kurt vonnegut
gregory d. sumner

 

welcome to the monkey house

 

 

 

the special edition

kurt vonnegut
featuring «Building the monkey house»
by gregory d. sumner

 

Welcome to the Monkey House is a work of fiction.
Names, characters, places, and incidents either are
the product of the author’s imagination or are used
fictitiously. Any resemblance to actual persons, living
or dead, events, or locales is entirely coincidental.

 

2014 dial press trade paperbacks ebook edition

acknowledgment is made to the following magazines
and publishers in whose pages these stories first appeared:

playboy: welcome to the monkey house

 

 

beware of all enterprises that require new clothes.

—thoreau

 

 

Since its original publication in 1968, Welcome to the Monkey House has been one of Kurt Vonnegut’s most beloved works. This special edition celebrates a true master of the short-story form by including multiple variant drafts of what would eventually be the title story. In a fascinating accompanying essay, “Building the Monkey House: At Kurt Vonnegut’s Writing Table,” ** noted Vonnegut scholar Gregory D. Sumner walks readers through Vonnegut’s process as the author struggles—false start after false start—to hit upon what would be one of his greatest stories. The result is the rare chance to watch a great writer hone his craft in real time.

 

Desde su publicación original en 1968, Welcome to the Monkey House ha sido una de las obras más queridas de Kurt Vonnegut. Esta edición especial celebra a un verdadero maestro de la forma de cuento al incluir múltiples borradores variantes de lo que eventualmente sería la historia del título. En un fascinante ensayo que lo acompaña, «Construyendo la casa de los monos: en la mesa de escritura de Kurt Vonnegut», el académico Gregory D. Sumner, guía a los lectores a través del proceso de Vonnegut mientras el autor lucha, comienzo en falso tras comienzo en falso, para dar con lo que sería una de sus mejores historias. El resultado es la rara oportunidad de ver a un gran escritor perfeccionar su oficio en tiempo real.

 

 

aa. vv. antología del cuento norteamericano

richard ford, 2001

 

 

 

bienvenido a la jaula de los monos

 

 

 

Pete Crocker, el sheriff de Barnstable County, que abarcaba todo Cabo Cod, entró en el Salón Federal de Suicidios Éticos de Hyannis una tarde de mayo y les explicó a las dos Azafatas de seis pies de altura allí presentes que no debían alarmarse, pero que creían que un cabezahueca de mala reputación llamado Billy el Poeta se dirigía al Cabo.

Un cabezahueca era una persona que se negaba a tomar sus píldoras para el control de natalidad ético tres veces al día. Dicha negativa se castigaba con diez mil dólares de multa y diez años de prisión.

Esto ocurría en un tiempo en que la población de la Tierra era de diecisiete mil millones de personas. Eran demasiados mamíferos grandes para un planeta tan pequeño. La gente vivía apretada como drupas.

Las drupas son los bultitos pulposos que componen la superficie de una frambuesa.

Así que el Gobierno Mundial atacaba la superpoblación desde dos flancos. Por un lado fomentaba el suicidio ético, que consistía en ir al Salón de Suicidios más cercano y pedir a una Azafata que te matara sin dolor mientras descansabas en un sillón articulado. Por otro, el control de la natalidad ético era obligatorio.

El sheriff explicó a las Azafatas, que eran chicas guapas, tenaces y muy inteligentes, que se estaban organizando controles de carretera y búsquedas casa por casa para atrapar a Billy el Poeta. La principal dificultad radicaba en que la policía no sabía qué aspecto tenía el Poeta. Las pocas personas que le habían visto y le conocían eran mujeres, y discrepaban fabulosamente en cuanto a la altura, el color del cabello, la voz, la constitución y el color de piel de Billy el Poeta.

—No necesito recordaros, chicas —continuó el sheriff—, que un cabezahueca es muy sensible de cintura para abajo. Si Billy el Poeta consigue colarse aquí y empieza a causar problemas, una buena patada en el lugar adecuado hará maravillas.

El sheriff se refería al hecho de que las píldoras para el control ético de la natalidad, único método legal de contracepción, entumecían a la gente de cintura para abajo.

Muchos hombres decían que sentían las nalgas como hierro frío o madera de balsa. Muchas mujeres decían que sentían las nalgas como algodón mojado o ginger ale pasado. Las píldoras eran tan eficaces que podían vendársele los ojos a un hombre que hubiera tomado una, pedirle que recitara el Discurso de Gettysburg, darle una patada en las pelotas mientras lo hacía y el tipo no se saltaría ni una sílaba.

Las píldoras eran éticas porque no interferían en la capacidad reproductiva de la persona, lo cual habría sido antinatural e inmoral. Las píldoras se limitaban a eliminar todo el placer del sexo.

Por lo tanto, ciencia y moral iban de la mano.

 

Las dos Azafatas de Hyannis eran Nancy McLuhan y Mary Kraft. Nancy era una rubia cobrizo. Mary era una morena azabache. Su uniforme se componía de pintalabios blanco, pintura de ojos cargada, body púrpura sin nada debajo y botas de cuero negro. Atendían un negocio pequeño, con sólo seis cabinas de suicidio. En una semana muy buena, por ejemplo la semana antes de Navidad, podían llegar a dormir hasta sesenta personas. Se hacía mediante una jeringuilla hipodérmica.

—El mensaje principal que tengo para vosotras, chicas —dijo el sheriff Crocker—, es que todo está bajo control. Podéis seguir con el negocio como siempre.

—¿No se olvida parte de su mensaje principal? —le preguntó Nancy.

—No te entiendo.

—No le he oído decir que probablemente viene directo a nosotras.

El sheriff se encogió de hombros con inocencia desgarbada.

—No estamos seguros.

—Pensaba que eso era lo único que todo el mundo sabe de Billy el Poeta: que está especializado en desflorar Azafatas de Salones de Suicidio Ético. —Nancy era virgen. Todas las Azafatas eran vírgenes. También tenían que cursar estudios avanzados en psicología y enfermería. También tenían que ser rellenitas y sonrosadas, y medir al menos seis pies.

América había cambiado en muchos sentidos, pero todavía tenía que adoptar el sistema métrico decimal.

A Nancy McLuhan le ponía enferma que el sheriff intentara protegerlas a ella y a Mary de toda la verdad sobre Billy el Poeta, como si fueran a tener un ataque
de pánico por oírla. Así se lo dijo al sheriff.

—¿Cuánto tiempo cree usted que duraría una chica en el SSE —dijo refiriéndose al Servicio de Suicidio Ético— si se asustara tan fácilmente?

El sheriff dio un paso atrás y retrajo la barbilla.

—No mucho, supongo.

—Muy cierto —dijo Nancy remontando la distancia que los separaba y ofreciéndole para oler el canto de la mano en posición de golpe de karate. Todas las Azafatas eran expertas judocas y karatecas—. Si quiere comprobar lo indefensas que estamos sólo tiene que acercarse a mí como si fuera Billy el Poeta.

El sheriff sacudió la cabeza y le contestó con una sonrisa vidriosa.

—Mejor que no.

—Es lo más inteligente que ha dicho hoy —dijo Nancy, dándole la espalda mientras Mary se reía—. No estamos asustadas: estamos enfadadas. O quizá ni siquiera eso. No vale la pena. Estamos aburridas. Qué aburrido que tenga que venir desde tan lejos, que tenga que montar todo este jaleo, para… —
Dejó la frase inacabada—. Es demasiado absurdo.

—No estoy tan enfadada con él como con las mujeres que le dejan hacerlo sin luchar —dijo Mary—, que le dejan hacerlo y luego no son capaces de decirle a la policía qué aspecto tiene. ¡Azafatas de Suicidio!

—Alguien no lleva al día su karate —dijo Nancy.

 

Billy el Poeta no era el único en sentirse atraído por las Azafatas de los Salones de Suicidio Ético. Todos los cabezahuecas sentían esa atracción. Enajenados por la locura sexual derivada de no tomar nada, pensaban que los labios blancos y los ojos grandes y los bodys y las botas de una Azafata anunciaban sexo, sexo, sexo.

