julio llamazares
memoria de la nieve
título original: memorias de la nieve
julio llamazares 1982
A mis padres:
la memoria, la nieve
1
Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un
campo de urces.
En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal donde habita
el invierno.
Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los
guerreros más viejos.
En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe los
signos del suicidio:
globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre que se espesa
en mi rostro.
2
No existe otra espiral que el bramido del tiempo.
Amasar la memoria es bondad de alfareros, lentitud de veranos en
fabulación.
Las grosellas derraman granates en la nieve y los silencios más antiguos
en humo y humildad se desvanecen.
¿Dónde encontrar ahora el amargor del muérdago y el agua?
¿Dónde la ocultación de las leyendas y los bardos?
3
Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados. Es un paisaje
helado e indestructible.
Los niños muertos juegan junto al molino con cuévanos vacíos y varas de
avellano.
Coronan de laurel y de nieve sus cabezas mientras, tras los marzales,
aúllan a la luna, dolor del amarillo.
¡Dolor del amarillo! Hay en la noche cánticos sagrados y láminas de plata
y hogueras rumorosas como lenguas de escarcha.
Como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años.
4
País de las abejas, donde derrama el sol su sangre por lánguidas riberas.
País de las abejas, más allá del lugar que brota en avellanos y en círculos
de barro.
Un dolor atraviesa tus campos amarillos: espiral de la muerte, memoria de
la nieve, remansada quietud de los helados estanques del invierno.
Bajo la bóveda perfecta de la tarde, arden sustancias indestructibles,
bosques y animales, interminablemente.
Es el sonido blanco de los avellanos, la belleza crecida de la desposesión.
Y el silencio extendido como sangre sobre las lánguidas riberas del país
de las abejas.
5
Hace ya mucho tiempo que camino hacia el norte, entre zarzas quemadas
y pájaros de nieve.
Hace ya mucho tiempo que camino hacia el norte como un viajero gris
perdido entre la niebla.
Una verdad cifrada dejé atrás: el humo denso y obsequioso de los brezos y
la alegría de mis padres en el anochecer.
En el camino del norte, sin embargo, solo mendigos locos me acompañan.
Duermo bajo sus capas en las noches de invierno.
Les digo este relato para ahuyentar el frío.
6
Posos de soledad y mandiles de moras: composiciones grises como en
aquellos trenes que nos llevaban hacia el norte.
Qué lejos brota esta pasión que nadie nombra, esta grama encendida en
llamaradas de granate y miel amarga.
Qué lejos ya los bravos pechos doloridos de las muchachas que alzaron
sobre el sueño la sed de nuestros cántaros.
La noche nos golpea con su aluvión de arándanos y estrellas.
La noche nos golpea y caminamos hacia el país de las leyendas olvidadas
y los árboles de hielo.
7
El río traía a veces zapatos de mujeres entre las hojas tiernas y los troncos
muertos.
Pero nosotros cruzábamos los puentes con canciones y pañuelos de
azafrán.
Y, en el verano, colgábamos pendientes de cerezas en las orejas de la
amada.
Más allá, en su memoria, los ciervos se incendiaban como flechas de
sangre:
veloces en sus ojos azules y lejano; rojos en sus cabellos heridos por la
bruma.
8
En estos prados grises, de avellanos sagrados y lunas pedernales, más de
una vez alzamos nuestras tiendas y brindamos con malta de pastores.
Es extraño encontrarme ahora aquí, por breve tiempo junto a los
proscritos.
Lejos escucho las voces laborables, el bramido animal de una antigua
excursión de montería:
luna obsequiosa con quien nunca la ha amado.
Luna obsequiosa, pedernal y malta. Extraño estoy bajo tu rama helada.
Por breve tiempo junto a los proscritos.
9
De nuevo llega el mes de las avellanas y el silencio.
Otra vez se alargan las sombras de las torres, la plenitud azul del huerto
familiar.
Y en la noche se escucha el grito desolado de las frutas silvestres.
Sé muy bien que este es el mes de la desesperanza.
Sé muy bien que, tras los mimbres lánguidos del río, acecha un animal de
nieve.
Pero era en este mes cuando buscábamos orégano y genciana, flores
moradas para aliviar las piernas abrasadas de las madres.
Y recibo el recuerdo como una lenta lluvia de avellanas y silencio.
10
Todo lo aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio y el grito
de los bosques cuando muere el verano.
O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:
¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos? ¿Quién
puede despedirse de su amor sin llorar?
Pero ahora ya la nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa tras
los bosques doloridos y profundos del invierno.
Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin remos.
Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar.
11
En algún tiempo hubo dioses que dirigían entre la niebla las flechas de los
jóvenes guerreros y derramaban sustancias astrales sobre los labios de los
moribundos.
Para cada animal distribuían pasto diferente junto a los caminos. A cada
río le otorgaban un sonido distinto.
