Tal vez la belleza de Julie proviene de la salud y del deporte y de la vida sana y del optimismo trivial

y de que las cosas le hayan sido fáciles o menos difíciles. Pero, en cualquier caso, Julie está aquí,

y es una mujer hermosa.

O quizá no sea hermosa, si hablamos con propiedad, sino sólo guapa y bonita, porque carece del sentido

dramático o trágico de la existencia, y su mirada es plana, y su belleza simétrica y armónica, menor, y

pasará por el mundo como si hubiera estado de visita o de turismo.

Julie sonríe, se divierte, es sociable y gregaria, no es torturada, no se preocupa por los imponderables

ni por los inefables. ¿Podemos incluirla, por tanto, en la categoría, más bien de segunda clase, de guapa

y bonita, en la categoría de hembra, de mujer de la especie, más que en la categoría de persona femenina,

mucho antes del alma, de la época del cuerpo?

¿Sólo es capaz de parches de consumo para paliar la pobreza de unas relaciones por frotación y no

por ósmosis?

Pondremos a su favor que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia, aunque fuera una de esas

muchachas que se pasan el día tumbadas en la playa, inyectándose novelas y horizonte.

Ay, Julie, se puede hacer un fuego, un solo fuego, único, encendiendo su rostro con el nuestro.

Y en ella alienta un dios, aunque no sepamos qué dios alienta. Y no necesita más tabiques, aunque dentro

tenga mucho espacio libre o vacío.

Vive en la felicidad de ciudades doradas donde la tierra es verde y en cada uno de sus ojos lleva una gota

de miel.

 

 

 


 

 

 

 

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