La verdad era, claro está, que el sexo era la última cosa que una Azafata tenía en la cabeza.

—Si Billy sigue su modus operandi habitual —dijo el sheriff—, estudiará vuestros hábitos y vuestro vecindario. Y luego elegirá a una de las dos y le enviará un poema soez por correo.

—Encantador —dijo Nancy.

—Se sabe que también utiliza el teléfono.

—¡Qué valiente! —añadió Nancy. Por encima del hombro del sheriff, vio que llegaba el cartero.

Se encendió una luz azul encima de la puerta de una cabina a cargo de Nancy. La persona del interior quería algo. Era la única cabina en funcionamiento en ese momento.

El sheriff le preguntó a Nancy si cabía la posibilidad de que la persona de dentro fuera Billy el Poeta y ella contestó:

—Bueno, si lo es le puedo romper el cuello usando el pulgar y el índice.

—Un Abuelo Sexy —dijo Mary, que también lo había visto. Un Abuelo Sexy era cualquier anciano, mono y senil, que protestaba y bromeaba y recordaba anécdotas durante horas antes de permitir que la Azafata lo durmiera.

—Nos hemos pasado dos horas intentando elegir su última comida —gruñó Nancy.

Y entonces entró el cartero con una única carta. Iba dirigida a Nancy, con lápiz borroso. Nancy resplandecía de enfado y asco mientras la abría, sabedora de que contendría un ejemplo de las porquerías de Billy.

Tenía razón. Dentro del sobre había un poema. No era un poema original. Era una canción de los viejos tiempos que había adoptado un nuevo significado desde que se generalizara el entumecimiento derivado del control ético de la natalidad. Decía así, de nuevo en lápiz borroso:

Caminábamos por el parque a oscuras,

tocándole el culo a las estatuas.

Si el caballo de Sherman se deja,

tú también puedes.

 

Cuando Nancy entró en la cabina de suicidio para ver qué quería el ocupante, el Abuelo Sexy estaba tumbado en el sillón verde menta sobre el que habían muerto sin sufrir cientos de personas a lo largo de los años. Repasaba el menú del Howard Johnson de al lado y seguía el ritmo del hilo musical que emitía el altavoz de la pared amarillo limón. La habitación era un bloque de hormigón pintado. Tenía una ventana con barrotes y persiana veneciana.

Había un Howard Johnson al lado de cada Salón de Suicidio Ético y viceversa. El Howard Johnson tenía el tejado naranja y el Salón de Suicidio tenía el techo púrpura, pero ambos eran el Gobierno. Prácticamente todo era el Gobierno.

Además, prácticamente todo estaba automatizado. Nancy y Mary y el sheriff tenían suerte de tener trabajo. La mayoría de la gente no lo tenía. El ciudadano medio andaba alicaído por casa y veía la televisión, que era el Gobierno. Cada cuarto de hora el televisor le animaba a votar con inteligencia o a consumir con inteligencia o a consumir con inteligencia, o a orar en la iglesia de su elección, o a amar al prójimo, o a acatar las leyes…, o a pasarse por el Salón de Suicidio Ético más próximo y descubrir lo amable y comprensiva que podía ser una Azafata.

El Abuelo Sexy era una rareza, puesto que lucía las marcas de la vejez, era calvo, tembloroso y tenía manchas en las manos. La mayoría de la gente aparentaba veintidós años, gracias a las inyecciones antienvejecimiento
que se ponían dos veces al año. Que el viejo pareciera viejo demostraba que las inyecciones habían sido descubiertas después de que el dulce pájaro de su juventud se hubiera escapado.

—¿Nos hemos decidido ya por nuestra última cena? —le preguntó Nancy. Detectó la irritación en su propia voz, se oyó desvelar la exasperación que le provocaba Billy el Poeta, el aburrimiento que le despertaba el viejo. Estaba avergonzada, aquella actitud no era nada profesional por su parte—. La chuleta de ternera empanada es muy buena.

El viejo ladeó la cabeza. Con la astucia ávida de la segunda infancia, la había atrapado siendo poco profesional, desagradable, y la iba a castigar por ello.

—No parece muy amable. Creía que se suponía que todas debían ser amables. Creía que se suponía que éste era un lugar agradable.

—Le pido perdón —le dijo Nancy—. Si le he parecido antipática, no tiene nada que ver con usted.

—Pensé que quizá la estaba aburriendo.

—No, no —le dijo animosamente—, para nada. La verdad es que sabe usted cosas muy interesantes. —Entre otras cosas, el Abuelo Sexy aseguraba haber conocido a J. Edgar Nation, el farmacéutico de Grand Rapids padre del control de natalidad ético.

—Pues entonces demuestre interés. —El viejo podía permitirse imprudencias así. La cosa era que podía irse cuando quisiera hasta el momento en que pidiera la aguja: y tenía que pedir la aguja. Era la ley.

El arte de Nancy, y el de todas las demás Azafatas, consistía en asegurarse de que los voluntarios no se fueran, en persuadirlos, adularlos y halagarlos pacientemente a cada paso del camino.

Así que Nancy tenía que sentarse en la cabina, fingir que le maravillaba la frescura de la historia que le explicaba el viejo, una historia que todos conocían, sobre cómo J. Edgar Nation había experimentado con el control de la natalidad ético.

—Él no tenía la menor idea de que un día los seres humanos tomarían su píldora —dijo el Abuelo Sexy—. Su sueño era introducir la moral en la jaula de los monos del zoo de Grand Rapids. ¿Lo sabía usted? —preguntó con severidad.

—No. No, no lo sabía. Es muy interesante.

—Él y sus once hijos fueron a misa un día de Pascua. Y hacía tan buen día y el oficio había sido tan bello y puro que decidieron dar un paseo por el zoo. Se sentían en la gloria.

—Hum. —La escena descrita estaba tomada de una obra que emitían por televisión cada Pascua.

El Abuelo Sexy se metió con calzador en la escena, charlando con los Nation justo antes de que entraran en la jaula de los monos.

—«Buenos días», le dije. «La verdad es que es una bonita mañana.» «Buenos días tenga usted, señor Howard», me dijo él. «No hay nada como una mañana de Pascua para que un hombre se sienta limpio y recién nacido y en paz con los designios del Señor.»

—Hum. —Nancy oía el teléfono sonando débil y persistentemente a través de la cercana puerta insonorizada.

—Así que entramos juntos en la jaula de los monos, ¿y qué le parece que vimos?

—No logro imaginarlo. —Alguien había contestado al teléfono.

—¡Vimos a un mono toqueteándose las partes íntimas!

—¡No!

—¡Sí! Y J. Edgar Nation se disgustó tanto que fue directo a su casa y empezó a trabajar en una píldora que conseguiría que los monos en primavera fueran una visión digna de una familia cristiana.

Llamaron a la puerta.

—¿Sí? —preguntó Nancy.

—Nancy —dijo Mary—, te llaman al teléfono.

Cuando Nancy salió de la cabina se encontró al sheriff atragantándose con risitas de placer al imponer el cumplimiento de la ley. Varios policías escondidos en el Howard Johnson tenían pinchado el teléfono. Creían que era Billy el Poeta quien llamaba. Habían localizado el origen de la llamada. La policía estaba de camino para atraparle.

—Manténgalo al teléfono, que no cuelgue —le susurró el sheriff a Nancy, y le pasó el teléfono como si fuera de oro macizo.

—¿Sí? —dijo Nancy.

—¿Nancy McLuhan? —dijo un hombre. Había camuflado la voz. Podría estar hablando por un kazoo—. Llamo de parte de un amigo común.

—Oh.

—Me pidió que le enviara un mensaje.

—Ya veo.

—Es un poema.

—Muy bien.

—¿Preparada?

—Preparada. —Nancy oía el chillido de las sirenas de fondo al otro extremo de la línea.

