jesús quintero y antonio gala

13 noches

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A Joana Bonet Camprubi

 

noche duodécimalos pecados capitales, españa y los

 

españoles

 

                    —España, ¿tragedia, comedia o drama?

            —Farsa.

 

[ezcol_2third]    

            —Gala, ¿de cuántos pecados capitales se acusa?

            —¿Usted sabe los pecados capitales?

            —Creo que sí, con un poco de esfuerzo…

            —Con un poco de suerte, querrá decir…

            —El primero, soberbia.

            —Pues no, soberbio no soy.

            —¿Contra soberbia?

            —Humildad. A lo mejor, tampoco soy humilde. Pero soberbio, desde luego, no soy.

            —El segundo, avaricia.

            —No, la avaricia a mí me parece un pecado capital totalmente ridículo. El amor al dinero por el dinero, a la acumulación de bienes, me recuerda a un señor que coleccionase microondas, ¿no? Es una cosa absurda. Es como un impotente que se casa con la mujer más guapa del mundo.

            —¿Contra avaricia?

            —Largueza… Pero estábamos hablando de pecados, no de virtudes… capitales.

            —Sí, pero en el pecado va la virtud.

            —No, en el pecado va la penitencia.

            —Bueno… ¿Cómo anda usted de ira?

            —Bien, gracias. Sobradamente bien. Pero no tanto como para decir: mi vida entera es la ira. No. Mi vida entera es el amor de mis semejantes. Lo que sucede es que ese amor me produce muchas veces ira. Lo que el fundador del Opus Dei, en el librillo ese llamado Camino, llamaba la santa ira. No tan santa, pero es una ira amorosa.

            —¿Contra ira?

            —Paciencia. Soy paciente, eso sí. Pero hasta un límite… Se está usted dejando la lujuria.

            —Y la gula.

            —¡Y la envidia!

            —Y la pereza.

            —¿La pereza? No, soy un gran trabajador. La gula no me atañe, tengo el estómago hecho polvo. ¿Cómo voy a ser yo guloso? No puedo. Y lujuria… Pues durante muchos años creí que era más bien ardiente, ¡fíjese usted qué cosas! Y ahora, mirando para atrás, me doy cuenta de que he sido más bien… un frigorífico.

            —De la envidia vamos a hablar más detenidamente, porque no en vano es nuestro pecado nacional, no el suyo ni el mío, sino el de los españoles, según dicen. ¿Quizá somos envidiosos porque la riqueza en España siempre ha estado mal repartida?

            —Es doloroso pensar que la envidia es uno de los pecados nacionales. Doloroso y exacto. Pero no creo que lo sea por el reparto de la riqueza: eso engendra otros movimientos sociales y más justos… Lo mejor que podemos hacer es encararnos con la realidad. Cuando se hizo la Reconquista (durante ocho siglos, que no son pocos) los cristianos del norte bajaban al sur por dinero, traduciéndolo en una sola palabra. Envidiaban una forma de vida que era más gozosa que la suya: perfumes, baños, ropas ligeras, climas venturosos…, todo lo que para ellos era pecaminoso, sencillamente porque no lo tenían.

La envidia mayor siempre consiste en llamar enemigo al que tiene lo que nosotros deseamos o lo que nosotros tenemos en menor medida, y procurar acabar con él. En realidad, la Reconquista no consiguió casi nada; los pobres siguieron siendo pobres. El Descubrimiento de América quizá nos hubiese hecho de otra forma. Había que dar salida a aquellos héroes fatigados, dándoles una oportunidad de que se fueran de la casa para que no alborotaran mucho en ella. En el siglo XVII las diferencias sociales eran terribles y la envidia, por tanto, terrible.

Lo que sucede es que los envidiables eran muy pocos. El siglo XVII se apoya todo en: o toma o pide; es decir, en roba o en halaga. Y luego, al irse produciendo una cierta nivelación de la riqueza, los envidiados eran más y los envidiosos también, quiero decir más envidiosos. El pueblo empezó a envidiar y a imitar a la burguesía y la burguesía empezó a imitar, primero, a la aristocracia de la sangre y, luego, decididamente, a la aristocracia del dinero. Y, en el fondo, todos ahora intentan parecerse a quienes tienen dinero.

