jenaro talens: poética

 

 

 

Algo que no es una poética

 

 

 

¿Cómo hablar de la mentira sin, por ello, mentir? Lo que más me
atrae de lo que, comúnmente, la crítica convencional y la mayoría de
los escritores llamamos teoría es que, confundida con la hermenéuti-
ca, casi siempre es falsa. Para alguien que, como yo, ha hecho de la
convivencia con esa práctica de la mentira una profesión, resulta, sin
embargo, complicado, cuando no contradictorio, utilizarla de forma
instrumental para su aplicación a la práctica de la propia escritura po-
ética. En efecto, la poesía nunca miente; y no por deseo de sinceridad
de los poetas, sino por principio. Incluso en aquellos casos de más fla-
grante voluntad de desviar la atención del lector, la verdad se inscribe
sintomáticamente en el poema.

 

 

 

En un texto de 1979 que lleva mi firma puede leerse lo siguiente:
«tengo prevista toda mi desnudez/ en ella me oculto sin vacilaciones/vuelto
palabras claras y precisas».Él no mentía al escribirlo. Porque, ¿qué yo,
de entre la multitud cambiante que forma esa entidad ficticia, podía asumir
tal afirmación? No quien gozaba, sufría o arrastraba su vivir cotidiano
en el terreno de lo real, sino la articulación de máscaras que constituye
mi realidad, es decir, mi imagen.

 

 

Cuando, en ocasiones como la presente, se me ha pedido que hable
de la concepción del mundo que subyace en los poemas escritos por
mí me resulta difícil responder. En otro tiempo lo hice y, a veces, con
extremada imprudencia y temeridad. Hoy soy más cauto, tal vez por-
que conozco los riesgos de que los demás conviertan en testimonio de
claridad lo que no son sino balbuceos propios de la contradicción de
ser juez y parte. Necesariamente, pues, siempre he debido hablar desde
mi propio sistema de escritura; y, aunque, como dijo alguien, los aná-
lisis correctos no impliquen valores, también desde una escala de va-
lores que asumo como propia. No en vano, si he seguido durante años
manteniéndome fiel a una forma de entender la poesía no siempre
acorde con los gustos mayoritarios, ello se debe a que, equivocado o
no, creo haber tenido claro lo que no quería hacer. Esa mínima cohe-
rencia, exigible a todo el que anteponga, como prioritaria, la práctica
poética al escaparate social que comporta el «ser escritor», no es gra-
tuita sino que responde a una opción, concreta y definida, frente al
trabajo de escribir.

 

 

 

Hablo, pues, no de, sino desde mis poemas. En ellos, al menos eso
creo, resulta explícita la problemática que ahora me ocupa. No se trata
de explicarme ni de explicar los textos que llevan mi nombre. Obvia-
mente un escritor no puede plantearse tamaña empresa. En primer
lugar porque si es capaz de contar lo que dice un poema, resulta evi-
dente que ese poema es redundante, y, en consecuencia, sobra. En se-
gundo lugar porque la función lectora que asume ese complejo dispo-
sitivo que llamamos autor no le otorga ningún privilegio respecto a
cualquier otro lector, puesto que autoria no implica propiedad priva-
da del sentido. No creo, por otra parte, que pueda explicarse —tradu-
cirse– una experiencia surgida de la confusión desde un discurso
como el teórico construido sobre una (pretendida) base de racionali-
dad. En efecto, un escritor no debe dar interpretaciones de su propia
obra, de lo contrario no habría escrito un poema que es, en si mismo,
una máquina de generarlas, sino un ensayo.

 

 

 

Si que puede, por el contrario, tener algún sentido exponer, no
tanto mi visión de lo que escribo, cuanto la conciencia con que qui-
siera colocarme en una determinada posición para hacerlo; en una pa-
labra, hablar, no de los poemas, sino del lugar desde el que hablo (o
pretendo hablar). Es así como entiendo el trabajo teórico: un trabajo
que no explique resultados sino que, por el contrario, describa meca-
nismos y dispositivos, buscando en el análisis del sistema relacional en
que consiste todo discurso, dónde se sitúa el lugar que nos habla, sin
necesariamente hablar de nosotros, en esa imposible intersección entre
una subjetividad y una objetividad que nos configura sin que las con-
trolemos, y de las que no nos podemos desprender.