Su interlocutor también tenía que oír las sirenas, pero recitó el poema sin la menor emoción. Decía así:

Empápate en Loción Jorgen.

Aquí llega el hombre

explosión de población.

 

Le atraparon. Nancy lo oyó todo: los golpes y las pisadas, la trifulca y los gritos.

Sintió una depresión glandular al colgar el teléfono. Su bravo cuerpo se había preparado para una lucha que no tendría lugar.

El sheriff salió dando saltos del Salón de Suicidios, con tantas prisas por ver al famoso criminal que había ayudado a atrapar que se le cayó un fajo de papeles del bolsillo de la gabardina.

Mary los recogió y llamó al sheriff. Él se detuvo un momento, dijo que los papeles ya no importaban y le preguntó a Mary si le gustaría acompañarle. Siguió un tira y afloja entre las chicas, con Nancy persuadiendo a Mary para que fuera asegurándole que no tenía ninguna curiosidad por conocer a Billy. Así que Mary se marchó, pasándole despreocupadamente el fajo a Nancy.

Los papeles resultaron ser fotocopias de poemas que Billy había enviado a Azafatas de otros lugares. Nancy leyó el primero. Le daba gran importancia a un peculiar efecto secundario de las píldoras para el control ético de la natalidad: no sólo entumecían a la gente, también la hacían mear azul. El
poema se titulaba «Lo que el Cabezallena le dijo a la Azafata de Suicidios», y decía así:

 

No paseé, no sembré,

y gracias a las píldoras, no pequé.

Amé las multitudes, el ruido, la peste.

Y al mear, meé celeste.

Comí bajo un tejado naranja,

bailé con el progreso como una bisagra.

Bajo el tejado púrpura he venido hoy

para mear mi vida en azul.

 

Azafata virgen, de la muerte reclutadora,

la vida encanta, pero tú eres más encantadora.

Llora mi polla, hija púrpura…

Sólo echó agua azul celestial.

 

—¿Nunca había oído esa historia sobre cómo J. Edgar Nation inventó el control ético de la natalidad? —quiso saber el Abuelo Sexy. Se le quebró la voz.

—Nunca —mintió Nancy.

—Creía que todos la conocían.

—Yo nunca la había oído.

—Cuando acabó con los monos, aquello parecía el Tribunal Supremo de Michigan. Mientras, hubo una crisis en Naciones Unidas. La gente que sabía de ciencia decía que había que reproducirse menos, y la gente que sabía de moralidad decía que la sociedad se vendría abajo si la gente utilizaba el sexo únicamente por placer.

El Abuelo Sexy se levantó del sillón, se acercó a la ventana, separó dos lamas de la persiana. No había gran cosa que ver. La vista quedaba bloqueada por la parte trasera de un termómetro falso de veinte pies de alto que daba a la calle. Medía los miles de millones de habitantes de la Tierra, de cero a veinte. La
“columna de líquido de mentira era una tira de plástico rojo traslúcido. Indicaba la gente que había en la Tierra. Muy cerca de la base, una flecha negra marcaba lo que los científicos consideraban la población deseable.

El Abuelo Sexy miraba la puesta de sol a través del plástico rojo y también de la cortina, de modo que tenía la cara ribeteada de sombras y rojo.

—Dígame —preguntó—, cuando muera, ¿cuánto bajará el termómetro? ¿Un pie?

—No.

—¿Una pulgada?

—No exactamente.

—Conoce la respuesta, ¿verdad? —dijo y la miró de frente. La senilidad de su voz y su mirada se había desvanecido—. Una pulgada de esa cosa equivale a 83.333 personas. Lo sabía ¿verdad?

—Eh… Podría ser. Pero, en mi opinión, ésa no es la forma correcta de planteárselo.

Él no le preguntó cuál era la forma correcta en su opinión. En cambio, completó una idea propia.

—Le diré otra cosa que es verdad: soy Billy el Poeta y usted es una mujer muy guapa.

Con una mano se sacó un revólver corto del cinturón. Con la otra, se arrancó la calva y la frente arrugada, que resultaron ser de goma. Ahora aparentaba veintidós años.

—La policía querrá saber qué aspecto tengo cuando todo haya pasado —le dijo a Nancy con una sonrisa maliciosa—. En caso de que no se le dé bien describir a la gente, y es sorprendente la cantidad de mujeres a las que les ocurre:

 

Mido cinco pies con dos,

tengo azules los ojos,

pelo castaño hasta los hombros…

Un elfo varonil

muy pagado de sí

al que las damas llaman ardiente.

 

Billy era dos pulgadas más bajo que Nancy. Ella pesaba unos dieciocho kilos más. Le dijo a Billy que no tenía ninguna oportunidad, pero Nancy estaba equivocada. Él había aflojado los barrotes de la ventana la noche anterior y la obligó a salir por el agujero y colarse por una boca de alcantarilla que quedaba oculta de la calle por el gran termómetro.

La llevó a las cloacas de Hyannis. Billy sabía adónde iba. Tenía una linterna y un mapa. Nancy tuvo que ir delante por la estrecha pasarela, mientras su sombra bailaba burlonamente a la cabeza. Intentó averiguar dónde estaban en relación con el mundo real de la superficie. Supuso con acierto que pasaban bajo el Howard Johnson, deduciéndolo de los ruidos que oyó. La maquinaria que procesaba y servía la comida era silenciosa. Pero para que la gente no se sintiera tan sola al comer allí, los diseñadores habían ideado efectos sonoros para la cocina. Eso fue lo que oyó Nancy: una grabación en cinta del entrechocar de la plata y las risas de negros y puertorriqueños.

Después se perdió. Billy tenía poco que decirle salvo «Derecha» o «Izquierda» o «No intentes nada raro, Juno, o te vuelo la puta cabeza».

Sólo en una ocasión mantuvieron algo parecido a una conversación. Billy la inició, y también la acabó.

—¿Qué coño hace una chica con esas caderas vendiendo muerte? —le preguntó desde detrás.

Ella osó detenerse.

—Puedo contestar a eso —le dijo. Confiaba en darle una respuesta que lo marchitara como el napalm.

Pero él le dio un empujón y se ofreció otra vez a volarle la puta cabeza.

—Ni siquiera quieres oír mi respuesta —le provocó—. Tienes miedo de oírla.

—Nunca escucho a una mujer hasta que se le pasa el efecto de las píldoras —dijo con sorna Billy. Así que ése era su plan: mantenerla prisionera al menos ocho horas. Era el tiempo que tardaban las pastillas en perder su efecto.

—Menuda norma idiota.

—Una mujer no es una mujer hasta que el efecto se desvanece.

—Desde luego sabes cómo hacer que una mujer se sienta un objeto en lugar de persona.

—Dale las gracias a las píldoras.

Había ochenta millas de alcantarillas bajo Hyannis y su periferia, que abarcaba una población de cuatrocientas mil drupas, cuatrocientas mil almas. Nancy perdió el sentido del tiempo allí abajo. Cuando Billy anunció que por fin habían llegado a su destino, ella tuvo la impresión de que podría haber pasado un año.

Puso a prueba esa espeluznante sensación pellizcándose un muslo, para ver qué decía el reloj químico de su cuerpo. El muslo seguía entumecido.

Billy le ordenó trepar por unos travesaños de hierro dispuestos sobre una obra reciente. Por encima se veía un círculo de luz enfermiza. Resultó ser luz de luna filtrada por polígonos plásticos de una enorme cúpula geodésica. Nancy no tuvo que pronunciar la pregunta típica de la víctima, «¿Dónde estoy?». Sólo había una cúpula así en Cabo Cod. Estaba en Puerto Hyannis y albergaba el antiguo Complejo Kennedy.

Era un museo sobre el estilo de vida en tiempos más expansivos. El museo estaba cerrado. Solamente se abría en verano.

La boca de alcantarilla por la que emergió Nancy seguida de Billy estaba situada en una extensión de cemento verde, que señalaba dónde había estado el césped de los Kennedy. Sobre el cemento, frente a las antiguas casas de madera, se erigían estatuas de los catorce Kennedy que habían sido presidentes de los Estados Unidos del Mundo. Jugaban a fútbol americano.