            —Envidiamos, sobre todo, el dinero, ¿no?

            —Sí, esa es la envidia más notoria; pero en España la envidia llega hasta la muerte. Es decir, en España, los honores póstumos se otorgan por merecimientos que se habían hecho en vida, pero que no fueron reconocidos por pura envidia. Hay un verso de Rosalía de Castro que, hablando de España y de los españoles, dice: «Llora a mares su muerte, / les cose la mortaja / y les hace las honras / después de que los mata». Eso es un producto de la envidia nacional.

            —Pero parece que ya nadie envidia la inteligencia, la sabiduría, el talento; sólo el dinero.

            —Bueno, no se envidian las cualidades humanas, las cualidades del alma, sino el dinero que se pueda ganar con ellas. Se envidia la inteligencia si es productiva, o la belleza porque es productiva. Ya lo único que se envidia es el dinero mismo, en sí mismo, ni siquiera lo que puede conseguir el dinero, sino el dinero, a la descarada. Es verdad.

            —Hay una definición terrible de la envidia…

            —«Tristeza del bien ajeno». Me parece una definición colosal. Que el bien ajeno nos produzca tristeza da un poco de escalofrío y justifica un poco la etimología. Envidia viene de invidere, es decir, de mirar mal, de ver mal. Por eso está tan relacionada con el mal de ojo. El mirar de través, el mirar de soslayo y el hacer mal de ojo. «Me ha mirado mal», se dice, «ha mirado mal a tu niño». El temor al mal de ojo. La envidia es muy rara porque empieza como por un silencio, como por un desentendimiento de las cualidades buenas de los otros. Un no hablar de ellas, a ver si así conseguimos que no existan, que ellos no sean mejores que nosotros. Luego da un pasito más y se convierte en la crítica desaforada, la hipercrítica, la crítica dura, el no reconocer. Y, por fin, se convierte en la calumnia, en la difamación, que tanto y tanto mal ha hecho en España, que es un país que ha vivido del qué dirán durante tantos siglos. La opinión ajena, la mala opinión ajena. Todo lo transforma ese pecado. Porque todos andamos con la barba en el hombro, a ver si podemos pasar inadvertidos delante de los malos ojos del envidioso.

            —Qué tremendo, ¿no?, tristeza del bien ajeno… Cómo debe sufrir un envidioso…

            —El envidioso lleva en el pecado la penitencia. Es un ser que está lleno de rencor, de resentimiento, de frustración. Es un ser capaz de delaciones, de competitividades llenas de zancadillas. Es un ser amargado, dolorido, encapotado, porque todo su alrededor lo invita a la envidia. Porque para envidiar no se necesitan grandes metas, ni lo envidiado tiene por qué ser grande. Se puede envidiar un pequeño collar o una pequeña silla, da igual al envidioso.

            —¿No tiene nada positivo la envidia?

            —Hombre, se habla a veces de la envidia sana…

            —¿Su envidia, señor Gala, es sana?

            —Yo no entiendo la envidia. Me pasa como con el terrorismo: no sé por qué, no la calculo. Por mi profesión, he conocido maldades, y la literatura se ha apoyado muchas veces en la maldad humana, en la estupidez humana, en la ambición humana y en el egoísmo. Pero la envidia siempre me ha parecido algo muy confuso. No la entiendo y, por tanto, no puedo envidiar. Yo soy muy admirativo.

Se me sorprende con facilidad y me da una gran alegría que alguien acierte. No sé si es por generosidad o simplemente por admiración a la obra bien hecha. A mí también me gusta hacer la obra bien hecha, pero reconozco mucho cuando la hacen los otros. Incluso me enriquece mucho una obra que está a punto de estar bien hecha, porque entonces yo, que técnicamente estoy dentro de ella, procuro sacar partido de esa falta de un centímetro o de un gramo que todavía le falta para ser perfecta. No envidio.

            —¿Y qué cree que le envidian los que lo envidian?