Y eran altivos en su fugacidad y esbeltos entre las manos de los orfebres.
En algún tiempo los hombres conocían a sus dioses y les sacrificaban sus
animales más fieles y sus cosechas más granadas y amarillas.
En algún tiempo hubo un dios por cada hombre sobre la tierra.
12
En llamas va la leyenda creciendo, en la espiral del humo y las uvas de
hierro.
Los ojos de la anciana son blancos como nieve: cien años hace ya que no
nos mira.
Solo por no olvidar el viejo río de los muertos.
Solo por no olvidar su cuajada esperanza.
Solo por no olvidar las lánguidas riberas del país de las abejas.
Solo por no olvidar, cien años hace ya que no nos mira.
13
Los bardos llegaban con el verano. Por los verdes caminos vagaban de
aldea en aldea.
Y siempre había algún anciano que decía: «Vienen del país de la nieve,
del país de los bosques y los lagos helados».
Y les agasajaban con manteca y arándanos maduros.
Pero los bardos jamás se detenían más de un día en cada aldea.
Al amanecer, seguían su camino. Los niños les llamábamos llorando
inútilmente.
14
Desde esta misma roca contemplaron la doma de los potros que habrían
de montar en el combate.
Junto a este mismo río levantaron sus cabañas, derramaron sus rebaños y
leyendas y bebieron el profundo licor de las grosellas.
Y, en noches de luna llena como esta, cortaron con sus hoces sagradas
plantas de muérdago para ofrendar al dios de las montañas.
Todavía se escucha, cuando nieva en la noche, el eco de sus flautas y
cítaras perdidas.
Todavía se escucha, cuando nieva en la noche, el rumor de sus gritos
guerreros.
Pero de nuevo brilla el sol, se deshace la nieve y el dios de las montañas
queda solo.
Solo y lejano como mi corazón ahora. Como mi corazón ahora.
15
Rojo es el vino sobre los brezos, derramado en la tarde por arrieros sin
nombre. (Sus sombreros de fieltro entre los abedules).
Rojo es el silencio de los bardos errantes y el color de las túnicas de los
viejos guerreros.
No me preguntes. ¡Ah, no me preguntes!
También tu cuerpo es rojo en las dunas del tiempo.
También tu cuerpo es rojo —como vino o deseo— cuando, sobre los
brezos, te derramas y extiendes y gritas dulcemente.
16
Al atardecer, se oye el grito de las urces negras.
Crujen en las paneras los pasos invernales: dolor de soledad oculto en los
arcones.
Pardas figuras llegan desde los huertos con haces de silencio apretados
bajo el brazo.
Y los vencejos trazan la urdimbre de su vuelo intemporal sobre la torre.
17
Aquí, la muerte es amarilla como el sabor del pan.
Yo la he visto rondar los braseros donde hierbas antiguas ahuyentan el
miedo.
Y he escuchado su grito de nieve entre los tallos tiernos de las
enredaderas.
Nunca bastaron las lenguas de aceite para alejar el frío de las habitaciones.
Jamás fue suficiente la vigilia del fuego, ni la zozobra de las bestias en las
cuadras hinchadas por el heno.
La muerte llegó siempre con helada añoranza y, al amanecer, en el
asombro de los perros podía recordársela.
18
Entre sebes de espinos, caminan los viajeros.
Entre sebes de espinos y jirones de niebla.
La mañana de invierno se extiende hacia el oeste: grises inmóviles o
cuadernos de hule.
Acaso gritos rotos y sonidos de caza en el helado corazón del bosque.
Ningún viajero se detendrá esta noche en las montañas. Las tinajas
oscuras guardarán su secreto.
No correrá el vino rojo, de mano en mano, como en otro tiempo.
En la posada del monte, dormirá esta noche solo un hombre muerto.
19
Negra lluvia atraviesa la noche. Pesadamente avanzan las carretas por los
campos.
Así es la negación en mi memoria: como una lluvia negra.
Como un alud de rocas arrastradas por el agua.
Negra lluvia atraviesa mis ojos. Las carretas se atollan en el fango del
tiempo.
Oigo los gritos de los contrabandistas azuzando a las bestias, el crujido del
fresno en las ruedas hundidas.
Recordaré esta noche aunque nunca regresen.
20
Toda la noche ladraron los mastines. Bajo la densa niebla, ladraron
tristemente.
Ahora ya amanece en la braña nevada.
Toda la noche deambulé por los desvanes húmedos de helechos, por las
paneras olorosas a grano abandonado, a soledad.
Busqué en las viejas arcas el idioma del hilo. Penetré en su memoria como
el silencio en las sustancias corrompidas.
Y no pude soportar el bramido del tiempo.
Ahora ya amanece en la braña nevada. Ahora ya amanece.
21
Inútil es volver a los lugares olvidados y perdidos, a los paisajes y
símbolos sin dueño.