El Presidente del Mundo en tiempos de la abducción de Nancy era, casualmente, una ex Azafata de Suicidios llamada Ma Kennedy. Su estatua nunca se sumaría a este particular partido de fútbol. De acuerdo, se llamaba Kennedy, pero no era auténtica. La gente se quejaba de su falta de estilo, la encontraban vulgar. En la pared de su despacho tenía una placa que decía: NO TIENES QUE ESTAR LOCO PARA TRABAJAR AQUÍ, PERO AYUDA LO SUYO, y otra que decía: ¡PIENSA! y otra más que decía: UN DÍA DE ÉSTOS TENDRÍAMOS QUE ORGANIZARNOS.

Su despacho estaba en el Taj Mahal.

 

Hasta que llegó al Museo Kennedy, Nancy McLuhan confiaba en que antes o después tendría la oportunidad de romper hasta el último hueso del cuerpecillo de Billy, quizá hasta podría dispararle con su propia pistola. No le habría importado hacerlo. Le parecía más asqueroso que una garrapata henchida de sangre.

No fue la compasión lo que le hizo cambiar de opinión. Fue descubrir que Billy tenía una banda. Había al menos ocho personas alrededor de la boca de alcantarilla, hombres y mujeres en idéntica cantidad, con la cabeza cubierta por medias. Las mujeres agarraron a Nancy con manos firmes y la mandaron tranquilizarse. Eran todas tan altas como ella y la cogían por partes donde podrían hacerle ver las estrellas si hacía falta.

Nancy cerró los ojos, pero esto no la protegió de la conclusión evidente: esas pervertidas eran hermanas del Servicio de Suicidio Ético. Esto la alteró tanto que preguntó en voz alta y amarga: «¿Cómo podéis romper vuestros juramentos de este modo?».

De inmediato le hicieron tanto daño que se doblegó y rompió a llorar.

Cuando volvió a enderezarse tenía muchas más cosas que decir, pero mantuvo la boca cerrada. Especuló en silencio sobre qué demonios podía conseguir que las Azafatas de Suicidio se volvieran contra la idea misma de decencia. La condición de cabezahueca por sí sola no era explicación suficiente. Tenían que estar drogadas.

Nancy repasó mentalmente todas las drogas terribles sobre las que le habían hablado en la escuela, convenciéndose de que aquellas mujeres habían ingerido la peor de todas. Esa droga era tan potente, le habían explicado a Nancy sus profesores, que hasta una persona entumecida de cintura para abajo copularía repetida y entusiásticamente tras tomar un único vaso. Ésa tenía que ser la respuesta: las mujeres, y probablemente también los hombres, habían estado bebiendo ginebra.

 

Empujaron a Nancy hasta el interior de la casa de madera central, que estaba a oscuras como todas las demás, y Nancy oyó que los hombres ponían a Billy al corriente de las novedades. En estas novedades Nancy percibió un atisbo de esperanza. Quizá hubiera ayuda en camino.

El miembro de la banda que se había encargado de la llamada obscena a Nancy había hecho creer a la policía que habían atrapado a Billy el Poeta, cosa que era mala para Nancy. La policía todavía no sabía que Nancy había desaparecido, le dijeron dos hombres a Billy, y se había enviado un telegrama a Mary Kraft de parte de Nancy donde se aseguraba que ésta había tenido que ir a Nueva York por asuntos familiares urgentes.

Ahí fue donde Nancy vio un resquicio de esperanza: Mary no se creería lo del telegrama. Mary sabía que Nancy no tenía familia en Nueva York. Ninguna de los sesenta y tres millones de personas que vivían allí era pariente de Nancy.

La banda había desactivado la alarma antirrobo del museo. También habían cortado muchas de las cadenas y sogas que evitaban que los visitantes tocaran nada de valor. No era ningún misterio quién y con qué las habían cortado. Uno de los hombres iba armado con unas brutales tijeras de podar.

Condujeron a Nancy hasta un dormitorio del servicio de la planta alta. El hombre de las tijeras cortó las sogas que barraban el paso de la estrecha cama. Acostaron a Nancy y dos hombres la agarraron mientras un mujer le inyectaba un somnífero.

Billy el Poeta había desaparecido.

Mientras Nancy caía bajo los efectos del tranquilizante, la mujer que la había pinchado le preguntó la edad.

Nancy estaba decidida a no responder, pero descubrió que la droga le impedía negarse a responder.

—Sesenta y tres —murmuró.

—¿Cómo se siente una cuando es virgen a los sesenta y tres?

Nancy se oyó responder a través de una niebla aterciopelada. Le sorprendió la respuesta, quería protestar, esa respuesta no podía ser suya.

—Sin sentido.

Momentos después, le preguntó torpemente a la mujer:

—¿Qué había en la jeringuilla?

—¿Qué había en la jeringuilla, cielo? Bueno, cielo, lo llaman «suero de la verdad».

La luna estaba baja cuando Nancy se despertó, pero la noche seguía en el exterior. Las sombras eran alargadas y había luz de velas. Nancy nunca había visto arder una vela.

Lo que despertó a Nancy fue un sueño sobre mosquitos y abejas. Los mosquitos y las abejas se habían extinguido. Así como los pájaros. Pero Nancy soñó que millones de insectos pululaban a su alrededor de cintura para abajo. No la picaban. La abanicaban. Nancy era una cabezahueca.

Volvió a dormirse. Cuando se despertó otra vez, tres mujeres la conducían a un cuarto de baño con las cabezas todavía cubiertas por medias. El cuarto estaba lleno del vapor de alguien que se había bañado antes. Las huellas mojadas de otra persona cruzaban el suelo y el aire olía a perfume de pino.

Recuperó la voluntad y la inteligencia mientras la bañaban, perfumaban y vestían con un camisón blanco. Cuando las mujeres retrocedieron para contemplarla, les dijo con calma: «Puede que ahora sea una cabezahueca. Pero eso no significa que tenga que pensar y actuar como tal».

Nadie se lo discutió.

 

La llevaron abajo y la sacaron al exterior de la casa. Esperaba que la hicieran bajar por otra boca de alcantarilla. El marco perfecto para ser violada por Billy, pensaba, las cloacas.

Pero la condujeron a través del cemento verde, donde solía estar el césped, y luego a través del cemento amarillo, donde solía estar la playa, y luego hasta el cemento azul, donde solía estar el puerto. Había veintiséis yates que habían pertenecido a diversos Kennedy hundidos hasta la línea de flotación en cemento azul. Iba a ser al más antiguo de estos yates, el Marlin, en otro tiempo propiedad de Joseph P. Kennedy, adonde acompañaran a Nancy.

Amanecía. Debido a los altos edificios de apartamentos que rodeaban el Museo Kennedy, pasaría una hora antes de que la luz directa del sol alcanzara el microcosmos de debajo de la cúpula geodésica.

Nancy fue escoltada hasta la escalera que daba al camarote de proa del Marlin. Las mujeres le indicaron por señas que debía bajar los cinco escalones sola.

Nancy se quedó momentáneamente paralizada, así como las otras dos mujeres. Y había dos estatuas verdaderas en el retablo del puente. De pie junto al timón había una estatua de Frank Wirtanen, antiguo capitán del Marlin. A su lado estaba su hijo y segundo de a bordo, Carly. No prestaban la menor atención a la pobre Nancy. Tenían la vista fija en “el cemento azul del otro lado del parabrisas.

Nancy, descalza y con un fino camisón blanco, descendió valientemente hasta el camarote de proa, bañado de luz de velas y aroma de pino. La escotilla de la escalera fue cerrada con cerrojo a su espalda.

Las emociones de Nancy y el mobiliario antiguo del camarote eran tan complejas que al principio Nancy no pudo discernir a Billy el Poeta de su entorno, de la caoba y el cristal emplomado. Luego lo vio al fondo del camarote, con la espalda apoyada en la puerta del puente de proa. Iba vestido con un pijama de seda color púrpura y cuello mao. El pijama estaba ribeteado en rojo y sobre el pecho sedoso de Billy se retorcía un dragón dorado. Escupía fuego.