            —Los primeros que descubrieron que la envidia me podía hacer mucho daño fueron los videntes; esos videntes que hay por doquier en la actualidad. Me decían: «Tenga usted cuidado porque está rodeado de envidiosos». Entonces yo me preguntaba: ¿Cómo me pueden envidiar a mí? Soy una persona de una mala salud horrenda; soy cabeza de una familia inexistente; no tengo más que perros; llevo mi obra a trancas y barrancas, con muchas dificultades; no tengo un amor importante, ni amores menos importantes siquiera; he renunciado a la felicidad por la serenidad; estoy envejeciendo de una manera horrorosa… Entonces ¿por qué coño me envidian? No lo entenderé jamás.

            —Quizá por su pico.

            —¡Ah!, por el pico… Entonces tendré que comprar una pala para acompañar al pico.

            —En cualquier caso, ¿el sentirse envidiado le preocupa o le halaga?

            —Dicen que cuando una persona se queja de que es envidiada es que está publicando que merece provocar esa envidia; es decir, se está incensando un poco. Pero ya he dicho que la envidia no necesita grandes cosas para producirse. El hombre es un ser bastante incompleto. Entonces, si hay alguien un poco más completo, ya es susceptible de ser envidiado. El envidioso yo creo que es una personalidad un tanto inmadura; tiene falta de firmeza, tiene falta de desarrollo, tiene un cierto sentimiento de inferioridad, una carencia de adecuación entre la edad que tiene y la edad mental. ¿Cómo me voy yo a sentir halagado por la envidia de un medio imbécil? Pues no, no me halaga nada. Incluso antes descreía de ser envidiado. Ahora, alargo unos centímetros la mano y toco la piel mucilaginosa de la envidia.

            —¿Cómo reacciona usted ante las críticas? ¿Piensa que son producto de la envidia?

            —Siempre he dicho que si yo tuviese una total confianza en un crítico procuraría ponerle piso y visitarlo con una frecuencia extraordinaria. Porque no hay nada que agradezca más un creador que una orientación fuera de él; alguien que le diga: por ahí vas bien, o esto no lo estás haciendo bien, o te estás desencaminando. Yo agradezco mucho la crítica cuando respeto al crítico, que no es siempre, por descontado.

            —Lo que más tremendo me parece de la envidia es que el envidioso goce más con el fracaso del otro que con el éxito propio.

            —Sí, hay un refrán que dice: «Pedro, poco medrarás si yo medro». El otro día me subí a un taxi y el taxista, conversador, me dijo: «Mire usted, don Antonio, yo no es que sea muy sevillista, lo que a mí me pasa es que soy completamente antibético, y esta semana puede suceder que gane el Sevilla, y ese triunfo del Sevilla va a beneficiar al Betis. Pues mire usted, para no beneficiar al Betis, lo que yo quiero es que pierda el Sevilla». España siempre ha sido un poco maniquea, ¿no? Cuando en España se ha dicho «viva Joselito», lo que se ha querido decir es «muera Belmonte». El envidioso prefiere sacrificarse él, perder un dedo con tal de que el otro pierda la mano. Eso está clarísimo. Y no descarto que prefiera perder la mano con tal de que el otro pierda un dedo.

            —Decimos que los españoles somos envidiosos. Pero seguramente no sólo los españoles, todos los hombres son envidiosos.

            —Si decíamos antes que el hombre es un ser incompleto y todo hombre lo es bastante, ¿cómo no va a sentirse llamado un poquito a envidiar a los demás? Fíjese usted si todos somos envidiosos que somos envidiosos hasta de nuestro pasado. La hierba de ayer era más verde que la de hoy siempre. Y la hierba del vecino, mucho más verde que la nuestra, por supuesto. La envidia está llenando los rincones con un extraño aire fétido, y respiramos envidia. Yo soy envidiado por gente que desconozco, por escritores que escriben en otros idiomas. No se trata sólo de un pecado nacional: ni en eso podemos ponernos moños.

            —¿Se han estudiado, Gala, los efectos físicos y psicológicos de la envidia?

            —Los efectos físicos son terribles. Son gente ictérica, un poquito amarillenta. Y, por supuesto, los efectos morales son desastrosos. Desastrosos porque, en el fondo, el envidioso está lleno de amor a sí mismo, pero al mismo tiempo se desprecia, puesto que sabe que envidia. Esa contradicción de amar y despreciarse al mismo tiempo es muy dura, y produce unos efectos devastadores moralmente. No en vano Kierkegaard definió la angustia como el temor de lo que se desea.

