isabel bono

 

diario del asco

 

 

Tusquets Editores

2020

 

 

 

Asco. Aversión. Rechazo. Tedio. Hastío. Desapego. Repugnancia. Una a que suena a grito. Una ese que te asfixia.

Una /k/ que te deporta al hoyo de la o, situado a varios metros de uno mismo.

 

Ese uno mismo —el ceniciento protagonista— se mueve a trompicones sin motivos para seguir vivo. ¿Por qué?

Por lo ya insinuado entre estas líneas: a su alrededor, todo es un ASCO.

 

Madre muerta, padre enfermo, novia muerta, hermano extraviado. La novela comienza con un índice alentador:

‘Cero, Uno, Dos, Cero’. Entramos y salimos con algo próximo al vacío que bordea el libro.

«Quien venga buscando un bonito relato sobre el amor filial que se largue». Exacto.

 

 

La extrañeza de los hechos y su narcótica realidad. El desánimo generalizado, esa pesadez que tira de nosotros como

una ley física. La heredada indiferencia familiar, con su falta de impulso y su desprecio al placer, que tan maltrechos

deja a los hijos. Se vomita miedo, desventura, soledad. Se vomitan estrecheces y renuncias. El sentido se busca demasiado tarde.

 

«La vida, un incordio más».

 

La voz y el tono avanzan sin sobresaltos, arrastrando el hartazgo y abandono del protagonista. Si los datos son hechos

medidos, los acontecimientos de este Diario del asco se reparten con el tacto suficiente para no saturar de sinsabores

al lector. El texto abunda en preguntas que extiende como prendas al aire. Vivir despiertos lastima; una de las funciones

del asco, puede ser, precisamente, alejarnos de lo que nos hiere.

 

 

En ese horno de enfermedades que es la familia, con el espíritu arruinado, Mateo se refugia en el suicidio. Concomido

por la culpa y la sensación de encontrarse siempre en el lugar equivocado, no se decide. No saber elegir es en parte

desconocer quién se es, una disfunción del deseo que se amplifica frente a los otros. «¿Por qué nos cuesta tanto admitir que hay

personas a las que, a pesar de haber disfrutado de la vida, no les compensa y preferirían no haber nacido?».

 

 

Bono no evita sumergirse en la poesía, que se inmiscuye en esta historia como una actora más. Conviene, en determinados

momentos, oprimir el texto entre el paladar y la lengua. Sentir la náusea, los fantasmas, el nihilismo. Borrar todas nuestras

direcciones y proyectos. Y, a continuación, tragar con fuerza.

 

 

En su ensayo Sobre la locura, Fernando Colina dice que «una vida sin una muerte en el horizonte no es vividera».

Los mundos de Isabel Bono perturban, no se conforman con recrear una costa cálida. Quizá morirse de asco sea la única

manera de largarse sin espanto ni parafernalias. La cuestión de por qué seguimos en pie sigue pidiendo respuestas convincentes,

lejanas por el momento.

 

 

Poco claras quedan ciertas repeticiones (páginas cincuenta y ciento cincuenta y uno, ciento cuarenta y siete, ciento noventa y siete…).

¿Son despistes? ¿Aparecen aposta? Extraña se antoja también la irrupción de Micaela, vecina adolescente cuyo papel

se muestra crucial para el relato aunque nos deje dubitativos su verdadero peso.

 

Coincidí con Bono en el umbral de la Universidad de Málaga, en las navidades del año diecisiete.

Ella no pudo verme (no me conoce). Hacía un día espléndido.

 

 

Diario del asco (Tusquets Editores, 2020) | Isabel Bono | 248 páginas

 

 

 

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