A modo de anticlímax, Billy llevaba gafas. Sostenía un libro.

Nancy se colocó en el penúltimo escalón, agarró con firmeza los asideros de la escalera de cámara. Enseñó los dientes, calculó que se necesitarían diez hombres del tamaño de Billy para moverla de allí.

Entre los dos había una mesa grande. Nancy había imaginado que el camarote estaría dominado por una cama, posiblemente con forma de cisne, pero el Marlin era “una barca diurna. El camarote era cualquier cosa menos un serrallo. Era tan voluptuoso como un comedor de clase media-baja en Akron, Ohio, hacia 1910.

Había una vela sobre la mesa. Además de una heladera, dos copas y una botella de champán. El champán era tan ilegal como la heroína.

Billy se quitó las gafas, la saludó con una sonrisa tímida y avergonzada y dijo:

—Bienvenida.

—De aquí no paso.

Él accedió.

—Ahí estás muy guapa.

—¿Y qué se supone que tengo que decir yo? ¿Que estás despampanante? ¿Que me embarga un deseo incontenible de lanzarme entre tus brazos viriles?

—Si quisieras hacerme feliz, así lo conseguirías, desde luego. —Dijo esto con humildad.

—¿Y qué pasa con mi felicidad?

La pregunta pareció desconcertar a Billy.

—Nancy… Para eso es todo esto.

—¿Qué pasa si mi idea de la felicidad no coincide con la tuya?

—¿Y cuál crees tú que es mi idea de la felicidad?

—No voy a lanzarme entre tus brazos y no voy a beber ese veneno y no voy a moverme de aquí a menos que alguien me obligue. Así que creo que tu idea de la felicidad va a resultar ser ocho personas agarrándome sobre esa mesa mientras me apuntas valientemente con una pistola en la cabeza… y haces lo que quieras. Así es como va a tener que ser, de modo que ¡llama a tus amigos y acabemos!

Y así lo hizo.

 

Él no le hizo daño. La desvirgó con una destreza clínica que a ella le pareció repugnante. Cuando todo acabó, él no se mostró chulesco ni orgulloso. Al contrario, estaba terriblemente deprimido y le dijo a Nancy: «Créeme, de haber existido otro modo…».

A lo que ella respondió con un rostro imperturbable y silenciosas lágrimas de humillación.

Los ayudantes de Billy bajaron una litera plegable de la pared. Era poco más ancha que una estantería para libros y colgaba de cadenas. Nancy se dejó acostar y volvió a quedarse a solas con Billy el Poeta. Grande como era, como un contrabajo embutido en aquel estante estrecho, Nancy se sentía como cosita pequeña y penosa. La habían tapado con una manta áspera de los excedentes de guerra. Fue idea suya subir una esquina de la manta para taparse la cara.

Nancy adivinaba por los ruidos lo que Billy estaba haciendo, que no era mucho. Billy estaba sentado a la mesa, de vez en “cuando suspiraba o resoplaba, y pasaba páginas de un libro. Encendió un cigarro y el olor del tabaco se coló bajo la manta. Billy inhaló, luego tosió y tosió y tosió.

Cuando amainaron las toses, Nancy dijo con aversión a través de la manta:

—Eres fuerte, imperioso, potente. Tiene que ser maravilloso ser tan viril.

Billy suspiró.

—No soy una cabezahueca demasiado típica —dijo Nancy—. Ha sido horrible… Todo me ha parecido horrible.

Billy resopló y pasó una página.

—Supongo que a las otras mujeres les encantó…, nunca tenían bastante.

—No.

Nancy se descubrió la cara.

—¿Qué quiere decir no?

—Todas eran como tú.

Con esto bastó para que Nancy se sentara y lo mirara fijamente.

—Las mujeres que te han ayudado esta noche…

—¿Qué les pasa?

—¿Les hiciste lo mismo que a mí?

Él no levantó la vista del libro.

—Correcto.

—Entonces ¿por qué no te matan en lugar de ayudarte?

—Porque lo comprenden. —Y luego añadió con suavidad—: Están agradecidas.

Nancy salió de la cama, se acercó a la mesa, se asió a su borde y se inclinó hacia él. Y le dijo muy tensa:

—Yo no te estoy agradecida.

—Lo estarás.

—¿Y qué podría obrar el milagro?

—El tiempo —contestó Billy.

Billy cerró el libro y se levantó. Nancy se sentía turbada por el magnetismo de aquel hombre. De algún modo, él volvía a estar al mando.

—La experiencia por la que has pasado, Nancy, es una noche de bodas típica para una chica mojigata de hace cien años, cuando todos eran cabezashuecas. El novio se las apañaba sin ayudantes, porque por lo general la novia no estaba predispuesta a matarlo. Por lo demás, el espíritu de la ocasión era muy similar. Éste es el pijama que llevaba mi tatarabuelo en su noche de bodas en las Cataratas del Niágara. Según su diario, su novia lloró toda la noche y vomitó dos veces. Pero con el paso del tiempo, se volvió una entusiasta del sexo.

Era el turno de réplica de Nancy, que no replicó. Comprendía la historia. Le asustaba comprender tan fácilmente que el entusiasmo sexual pudiera crecer más y más a partir de un comienzo horripilante.

—Eres una cabezahueca muy típica. Si te paras a pensarlo, te darás cuenta de que estás enfadada porque soy un amante pésimo, además de un canijo de aspecto cómico. Y de ahora en adelante no podrás evitar soñar con un compañero verdaderamente digno de una Juno como tú. Lo encontrarás: alto, fuerte y caballeroso. El movimiento cabezahueca crece a pasos agigantados.

—Pero —dijo Nancy, y lo dejó aquí. Miró el amanecer por el ojo de buey.

—Pero qué.

—El mundo está hecho un lío por culpa de los cabezahuecas de los viejos tiempos. ¿No lo ves? —alegaba sin demasiada convicción—. El mundo ya no puede permitirse el sexo.

—Pues claro que puede permitírselo. Lo que ya no puede permitirse es la reproducción.

—Entonces ¿para qué están las leyes?

—Son leyes malas. Si retrocedes a lo largo de la historia, descubrirás que la gente que se ha mostrado más deseosa por gobernar, por crear las leyes, hacerlas cumplir y decirle a todo el mundo cómo quiere el Señor todopoderoso que sean las cosas en la Tierra, todas esas personas se han permitido a sí mismas y a sus amigos todo lo que han querido. Pero se han sentido absolutamente asqueadas y aterrorizadas por la sexualidad natural de los hombres y las mujeres corrientes. El porqué no lo sé. Es una de las muchas preguntas que me gustaría plantear un día a las máquinas. Pero una cosa sí sé: ese asco y terror han triunfado por completo. Hoy casi todos los hombres y las mujeres parecen algo recogido por un gato en la calle. La única belleza sexual que puede contemplar hoy un ser humano cualquiera está en la mujer que lo matará. El sexo es la muerte. Una ecuación simple y desagradable: «Sexo es muerte. QED». Ahora comprendes, Nancy, que he pasado esta noche y otras muchas iguales intentando devolver cierta cantidad de placer inocente al mundo, que en este sentido es más pobre de lo necesario.

Nancy se sentó y asintió en silencio.

—Te diré lo que hizo mi abuelo al alba de su noche de bodas —dijo Billy.

—No creo que quiera escucharlo.

—No es nada violento. Es… Se supone que es tierno.

—A lo mejor por eso no quiero oírlo.

—Le leyó un poema a su novia. —Billy tomó el libro de la mesa y lo abrió—. En su diario dice qué poema. Aunque no somos marido y mujer y aunque quizá no volvamos a vernos en años, me gustaría leerte este poema para que sepas que te he querido.

—Por favor…, no. No podría soportarlo.