            —Debe de ser terrible, porque yo no conozco a ningún envidioso que presuma de serlo.

            —Yo tampoco. Pero es lógico porque la envidia es un pecado inconfesable. Si se confesara se transformaría casi en un homenaje a alguien, y hasta ahí podíamos llegar… La envidia implica y aún proclama la propia descalificación, la propia manquedad, la propia insuficiencia, y nadie confiesa eso. Envidia el que carece de algo; si lo reconoce está pregonando una carencia. Realmente, la esencia de la envidia es secreta.

            —Estamos hablando de los españoles porque hablamos de la envidia. Pero supongo que los españoles no somos sólo envidia, que tendremos también alguna virtud.

            —Tenemos todas las virtudes que nos dejan la envidia y ese otro defecto de los malos modales. Los malos modales, en España, significan un mal más hondo. El español, cuando sabe que no tiene la razón, es cuando habla más fuerte y cuando pisa más fuerte, si puede, al enemigo. Es decir, aquí se descalifica al lucero del alba y, como estamos siempre a dos dedos de la afrenta, antes de que nos llegue a nosotros, nos adelantamos. Hasta los golpes de Estado se dan aquí con una alpargata. España no es un país todavía (¡ojalá empiece a serlo!) de finuras, sino de brochazos, y quizá por eso tenemos buenos pintores.

No es un país de sutilezas, sino de caricaturas, y por eso quizá tengamos escritores magníficos de un humor desaforado y cierto, y no es un país de ironías, sino de puñetazos más o menos dialécticos. A mí no me gusta eso que, como excusa, se dice: «Son cosas de España», porque las cosas de España son un extraño batiburrillo en que se confunde lo popular con la grosería, el folklore con la chabacanería, la democracia con la insolencia, el gobierno con la arrogancia, y lo moderno, permítame decírselo, con lo despreciable.

            —Ya que estamos, ¿le importa que hablemos a fondo de España, señor Gala?

            —No, todo lo contrario. Es como si me hablara usted de mi novia.

            —¿Qué es para usted España?

            —Para mí, de todo corazón, España es un estado de ánimo. España es una geografía, España es una historia, pero España, sobre todo, es un amor. Si tuviese que definírselo a un europeo, le diría que España es el rabo sin desollar de Europa. Porque está ahí, lejos de Europa, no rodeada de Europa; entre su propio destino, un poco en el Finisterre, y por eso me gusta más, ¡qué coño!

            —¿España es una?

            —Costó muchísimo trabajo hacerla una, y no sé si se hizo bien. También cuesta trabajo mantenerla unida, pero yo quiero pensar que sí se mantendrá. El mal estuvo en que los Reyes Católicos hablaron de unión, como algo hecho ya y casi funeral, en lugar de hablar de unidad, que implica un proceso continuo, un esfuerzo compartido, un deseo en marcha.

            —¿España es grande?

            —A la vista está.

            —¿España es libre?

            —Hay opiniones, señor Quintero, pero España supongo que somos todos los españoles. Y hay unos más libres que otros.

            —España somos todos los españoles, pero ¿sigue habiendo dos Españas?

            —No, el mito de las dos Españas ya ha terminado; hay muchas más, pero todas tienen que caber en ésta, y eso es lo hermoso. Hemos hecho por separado cosas magníficas, hemos hecho juntos cosas mejores, y peleándonos entre nosotros también hemos hecho cosas buenas. Me parece que el nombre de España ya puede decirse en altísima voz, no como aquella perífrasis que durante tantos años nos obligamos a nosotros mismos a decir, medio entre dientes: «este país —decíamos—, el Estado español»… No, digamos España. Digámoslo.

            —España, ¿tragedia, comedia o drama?

            —Farsa, un género muy gracioso, extraordinariamente malintencionado, lleno de humor, de sarcasmo, la Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán, por ejemplo. Así veo a España y a los españoles, que se incluyen de una manera tan natural en la farsa, como si hubiesen leído previamente el texto y se lo hubiesen aprendido de memoria.

            —¿Hemos dejado de ser «la reserva espiritual de Occidente»?