No hay allí ya liturgias milenarias. Ni aceite fermentado en ánforas de
barro.
Los ancianos han muerto. Los animales vagan bajo la lluvia negra.
No hay allí ya sino la lenta elipsis del río de los muertos, la mansedumbre
helada del muérdago cortado, de los paisajes abrasados por el tiempo.
22
La nieve está en mi corazón como el silencio en las habitaciones de los
balnearios: densa y profunda, indestructible.
La nieve está en mi corazón como la hiedra de la muerte en las habitaciones donde nacimos.
Y el tiempo huye de mí con un crujido dulce de zarzales.
Nieva implacablemente sobre los páramos de mi memoria. Es ya de noche
entre los blancos cercados.
Cuando amanezca, será ya siempre invierno.
23
A fines de setiembre, comienza la ceremonia del acercamiento de los
cuerpos.
Con un ramo de trigo invocamos a los dioses. Todo está ya dispuesto
según la costumbre.
Las muchachas que beben licores azules llegarán con racimos de uvas en
sus manos, con racimos de brasas en sus bocas.
Como frutos de nieve y de silencio llegarán.
Y traerán, como el invierno, tristeza a los corazones.
Para entonces, ¿quién estará? Para entonces, ¿quién estará?
24
He aquí la tumba del guerrero sin nombre, bajo el tojo amarillo y el
silvestre rosal.
He aquí las flechas grises que portara, inclinadas al borde de la tumba
olvidada.
Alguna vez silbaron como cierzo en la noche.
Alguna vez supieron del sabor del carcaj.
Hoy solo son metal, musgo y olvido. Sol que se desvanece bajo el hielo.
25
Adoraron al sol, sacrificándole las yeguas más fecundas en fiestas
solsticiales.
Y el sol pintó sus frutos de granates y les dio a sus cabellos el brillo del
centeno.
Dieron culto a las diosas melancólicas del agua, arrojando a los ríos raíces
de beleño y plumas de urogallo.
Y el agua llenó sus tierras de verdura, de bosques obsequiosos y solemnes.
Bajo la luna llena, en torno a las hogueras, danzaron elevando sus flautas
y sus brazos hacia el cielo.
Y la luna otorgó a sus canciones el sonido sagrado de la plata.
Ofrecieron al dios de las montañas ramas de acebo y angustia de
campanas.
Pero la nieve siguió cayendo mansamente y sepultó su memoria para
siempre.
26
Invierno. Invierno antiguo y lento. Narración mitológica de zarzas y de
esquilas.
Lenguaje helado y gris que solo yo conozco.
Hay lábanas de nieve en los corrales derruidos, desolación en los mandiles
de las madres, espirales de miedo en las gargantas de los gallos.
Y, sobre el agua remansada del molino, corruptas flotan las flores
doloridas de la infancia.
Invierno. Invierno antiguo y lento. Quien camina hacia ti lo hace ya sin
tristeza.
Solo busca la fruta enrojecida del arándano y el viejo y agrio don de la
misericordia.
27
Tristes caminan hoy los cazadores por la espesura.
Tristes son, a su lado, los ojos de los perros: sus hocicos helados por el
agua de luna.
No escuchan ya el gemido negro de las moras —la muerte entre sus tallos
—, ni el crujido creciente de la escarcha.
La lentitud se alza sobre las ramas de los robles como una nube blanca.
Triste es este lugar donde, antaño, pastara el corazón del cazador primero.
28
Alguna vez oí decir que regresaron, después de muchos años, y hallaron
sus cabañas derruidas por el viento del norte y el sol negro.
No había frutos ni fuego. Ni animales pastando mansamente en los
cercados.
La negación se había extendido a las paneras y a los huertos como un alud
de barro.
Y entonces —dicen— clavaron en la niebla sus flechas y sus arcos,
arrojaron al río sus cítaras sagradas
y, sin mirar atrás, volvieron grupas rumbo a la memoria.
29
Y, ahora, el agua de noria, la lenta herrumbre negra de la plata enterrada y
el invierno sin luz.
La sangre amanecida de los racimos rotos cerca del humo.
Si el nogal, junto al agua, se secara finalmente; si el cierzo no atravesara,
de madrugada, mi corazón, tal vez podría aún regresar a su encuentro.
Tal vez podría aún agasajarles con frutas y metales.
Pero la nieve ya ha sepultado todos los puentes.
Pero la nieve ya ha sepultado todos los puentes.
Y, ahora, el agua de noria nutre el olvido, la lenta herrumbre negra de la
plata enterrada y el invierno sin luz.
30
¿Qué espero aún de la espiral del tiempo, de esos cuernos epílogos que
suenan en los bosques?
¿Quién atardece junto a mi corazón helado?
Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y
alfareros olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias
leyendas.
Solo estoy, en esta noche última, coronado de cierzo y flores muertas.
Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las
estrellas.
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