—De acuerdo, dejaré el libro aquí, con la página marcada, por si quieres leerlo más adelante. Es el poema que empieza:

 

¿Cómo te quiero? Déjame contar las maneras.

Te quiero hasta lo más profundo, ancho y alto

que alcanza mi alma cuando se pierde de vista

tras los límites del Ser y la Gracia ideal.

 

Billy dejó un frasco encima del libro.

—También te dejo estas píldoras. Si te tomas una al mes, nunca tendrás hijos. Y seguirás siendo cabezahueca.

Y se marchó. Se marcharon todos menos Nancy.

Cuando Nancy por fin levantó la vista hacia el libro y el frasco, vio que estaba etiquetado. En la etiqueta ponía lo siguiente:

BIENVENIDO A LA JAULA DE LOS MONOS

 

 

Traducción de Cruz Rodríguez

 

 

 

welcome to the monkey house

 

 

 

So Pete Crocker, the sheriff of Barnstable County, which was the whole of Cape Cod, came into the Federal Ethical Suicide Parlor in Hyannis one May afternoon—and he told the two six-foot Hostesses there that they weren’t to be alarmed, but that a notorious nothinghead named Billy the Poet was believed headed for the Cape.

A nothinghead was a person who refused to take his ethical birth-control pills three times a day. The penalty for that was $10,000 and ten years in jail.

This was at a time when the population of Earth was 17 billion human beings. That was far too many mammals that big for a planet that small. The people were virtually packed together like drupelets.

Drupelets are the pulpy little knobs that compose the outside of a raspberry.
So the World Government was making a two-pronged attack on overpopulation. One pronging was the encouragement of ethical suicide, which consisted of going to the nearest Suicide Parlor and asking a Hostess to kill you painlessly while you lay on a Barcalounger. The other pronging was compulsory ethical birth control.

The sheriff told the Hostesses, who were pretty, tough-minded, highly intelligent girls, that roadblocks were being set up and house-to-house searches were
being conducted to catch Billy the Poet. The main difficulty was that the police didn’t know what he looked like. The few people who had seen him and known him for what he was were women—and they disagreed fantastically as to his height, his hair color, his voice, his weight, the color of his skin.

“I don’t need to remind you girls,” the sheriff went on, “that a nothinghead is very sensitive from the waist down. If Billy the Poet somehow slips in here and starts making trouble, one good kick in the right place will do wonders.”

He was referring to the fact that ethical birth-control pills, the only legal form of birth control, made people numb from the waist down.

Most men said their bottom halves felt like cold iron or balsa-wood. Most women said their bottom halves felt like wet cotton or stale ginger ale. The pills were so effective that you could blindfold a man who had taken one, tell him to recite the Gettysburg Address, kick him in the balls while he was doing it, and he wouldn’t miss a syllable.

The pills were ethical because they didn’t interfere with a person’s ability to reproduce, which would have been unnatural and immoral. All the pills did was take every bit of pleasure out of sex.

Thus did science and morals go hand in hand.

·    ·    ·

 

The two Hostesses there in Hyannis were Nancy McLuhan and Mary Kraft. Nancy was a strawberry blonde. Mary was a glossy brunette. Their uniforms were white lipstick, heavy eye makeup, purple body stockings with nothing
underneath, and black-leather boots. They ran a small operation—with only six suicide booths. In a really good week, say the one before Christmas, they might put sixty people to sleep. It was done with a hypodermic syringe.

“My main message to you girls,” said Sheriff Crocker, “is that everything’s well under control. You can just go about your business here.”

“Didn’t you leave out part of your main message?” Nancy asked him.

“I don’t get you.”

“I didn’t hear you say he was probably headed straight for us.”

He shrugged in clumsy innocence. “We don’t know that for sure.”

“I thought that was all anybody did know about Billy the Poet: that he specializes in deflowering Hostesses in Ethical Suicide Parlors.” Nancy was a virgin. All Hostesses were virgins. They also had to hold advanced degrees in psychology and nursing. They also had to be plump and rosy, and at least six feet tall.

America had changed in many ways, but it had yet to adopt the metric system.

Nancy McLuhan was burned up that the sheriff would try to protect her and Mary from the full truth about Billy the Poet—as though they might panic if they heard it. She told the sheriff so.

“How long do you think a girl would last in the E. S. S.,” she said, meaning the Ethical Suicide Service, “if she scared that easy?”

The sheriff took a step backward, pulled in his chin. “Not very long, I guess.”

“That’s very true,” said Nancy, closing the distance between them and offering him a sniff of the edge of her hand, which was poised for a karate chop. All Hostesses were experts at judo and karate. “If you’d like to find out how helpless we are, just come toward me, pretending you’re Billy the Poet.”

The sheriff shook his head, gave her a glassy smile. “I’d rather not.”

“That’s the smartest thing you’ve said today,” said Nancy, turning her back on him while Mary laughed. “We’re not scared—we’re angry. Or we’re not even that. He isn’t worth that. We’re bored. How boring that he should come a great distance, should cause all this fuss, in order to—” She let the sentence die there. “It’s just too absurd.”

“I’m not as mad at him as I am at the women who let him do it to them without a
“a struggle”—said Mary—“who let him do it and then couldn’t tell the police what he looked like. Suicide Hostesses at that!”

“Somebody hasn’t been keeping up with her karate,” said Nancy.

·    ·    ·

It wasn’t just Billy the Poet who was attracted to Hostesses in Ethical Suicide Parlors. All nothingheads were. Bombed out of their skulls with the sex madness that came from taking nothing, they thought the white lips and big eyes and body stocking and boots of a Hostess spelled sex, sex, sex.

The truth was, of course, that sex was the last thing any Hostess ever had in mind.

“If Billy follows his usual M.O.,” said the sheriff, “he’ll study your habits and the neighborhood. And then he’ll pick one or the other of you and he’ll send her a dirty poem in the mail.”

“Charming,” said Nancy.

“He has also been known to use the telephone.”

“How brave,” said Nancy. Over the sheriff’s shoulder, she could see the mailman coming.

A blue light went on over the door of a booth for which Nancy was responsible. The person in there wanted something. It was the only booth in use at the time.

The sheriff asked her if there was a possibility that the person in there was Billy the Poet, and Nancy said, “Well, if it is, I can break his neck with my thumb and forefinger.”

“Foxy Grandpa,” said Mary, who’d seen him, too. A Foxy Grandpa was any old man, cute and senile, who quibbled and joked and reminisced for hours before he let a Hostess put him to sleep.

Nancy groaned. “We’ve spent the past two hours trying to decide on a last meal.”

And then the mailman came in with just one letter. It was addressed to Nancy in smeary pencil. She was splendid with anger and disgust as she opened it, knowing it would be a piece of filth from Billy.

She was right. Inside the envelope was a poem. It wasn’t an original poem. It was a song from olden days that had taken on new meanings since the numbness of ethical birth control had become universal. It went like this, in smeary pencil again:

 

 

We were walking through the park,

A-goosing statues in the dark.

If Sherman’s horse can take it,

So can you.

 

 

When Nancy came into the suicide booth to see what he wanted, the Foxy Grandpa was lying on the mint-green Barcalounger, where hundreds had died so peacefully over the years. He was studying the menu from the Howard Johnson’s next door and beating time to the Muzak coming from the loudspeaker on the lemon-yellow wall. The room was painted cinder block. There was one barred window with a Venetian blind.

There was a Howard Johnson’s next door to every Ethical Suicide Parlor, and vice versa. The Howard Johnson’s had an orange roof and the Suicide Parlor had a purple roof, but they were both the Government. Practically everything was the Government.

Practically everything was automated, too. Nancy and Mary and the sheriff were lucky to have jobs. Most people didn’t. The average citizen moped around home and watched television, which was the Government. Every fifteen minutes his television would urge him to vote intelligently or consume intelligently, or worship in the church of his choice, or love his fellowmen, or obey the laws—or pay a call to the nearest Ethical Suicide Parlor and find out how friendly and understanding a Hostess could be.