            —Bueno, usted todo eso lo pregunta en guasa, y a mí no me gustan esas preguntas en guasa. Ahora somos la reserva ornitológica de Occidente, de todos los pájaros de cuenta habidos y por haber, y estamos contentísimos. Somos como el Doñana del mundo.

            —¿De qué entiende más el pueblo español, Gala: de ética o de picaresca?

            —Usted cree que yo voy a contestar que de picaresca, pues no, no es verdad. Entiende más de ética. Lo que pasa es que practica la picaresca y siempre la ha practicado. En su tierra, que no deja de ser la mía, aunque a usted le pese, hay una soleá que dice: «Yo no quiero ser ladrón, / pero a robarle al gobierno, / me tira la inclinación». Un pueblo así, que ha tenido que sobrevivir en tan adversas y hostiles circunstancias, ¿cómo quiere usted que se fije más en la ética que en la picaresca? Es pícaro, pero sabe que está actuando en contra de la ética. El pueblo español tiene un concepto moral hondísimo. Sabe perfectamente cuándo infringe, pero infringe. Qué le vamos a hacer.

            —Pero la corrupción forma parte de nuestras costumbres, ¿o no?

            —Para desgracia común, sí. No hay nada que pueda producir un contagio tan grande como algo que desciende de las alturas, porque contagia a todos. Si esto es una pirámide y el vértice de la pirámide es corrupto o es arrogante, resbalará por los lados de la pirámide la corrupción y la arrogancia, y nos llenará a todos, desde un ministro hasta un portero, desde un presidente hasta un ujier. Y se transformará, como se ha transformado, en una enfermedad crónica de la que tenemos que salir.

            —Puesto a elegir, ¿no habría preferido nacer en otro país?

            —No conozco otra vida, no conozco otra patria, no conozco otro anhelo. No voy a decir eso de que «me duele España» porque no me duele, porque la amo gozosamente y espero en ella, estoy bien en ella y será difícil que me echen, aunque ya lo han intentado.

            —Y yo que creía que usted, de mayor, quería ser norteamericano…

            —Pues ya que me lo dice, no. No me gustaría. Norteamérica me parece un paraíso un poco indeseable.

            —España es un país de extremos, ¿no? O sanchos o quijotes, o héroes o villanos… El punto medio nos cuesta encontrarlo…

            —Pues, a la larga, se encuentra. Fíjese usted: cuando se está muriendo el Quijote, él recobra la razón y el que la pierde es Sancho, que lo está invitando a salir por tercera vez. La mística Santa Teresa se apea del éxtasis para darle una vueltecita al arroz de la cena, y Juan el Empecinado, que es uno de los grandes héroes de la historia de España, es al mismo tiempo uno de los grandes villanos. Es decir, hay un momento en que todo acaba fundiéndose.

            —El Alcalde de Zalamea, don Juan, Carmen… ¿siguen siendo prototipos de lo español?

            —No sé qué decirle. Por fuera, todavía. Yo escribí una Carmen que al poco tiempo estaba en el Japón. Es decir, siguen funcionando los mitos nuestros de «al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». No obstante, también están cundiendo, por fuera y por dentro, otros mitos, como el escudero que se salpicaba la barba de migas para que creyera todo el mundo que había comido, y no había comido, o esos buscones, truhanes, buscavidas y lazarillos, todos esos picaros que en este momento están haciéndole la competencia a los quijotes, a los sanchos, a los don juanes y a las doñas cármenes, y sobre todo a Monipodio.

            —Los españoles somos trágicos, ¿no?

            —Sí, quizá nos tomamos la vida demasiado en serio. Pero es que la vida es para tomársela en serio. En realidad, Unamuno hablaba del «sentimiento trágico de la vida» y tenía razón, porque entendemos la vida como una agonía, como una lucha, en el estricto sentido. Y es que tampoco nos ha ido tan bien a los españoles como para no entender así la vida, como para no tomárnosla en serio. El español no es un ser alegre.

La fiesta de los toros, por mucha campanilla que le pongamos y mucha mulilla y mucho cascabel y mucho colorido, es una fiesta demasiado seria: es una ceremonia ritual de riesgo y muerte: «Muera el hombre y viva el nombre» era un lema frecuente. Morir es el paso que precede a vivir en el recuerdo ajeno, es decir, en la fama. Entendida, desde luego, en un sentido más alto que el de hoy.

