aparte de todo, puede usted estar segurísimo que no vendrá.

TESMAN.—¿Por qué cree usted eso? ¿Eh?

BRACK. (Se levanta lentamente y pone las manos sobre el respaldo de la silla, después de dar la vuelta.)—Querido Tesman… Y usted también, señora… Yo no puedo consentir que ustedes ignoren una cosa… una cosa que…

TESMAN.—¿Qué se refiere a Eylert…?

BRACK.—Sí, a usted y a él.

TESMAN.—¡Veamos, querido asesor, veamos! Diga usted.

BRACK.—Conviene que se haga usted a la idea que su nombramiento puede no venir con toda la rapidez que usted desea y espera.

TESMAN. (Sobresaltado.)—¿Hay algún obstáculo? ¿Eh?

BRACK.—Puede que tenga usted que entrar en concurso para obtener la plaza…

TESMAN.—¡En concurso! ¡Habráse visto, Hedda!

HEDDA. (Arrellanándose más en el sillón.)—¡Oye, oye!

TESMAN.—Pero ¿con quién he de concurrir? ¿No puede ser con…?

BRACK.—Justamente. Con Eylert Loevborg.

TESMAN. (Juntando las manos.)—¡No, no, es inconcebible! ¡Es imposible! ¿Eh?

BRACK.—¡Hum! Y, sin embargo, quizá sucederá.

TESMAN.—No; pero oiga usted, sería una falta inaudita conmigo. (Accionando.) ¡Ya ve usted que soy un hombre casado! Hedda y yo nos hemos casado, contando con esa perspectiva. Hemos gastado mucho dinero. Hasta hemos recibido prestado de tía Julia. Porque, en fin, Dios mío, me habían prometido casi esa plaza. ¿Eh?

BRACK.—Vamos, vamos, la plaza no se le escapará. Estoy seguro. Sólo que tendrá usted que concurrir para obtenerla.

HEDDA. (Inmóvil en su sillón.)—Pero, Tesman, eso es una especie de competición.

TESMAN.—Vamos, querida Hedda, ¿cómo puedes mirar esto tan indiferente?

HEDDA. (Sin cambiar de tono.)—No es verdad. Aguardo el resultado con el mayor interés.

BRACK.—En todo caso, señora, bueno es que usted esté al corriente. Quiero decir, antes de empezar las compras menudas que proyecta, según me dicen.

HEDDA.—No tiene que ver nada lo uno con lo otro.

BRACK.—¡Ah! Eso es otra cosa. Adiós. (A Tesman.) Esta tarde, de paseo, vendré por usted.

TESMAN.—Sí, sí. ¡Ah! Ya no sé lo que me pasa.

HEDDA. (Alargando la mano a Brack, sin cambiar de postura.)—Adiós, asesor. O, más bien, hasta luego. Bienvenido.

BRACK.—Mil gracias. Adiós, adiós.

TESMAN. (Acompañándolo hasta la puerta.)—¡Adiós, mi querido asesor! Tiene usted que dispensarme…

(Vase Brack por la puerta del vestíbulo.)

TESMAN. (Volviendo hacia el fondo.)—¡Ay, Hedda! Nunca debería uno meterse en aventuras. ¿Eh?

HEDDA. (Mirándolo y sonriendo.)—¿Lo dices por ti?

TESMAN.—Sí, Hedda. Por qué negarlo. Aventura es casarse como nosotros lo hemos hecho y edificarlo todo sobre simples esperanzas.

HEDDA.—En eso quizá tienes razón.

TESMAN.—¡Ea! Por lo pronto nadie nos quitará esta deliciosa casa. Mírala… ¡la casa con la que soñábamos juntos! Y aún puedo añadir que anteriormente nos entusiasmaba. ¿Eh?

HEDDA. (Levantándose lentamente, con apariencias de fatiga.)—Convinimos, en que haríamos vida de sociedad, que recibiríamos gente…

TESMAN.—¡Y Dios sabe si me alegraba yo! Pues, si sólo con pensar en verte hacer los honores de la casa en medio de un círculo selecto… ¿Eh? Sí, sí, sí. De modo que hasta nueva orden tendremos que aislarnos, Hedda, tendremos que vivir solitos. Nada más que la tía Julia alguna que otra vez. ¡Ah, querida mía! ¡Tú que hubieras debido llevar una existencia tan diferente… tan completamente diferente…!

HEDDA.—Claro esta, que no se trata de tener en seguida un criado con librea.

TESMAN.—¡Ay, no! Un criado… ya ves… no puede pensarse en tal cosa.

HEDDA.—Y, ¿ese caballo de silla que yo me esperaba…?

TESMAN. (Asustado.)—¡Un caballo de silla!

HEDDA.—Ahora no me atrevo siquiera a pensar en eso.

TESMAN.—¡Ah, ya lo creo que no!

HEDDA.—¡En fin! Siempre me quedará alguna cosa para entretenerme entre tanto.

TESMAN. (Radiante de alegría.)—¡Bendito sea Dios! ¿Y el qué, Hedda?

HEDDA. (Cerca de la puerta, mirándolo con una burla disimulada.)—Mis pistolas, Jorge.

TESMAN. (Con inquietud.)—¿Tus pistolas?

HEDDA. (Con una mirada fría.)—Las pistolas del general Gabler.

(Vase por la puerta izquierda de la pieza del fondo.)

TESMAN. (Corriendo detrás, le grita desde la puerta.)—¡Querida Hedda! ¡Dios mío! ¡Por favor, no toques esas armas tan peligrosas! ¡Hazlo por mí, Hedda! ¿Eh?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Te puede interesar

eternidad

 

La vida vibrante entrando a borbotones; barriendo toda duda.

seis de corazones

 

Pero si lo piensas
con ese amor que sigue latiendo, cuando
el corazón deja de latir