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En aquel año la Avenida Juárez, que será arrasada por el terremoto de 1985
en la Ciudad de México, aún es el centro del turismo.
Abundan las tiendas de Mexican Curious. En la Casa Cervantes llaman mi atención
de niño no las más bellas artesanías mexicanas, sino las pulgas vestidas y sus bodas
con mariachi y cortejo en una cáscara de nuez, los dijes de plata, las miniaturas
talladas en hueso y sobre todo los jumping beans, los frijoles saltarines.
En un cuenco de cristal brincan y se entremezclan las semillas pintadas de rojo.
Por unos cuantos centavos compro diez jumping beans. La agitación prosigue en el
tranvía y en mi cuarto. Como el globo de gas que si no escapa amanece desinflado,
al día siguiente sobrevienen para los frijoles saltarines la inmovilidad, el triunfo de lo
inerte, la vuelta al reino vegetal.
Parto de un martillazo un jumping bean. La atrocidad se revela ante mis ojos: en cada
semilla, en el sarcófago que constituyen sus paredes, se agita un leve gusano en busca
de aire, de espacio, de luz y de la salvación imposible.
Colmo de lo absurdo, el insecto nace enterrado en vida.
Sólo puede consumir su existencia en la asfixia, la angustia y el sufrimiento infinitos.
Su instinto de vivir se manifiesta con tal desesperación que su fuerza hace danzar una
jaula hermética, una celda de manicomio, un sarcófago mil veces más pesado que
su cuerpo.
La infancia terminó, la vida pasó, se fue la Casa Cervantes, el desastre borró la antigua
Avenida Juárez.
Nunca he vuelto a comprar frijoles saltarines. Ante ellos sólo caben dos actitudes.
La primera, la más cobarde y tranquilizadora, descansa en no indagar jamás acerca
de lo que hay en el fondo de las cosas.
Si lo hacemos nuestra búsqueda revelará siempre alguna forma de horror.
La segunda actitud invita a pensar sin resignarse en que cuanto nos divierte, nos deleita,
nos complace o exalta implica por necesidad un sufrimiento al que, para protegernos,
debemos sentimos siempre ajenos.
Los jumping beans son una alegoría insultante de nuestras vidas. Estamos encerrados
en un cuerpo, un lugar, un tiempo y un sector social que no elegimos.
Nos oprime la doble herencia histórica y genética. No podemos ir más allá de los muros
que nos confinan entre una fecha de nacimiento y otra de muerte.
Hagamos lo que hagamos nunca saldremos de la cárcel que nos ahoga bajo un yo
inescapable. Me pregunto quien se divierte con nuestros sobresaltos.
josé emilio pacheco
la edad de las tinieblas
50 poemas en prosa
editorial era
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