            —Pero el andaluz sí es alegre, ¿o tampoco?

            —El andaluz es alegre porque tiene quizá la alegría debajo del misterio. Pero hay sitios en Andalucía que tienen el misterio debajo de la alegría. Sevilla, por ejemplo.

            —O Córdoba.

            —Córdoba tiene el misterio por encima.

            —¿Se puede hablar del carácter español, o lo que de verdad imprime carácter es ser andaluz, valenciano, gallego o catalán?

            —A mi entender, todo imprime carácter. Nacer en España, un carácter; nacer en Lleida o en Ávila o en Córdoba, otro carácter, pero no son incompatibles. Sobre uno se imprime el otro, como un sello que no mata otro sello, pero que lo deja ligeramente modificado. Yo creo que en un momento en que las nacionalidades interiores parece que estuviesen atentando contra el concepto de España, en que se pone tan de moda hablar de los hechos diferenciales y de las señas de identidad, a mí lo que más me asombra es qué hondas y qué afincadas tienen que estar las raíces de lo español para mantenernos secularmente unidos.

Es decir, lo español tiene tanta fuerza como para mantener vinculadas a tan distinta gente, tipos, ideologías, climas, etnias, personajes y actitudes. Yo estoy un poco harto de esa calificación de chascarrillo de decir andaluces fuleros, levantinos vulgares, aragoneses cabezotas, castellanos antipáticos, catalanes peseteros, extremeños torpones, gallegos cazurros… Estoy muy harto porque todos sabemos que eso no es verdad o que no sólo eso es la verdad, y me parece que todos juntos hemos hecho cosas magníficas y que tendremos que hacer cosas magníficas, porque España ha sido inmensa y quizá pueda volver a serlo. Como inmensa es la carpa de un circo, hecha de remiendos, que ampara los peligros provocados y la grandeza cotidiana de quienes trabajan, a redoble de tambor, bajo ella.

            —¿Usted no es separatista?

            —A pesar de ser muy andaluz, Quintero, no soy nada separatista. Los españoles nos parecemos en que nos emborrachan más las palmas que el vino y la tea encendida más que lo que la tea ilumina y el entusiasmo mucho más que la idea. Y nos parecemos en que verdaderamente somos aficionados a generalizar y estamos todos salientes de guardia, de una guardia muy larga, y no respetamos demasiado al contrario y no lo oímos demasiado y tenemos todos la idea de que la patria es algo por lo que se muere, pero no por lo que se vive.

            —Y, además, somos muy individualistas.

            —Siempre se dice que cada español es un rey, que cada español es el que manda en sí mismo, que el español no ha nacido para servir, sino para ser servido… Pero me da la impresión de que eso, que en el fondo puede ser una virtud, tiene un contrapeso grave, que es el egoísmo, la rebeldía que no siempre es buena (sobre todo cuando no tiene causa) y la insolidaridad.

            —¿El individualismo le parece, en el fondo, una virtud?

            —El individualismo es una virtud, siempre que vaya por el buen terreno y no se desafore. Pero los españoles somos muy dados a desaforar. Los españoles somos muy dados a sacar las cosas de quicio y a tirar la casa por la ventana. Nuestras virtudes siempre están a dos dedos de convertirse en nuestros principales defectos.

            —¿Y por qué es tan difícil que los españoles nos pongamos de acuerdo en un proyecto común?

            —El español no suele ser buen colaborador. Primero, porque desconfía de los otros. Yo mismo he dicho que si me llamase Álvarez Quintero de apellido, de nombre me llamaría Serafín y Joaquín. Es decir, soy un ejemplo de mal colaborador. Pero, además, el español desconfía no sólo de los demás, sino un poco de las leyes. Es decir, es capaz de infringir las leyes, pero es mucho menos capaz de hacerles frente hasta conseguir que las cambien.

            —Cultivamos poquito el sentido cívico, ¿no?