The Foxy Grandpa was something of a rarity, since he was marked by old age,
was bald, was shaky, had spots on his hands. Most people looked twenty-two, thanks to anti-aging shots they took twice a year. That the old man looked old was proof that the shots had been “discovered after his sweet bird of youth had flown.

“Have we decided on a last supper yet?” Nancy asked him. She heard peevishness in her own voice, heard herself betray her exasperation with Billy the Poet, her boredom with the old man. She was ashamed, for this was unprofessional of her. “The breaded veal cutlet is very good.”

The old man cocked his head. With the greedy cunning of second childhood, he had caught her being unprofessional, unkind, and he was going to punish her for it. “You don’t sound very friendly. I thought you were all supposed to be friendly. I thought this was supposed to be a pleasant place to come.”

“I beg your pardon,” she said. “If I seem unfriendly, it has nothing to do with you.”

“I thought maybe I bored you.”

“No, no,” she said gamely, “not at all. You certainly know some very interesting history.” Among other things, the Foxy Grandpa claimed to have known J. Edgar Nation, the Grand Rapids druggist who was the father of ethical birth control.

“Then look like you’re interested,” he told her. He could get away with that sort of impudence. The thing was, he could leave any time he wanted to, right up to the moment he asked for the needle—and he had to ask for the needle. That was the law.

Nancy’s art, and the art of every Hostess, was to see that volunteers didn’t leave, to coax and wheedle and flatter them patiently, every step of the way.

So Nancy had to sit down there in the booth, to pretend to marvel at the
freshness of the yarn the old man told, a story everybody knew, about how J. Edgar Nation happened to experiment with ethical birth control.

“He didn’t have the slightest idea his pills would be taken by human beings someday,” said the Foxy Grandpa. “His dream was to introduce morality into the monkey house at the Grand Rapids Zoo. Did you realize that?” he inquired severely.

“No. No, I didn’t. That’s very interesting.”

“He and his eleven kids went to church one Easter. And the day was so nice and the Easter service had been so beautiful and pure that they decided to take a walk through the zoo, and they were just walking on clouds.”

“Um.” The scene described was lifted from a play that was performed on television every Easter.

The Foxy Grandpa shoehorned himself into the scene, had himself chat with the Nations just before they got to the monkey house. “ ‘Good morning, Mr. Nation,’ I said to him. ‘It certainly is a nice morning.’ ‘And a good morning to you, Mr. Howard,’ he said to me. ‘There is nothing like an Easter morning to make a man feel clean and reborn and at one with God’s intentions”.

“Um.” Nancy could hear the telephone ringing faintly, naggingly, through the nearly soundproof door.

“So we went on to the monkey house together, and what do you think we saw?”

“I can’t imagine.” Somebody had answered the phone.

“We saw a monkey playing with his private parts!»

“No!”

“Yes! and J. Edgar Nation was so upset he went straight home and he started developing a pill that would make monkeys in the springtime fit things for a Christian family to see.”

There was a knock on the door.

“Yes—?” said Nancy.

“Nancy,” said Mary, “telephone for you.”

When Nancy came out of the booth, she found the sheriff choking on little squeals of law-enforcement delight. The telephone was tapped by agents hidden in the Howard Johnson’s. Billy the Poet was believed to be on the line. His call had been traced. Police were already on their way to grab him.

“Keep him on, keep him on,” the sheriff whispered to Nancy, and he gave her the telephone as though it were solid gold.

“Yes——?” said Nancy.

“Nancy McLuhan?” said a man. His voice was disguised. He might have been speaking through a kazoo. “I’m calling for a mutual friend.”

“Oh?”

“He asked me to deliver a message.”

“I see.”

“It’s a poem.”

“All right.”

“Ready?”

“Ready.” Nancy could hear sirens screaming in the background of the call.

The caller must have heard the sirens, too, but he recited the poem without any emotion. It went like this:

 

“Soak yourself in Jergen’s Lotion.

Here comes the one-man pop-

ulation

explosion.”

 

 

They got him. Nancy heard it all—the thumping and clumping, the argle-bargle and cries.

The depression she felt as she hung up was glandular. Her brave body had prepared for a fight that was not to be.

The sheriff bounded out of the Suicide Parlor, in such a hurry to see the famous criminal he’d helped catch that a sheaf of papers fell from the pocket of his trench coat.

Mary picked them up, called after the sheriff. He halted for a moment, said the papers didn’t matter any more, asked her if maybe she wouldn’t like to come along. There was a flurry between the two girls, with Nancy persuading Mary to go, declaring that she had no curiosity about Billy. So Mary left, irrelevantly handing the sheaf to Nancy.

The sheaf proved to be photocopies of poems Billy had sent to Hostesses in other places. Nancy read the top one. It made much of a peculiar side effect of ethical birth-control pills: They not only made people numb—they also made people piss blue. The poem was called What the Somethinghead Said to the Suicide Hostess, and it went like this:

 

 

“I did not sow, I did not spin,

And thanks to pills I did not sin.

I loved the crowds, the stink, the noise.

And when I peed, I peed turquoise.

I ate beneath a roof of orange;

Swung with progress like a door hinge.

’Neath purple roof I’ve come today

To piss my azure life away.

 

Virgin hostess, death’s recruiter,

Life is cute, but you are cuter.

Mourn my pecker, purple daughter—

All it passed was sky-blue water.

 

 

“You never heard that story before—about how J. Edgar Nation came to invent ethical birth control?” the Foxy Grandpa wanted to know. His voice cracked.

“Never did,” lied Nancy.

“I thought everybody knew that.”

“It was news to me.”

“When he got through with the monkey house, you couldn’t tell it from the Michigan Supreme Court. Meanwhile, there was this crisis going on in the United Nations. The people who understood science said people had to quit reproducing so much, and the people who understood morals said society would collapse if people used sex for nothing but pleasure.”

The Foxy Grandpa got off his Barcalounger, went over to the window, pried two slats of the blind apart. There wasn’t much to see out there. The view was blocked by the backside of a mocked-up thermometer twenty feet high, which faced the street. It was calibrated in billions of people on Earth, from zero to twenty. The make-believe column of liquid was a strip of translucent red plastic. It showed how many people there were on Earth. Very close to the bottom was a black arrow that showed what the scientists thought the population ought to be.

The Foxy Grandpa was looking at the setting sun through that red plastic, and through the blind, too, so that his face was banded with shadows and red.

“Tell me “—” he said, “when I die, how much will that thermometer go down? A foot?”

“No.”

“An inch?”

“Not quite.”

“You know what the answer is, don’t you?” he said, and he faced her. The senility had vanished from his voice and eyes. “One inch on that thing equals 83,333 people. You knew that, didn’t you?”

“That—that might be true,” said Nancy, “but that isn’t the right way to look at it, in my opinion.”

He didn’t ask her what the right way was, in her opinion. He completed a thought of his own, instead. “I’ll tell you something else that’s true: I’m Billy the Poet, and you’re a very good-looking woman.”

With one hand, he drew a snub-nosed revolver from his belt. With the other, he peeled off his bald dome and wrinkled forehead, which proved to be rubber. Now he looked twenty-two.

“The police will want to know exactly what I look like when this is all over,” he told Nancy with a malicious grin. “In case you’re not good at describing people, and it’s surprising how many women aren’t:

 

“I’m five foot two,

With eyes of blue,

With Brown hair to my shoulders—

A manly elf

So full of self

The ladies say he smolders.”

 

Billy was ten inches shorter than Nancy was. She had about forty pounds on him. She told him he didn’t have a chance, but Nancy was much mistaken. He had unbolted the bars on the window the night before and he made her go out the window and then down a manhole that was hidden from the street by the big thermometer.

He took her down into the sewers of Hyannis. He knew where he was going. He had a flashlight and a map. Nancy had to go before him along the narrow catwalk, her own shadow dancing mockingly in the lead. She tried to guess where they were, relative to the real world above. She guessed correctly when they passed under the Howard Johnson’s, guessed from noises she heard. The machinery that processed and served the food there was silent. But, so people wouldn’t feel too lonesome when eating there, the designers had provided sound effects for the kitchen. It was these Nancy heard—a tape recording of the clashing of silverware and the laughter of Negroes and Puerto Ricans.