 

 

 

Supongamos que hablo de la utilidad práctica de la poesía. Siem-
pre me han sorprendido los escritores que están absolutamente segu-
ros de lo que hacen. La voluntad con que acometen una empresa tan
arriesgada y aleatoria, a sabiendas, desde un principio, de lo que quie-
ren decir, cómo y a quiénes, me parece admirable, pero, al mismo
tiempo, incomprensible. Entiendo la alegría con que manifestaciones
de ese tipo son acogidas entre los que Cernuda llamaba críticos de la
poesía nuestra contemporánea. No hay nada más reconfortante que
un púlpito aderezado con citas de autoridad. Y la palabra segura de un
poeta suele serlo, sobre todo cuando la crítica no se arriesga por el res-
baladizo territorio de la interpretación, prefiriendo la simple expresión
de juicios valorativos sólo avalados por el poder o el prestigio que co-
rresponda a quien o quienes los formulan. Seguramente, más que una
toma de posición teórica, sea sencillamente, una incapacidad mía para
asumir tamaña ambición. En primer término, porque si alguna vez
tengo algo claro respecto a algo, lo último que se me ocurre es poner-
me a escribir. Mal o bien, prefiero vivir el tiempo que me toca a gas-
tarlo en juntar unas palabras con otras. En segundo término, porque
no creo que la poesía ocupe ningún lugar; o lo que es lo mismo, creo
que su lugar es precisamente un no-lugar.

 

 

¿Por qué, pues, escribo? La única respuesta que se me ocurre es por-
que lo necesito. Algunos llaman a esa sensación con nombres diversos:
inspiración, fuerza oscura, búsqueda del placer estético. Yo la deno-
mino con la única palabra que, en mi caso, le hace justicia: descon-
cierto. Escribo cuando el desasosiego no puede ser controlado por la
razón y desconozco lo que ocurre, y con la única finalidad de descu-
brirlo. En efecto, analizando lo que digo, puedo intervenir en lo que
hago y así resolver los problemas allí donde se producen, en la vida
real, no en el espacio muerto de la literatura. Expresado en estos tér-
minos tal vez pueda entenderse en mis palabras un punto de exagera-
ción, pero, de hecho, nada hay más cercano a la verdad. Nunca he
confiado en el valor de ese intercambio de imágenes que constituye la
farsa de la comunicación, ni he pretendido que alguien que no co-
nozco me entienda. Si ni siquiera yo mismo puedo acceder a menudo
a lo que siento, ¿cómo aspirar a que lo haga alguien del que me sepa-
ran no sólo la distancia geográfica o cultural, sino incluso el irreducti-
ble muro de su alteridad? Por lo demás, las historias que cada uno vive
como trascendentes en su unicidad se parecen tanto todas entre si que
resultaría no sólo pretencioso sino ridículo pensar que el relato de la
propia vida pueda tener algún interés para alguien. Sin embargo, la
lectura de poemas firmados por otros nombres me han ayudado a en-
tenderme (lo que no significa necesariamente que por ello yo com-
prendiera a quienes los escribieron) en la misma medida que los míos.
Cuando eso ocurre no siento la necesidad de escribir; me basta con
leer. Quizá no resulte pretencioso suponer que a otros les pueda ocu-
rrirles otro tanto con los míos, y por eso los publico. Ahí radica, en mi
opinión, la utilidad práctica de la poesía. Un poema nunca derribará
un muro, pero sí puede hacer que alguien asuma como necesaria la
tarea de intentarlo con sus propias manos. Un poema es un análisis en
estado bruto, siempre racionalizable a posteriori, y, como tal, una pro-
puesta para la acción. Le reste est bavardage.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

antología consultada
de la poesía española

el último tercio del siglo
1968-1998

volumen CCCC
colección visor de poesía
visor madrid 1998

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