            —¿Usted cree que lo cultivamos, aunque sea poquito? Yo creo que quizá el sentido cívico es un sentido que el español no tiene. Creo que la ley moral, en un amplio sentido, no depende de que haya espectadores. Yo castigaría más precisamente a aquel que infringe la ley pensando que no lo están viendo. Da horror pensar que, después de muchos años de un gobierno paternalista y de una educación bobona, palabrera y falsa, el español, en el fondo, se comporta quizá como un niño que hace la maldad cuando nadie lo ve.

El español sin guardias es capaz de todo: de meter el pie en el acelerador, de saltarse a la torera un semáforo en rojo, de defraudar a Hacienda («yo no quiero ser ladrón, / pero a robarle al gobierno / me tira la inclinación»), de robar en un supermercado o de cortar flores en un parque público. Porque tiene un poco la idea de que lo que es de todos no es de nadie; es decir, lo contrario de la realidad: lo que es de todos es exactamente de todos, y cada uno debe cuidarlo como si fuese exclusivamente suyo. Esa es la falta de sentido cívico del español.

            —¿Se atreve a decir que, en general, el español es un mal ciudadano?

            —No, porque un mal ciudadano sería un ciudadano difícilmente gobernable y me parece que quizá no hay otro pueblo en Europa, como no sea el alemán, tan gobernable como el pueblo español.

            —¿Eso lo dice en serio?

            —Lo digo en serio. El español puede quejarse, puede verdaderamente rebelarse en la barra de un bar, pero con eso se satisface. Me da la impresión de que, como no es muy cívico, tampoco forma asociaciones cívicas potentes que actúen contra el poder o contra los gobiernos y gobernantes. O sea, es fácilmente gobernable.

            —Me ha impresionado mucho eso que está diciendo. Yo creía todo lo contrario.

            —Somos fáciles de gobernar, en contra de todo lo que normalmente se piensa, porque no es que seamos un rebaño, no es que seamos demasiado obedientes, pero nos satisfacemos con el derecho a la queja. Basta con el derecho a la queja para que no intentemos desgobernarnos. Nos desahogamos con el grito o, como mucho, con la pancarta. Ya hemos protestado: con ello nos basta.

            —¿Cree que entendemos mejor la mano dura que la razón?

            —¿Usted cree que no?

            —Yo creo que no.

            —Pues yo creo que, a fuerza de ser niños y ser tratados como niños por gobernantes que durante largo tiempo nos han dado una recompensa, como a un niño, o una bofetada, como a un niño, pero sin darnos explicaciones, nos hemos ido acostumbrando un poco a la mano dura y no a que se nos razone. También los gobernantes tienen que empezar a emplear ese procedimiento, único de gobierno para el hombre, que es convencer; no vencer, sino convencer; no imponerse, sino razonar. Es la diferencia que hay entre la auctoritas y el imperium. Aquí el que manda, manda.

            —¿Qué opina de esa frase repetida tantas veces de que tenemos los gobernantes que nos merecemos?

            —Yo no me atrevo a opinar de mucho tiempo atrás, pero tuvimos a Fernando VII hasta que se murió y tuvimos a Franco hasta que se murió. Yo no sé si tenemos los gobernantes que nos merecemos, pero acabamos por merecérnoslos.

            —Entonces, ¿usted cree que los españoles somos rebeldes o tragamos con todo?

            —Es difícil generalizar (cosa a la que usted es proclive y que es muy española), pero yo creo que los españoles somos soberbios, pero tímidos a la vez; somos acomplejados, pero vanidosos a la vez; somos individualistas, pero muy inseguros. Es decir, somos un poco la caraba.

            —También somos fanáticos e intolerantes.

            —Lo somos, probablemente, pero no lo hemos sido. El ejemplo más claro de tolerancia racial, cultural y religiosa se ha dado en este país durante siglos. Lo que sucede es que, en este momento de hoy, sí estamos empezando a considerar enemigo al disidente y nos parece que el que se nos opone nos está retando, y el español no aguanta bien un reto. Eso lo llevamos en la masa de la sangre y tenemos que aprender no sólo a convivir, sino a conversar.

            —¿Usted cree que el orgullo español tiene fundamento? ¿Tenemos realmente motivos los españoles para sentirnos orgullosos?

            —Pues mire usted, ya que lo dice, sí. El orgullo no es más que una valoración alta de lo que somos. El español se valora muy alto, siempre que no se le exijan pruebas, porque no está decidido en absoluto a pasar un examen. Como usted sabe, durante muchos siglos Dios fue español, y eso da muchas garantías de éxito. Lo que sucede es que, en el fondo, el orgullo, la valoración propia, se puede manifestar en una minusvaloración ajena, y ésa es la causa del desdén, del desdén español, tan tradicional, y de la envidia.

            —Pues yo creía que Dios era andaluz.

            —La que es andaluza es su madre, si no le importa; ésta es la tierra de María Santísima. Pero lo que yo quiero recalcar es que sí podemos sentirnos orgullosos. España ha hecho cosas tremendas: en cuanto a la dimensión asombrosa y en cuanto a la calidad.

            —¿Qué hemos aportado los españoles a la humanidad?

            —No le voy a dar más que un par de datos, porque no estamos para más. No sé si usted olvida que España fue la que descubrió América; mal o bien, la descubrió; estaba allí, es verdad, pero la descubrió. El submarino lo inventó Isaac Peral y el autogiro Juan de la Cierva. Por si fuera poco, el español ha hecho un invento absolutamente estético y bellísimo, que es la mulata.

            —¿Y qué trenes importantes hemos perdido?

            —Yo no soy jefe de estación, Quintero.

            —Señale, por lo menos, las páginas más gloriosas y las más nefastas de nuestra historia.

            —Yo he escrito mucho sobre eso y he procurado contarles a los españoles su historia; pero lo que he deducido es que las páginas más gloriosas de este pueblo las ha escrito el pueblo mismo con su paciencia, con su trabajo y con su esfuerzo. Porque, para mí, la historia no es un monumento conmemorativo, ni un libro, ni una serie de guerras interrumpida por una serie de paces, o viceversa.

Para mí, la historia es la vida diaria, y es el pueblo quien la escribe con paciencia, con tolerancia, con esfuerzo y con una gran resistencia. Y las páginas nefastas son justamente las contrarias: aquellas en las que la historia se le ha impuesto al pueblo a través de credos, de religiones, de inquisiciones, de órdenes, de proyectos espurios que no eran los suyos, y a través de una tiranía que probablemente el pueblo nunca se mereció.

            —¿Qué personaje de la historia de España le parece más despreciable?

            —Cualquiera que haya querido sojuzgar por cualquier procedimiento ideológico, religioso, de fuerza, de armas, de ideas, al pueblo español. El último, y esperemos que sea de verdad el último, fue el general Franco.

            —¿Y quién es el español más apasionante de todos los tiempos?

            —Me cuesta un cierto trabajo reconocerlo. Pero, a pesar de los pesares, que son muchos, los españoles más apasionantes han sido los conquistadores de los imperios americanos. Por ejemplo, Hernán Cortés; por ejemplo, Pizarro. Basta leer las Crónicas de Indias. No hay absolutamente ninguna novela de aventuras que pueda comparársele.

            —Usted sabe que si escucharan en México lo que acaba de decir, lo matarían.

            —Bueno, supongo que me darían una oportunidad de defenderme.

            —¿Qué hemos ganado y qué hemos perdido los españoles de hoy?

            —Hemos ganado algo absolutamente definitivo: la libertad de poder pensar, de poder opinar, de poder madurar… Si no la ejercemos es cosa nuestra, pero la tenemos. A cambio, hemos perdido una virtud que era muy nuestra, la del desinterés. En este momento, el afán de reducirlo todo a dinero, cuanto más rápido mejor, nos llena. Me da pena pensar que a costa de la propia dignidad o incluso a costa de la dignidad de los demás.

            —¿Nunca ha odiado a España?

            —Haga usted el favor de levantarse y de santiguarse.

            —¿No se atreve a decir la verdad?

            —Siempre he amado a España, sencillamente porque sin ella yo no existiría, o no existiría como soy.

            —Pero, en algún momento…

            —No a España, a las malas circunstancias de España.

            —De cualquier manera, suena bien: los españoles.

            —Suena bien y alegra el corazón.

            —Buenas noches, Gala.

            —Buenas noches, español.

            —Buenas noches, andaluz.

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