After that she was lost. Billy had very little to say to her other than “Right,” or, “Left,” or “Don’t try anything funny, Juno, or I’ll blow your great big fucking head off.”

Only once did they have anything resembling a conversation. Billy began it, and ended it, too. “What in hell is a girl with hips like yours doing selling death?” he asked her from behind.

She dared to stop. “I can answer that,” she told him. She was confident that she could give him an answer that would shrivel him like napalm.

But he gave her a shove, offered to blow her fucking head off again.

“You don’t even want to hear my answer,” she taunted him. “You’re afraid to hear it.”

“I never listen to a woman till the pills wear off,” sneered Billy. That was his plan, then—to keep her a prisoner for at least eight hours. That was how long it took for the pills to wear off

“That’s a silly rule.”

“A woman’s not a woman till the “pills wear off.”
“You certainly manage to make a woman feel like an object rather than a person.”

“Thank the pills for that,” said Billy.

 

·    ·    ·

 

There were 80 miles of sewers under Greater Hyannis, which had a population of 400,000 drupelets, 400,000 souls. Nancy lost track of the time down there. When Billy announced that they had at last reached their destination, it was possible for Nancy to imagine that a year had passed.

She tested this spooky impression by pinching her own thigh, by feeling what the chemical clock of her body said. Her thigh was still numb.

Billy ordered her to climb iron rungs that were set in wet masonry. There was
a circle of sickly light above. It proved to be moonlight filtered through the plastic polygons of an enormous geodesic dome. Nancy didn’t have to ask the traditional victim’s question, “Where am I?” There was only one dome like that on Cape Cod. It was in Hyannis Port and it sheltered the ancient Kennedy Compound.

It was a museum of how life had been lived in more expansive times. The museum was closed. It was open only in the summertime.

The manhole from which Nancy and then Billy emerged was set in an expanse of green cement, which showed where the Kennedy lawn had been. On the green cement, in front of the ancient frame houses, were statues representing the fourteen Kennedys who had been Presidents of the United States or the World. They were playing touch football.

The President of the World at the time of Nancy’s abduction, incidentally, was an ex-Suicide Hostess named “Ma” Kennedy. Her statue would never join this particular touch-football game. Her name was Kennedy, all right, but she wasn’t the real thing. People complained of her lack of style, found her vulgar. On the wall of her office was a sign that said, YOU DON’T HAVE TO BE CRAZY TO WORK HERE, BUT IT SURE HELPS, and another one that said THIMK!, and another one that said, SOMEDAY WE’RE GOING TO HAVE TO GET ORGANIZED AROUND HERE.

Her office was in the Taj Mahal.

 

·    ·    ·

 

Until she arrived in the Kennedy Museum, Nancy McLuhan was confident that she would sooner or later get a chance to break every bone in Billy’s little body, maybe even shoot him with his own gun. She wouldn’t have minded doing those things. She thought he was more disgusting than a blood-filled tick.

It wasn’t compassion that changed her mind. It was the discovery that Billy had a gang. There were at least eight people around the manhole, men and women in equal numbers, with stockings pulled over their heads. It was the women who laid firm hands on Nancy, told her to keep calm. They were all at least as tall as Nancy and they held her in places where they could hurt her like hell if they had to.

Nancy closed her eyes, but this “didn’t protect her from the obvious conclusion: These perverted women were sisters from the Ethical Suicide Service. This upset her so much that she asked loudly and bitterly, “How can you violate your oaths like this?”

She was promptly hurt so badly that she doubled up and burst into tears.

When she straightened up again, there was plenty more she wanted to say, but she kept her mouth shut. She speculated silently as to what on Earth could make Suicide Hostesses turn against every concept of human decency. Nothingheadedness alone couldn’t begin to explain it. They had to be drugged besides.

Nancy went over in her mind all the terrible drugs she’d learned about in school, persuaded herself that the women had taken the worst one of all. That drug was so powerful, Nancy’s teachers had told her, that even a person numb from the waist down would copulate repeatedly and enthusiastically after just one glass. That had to be the answer: The women, and probably the “men, too, had been drinking gin.

 

·    ·    ·

 

They hastened Nancy into the middle frame house, which was dark like all the rest, and Nancy heard the men giving Billy the news. It was in this news that Nancy perceived a glint of hope. Help might be on its way.

The gang member who had phoned Nancy obscenely had fooled the police into believing that they had captured Billy the Poet, which was bad for Nancy. The police didn’t know yet that Nancy was missing, two men told Billy, and a telegram had been sent to Mary Kraft in Nancy’s name, declaring that Nancy had been called to New York City on urgent family business.

That was where Nancy saw the glint of hope: Mary wouldn’t believe that telegram. Mary knew Nancy had no family in New York. Not one of the 63,000,000 people living there was a relative of Nancy’s.

The gang had deactivated the burglar-alarm system of the museum. They had also cut through a lot of the chains and ropes that were meant to keep visitors from touching anything of value. There was no mystery as to who and what had done the cutting. One of the “men was armed with brutal lopping shears.

They marched Nancy into a servant’s bedroom upstairs. The man with the shears cut the ropes that fenced off the narrow bed. They put Nancy into the bed and two men held Nancy while a woman gave her a knockout shot.

Billy the Poet had disappeared.

As Nancy was going under, the woman who had given her the shot asked her how old she was.

Nancy was determined not to answer, but discovered that the drug had made her powerless not to answer. “Sixty-three,” she murmured.

“How does it feel to be a virgin at sixty-three?”

Nancy heard her own answer through a velvet fog. She was amazed by the answer, wanted to protest that it couldn’t possibly be hers. “Pointless,” she’d said.

Moments later, she asked the woman thickly, “What was in that needle?”
“What was in the needle, honey bunch? Why, honey bunch, they call that ‘truth serum.’ ”

 

·    ·    ·

 

The moon was down when Nancy woke up—but the night was still out there. The shades were drawn and there was candlelight. Nancy had never seen a lit candle before.

What awakened Nancy was a dream of mosquitoes and bees. Mosquitoes and bees were extinct. So were birds. But Nancy dreamed that millions of insects were swarming about her from the waist down. They didn’t sting. They fanned her. Nancy was a nothinghead.

She went to sleep again. When she awoke next time, she was being led into a bathroom by three women, still with stockings over their heads. The bathroom was already filled with the steam from somebody else’s bath. There were somebody else’s wet footprints crisscrossing the floor and the air reeked of pine-needle perfume.

Her will and intelligence returned as she was bathed and perfumed and dressed in a white nightgown. When the women stepped back to admire her, she said to them quietly, “I may be a nothinghead now. But that doesn’t mean I have to think like one or act like one.”

Nobody argued with her.

 

·    ·    ·

 

Nancy was taken downstairs and out of the house. She fully expected to be sent down a manhole again. It would be the perfect setting for her violation by Billy, she was thinking—down in a sewer.

But they took her across the green cement, where the grass used to be, and then across the yellow cement, where the beach used to be, and then out onto the blue cement, where the harbor used to be. There were twenty-six yachts that had belonged to various Kennedys, sunk up to their water lines in blue cement. It was to the most ancient of these yachts, the Marlin, once the property of Joseph P. Kennedy, that they delivered Nancy.

It was dawn. Because of the high-rise apartments all around the Kennedy Museum, it would be an hour before any direct sunlight would reach the microcosm under the geodesic dome.

Nancy was escorted as far as the companionway to the forward cabin of the Marlin. The women pantomimed that she was expected to go down the five steps alone.

Nancy froze for the moment and so did the women. And there were two actual statues in the tableau on the bridge. Standing at the wheel was a statue of Frank Wirtanen, once skipper of the Marlin. And next to him was his son and first mate, Carly. They weren’t paying any attention to poor Nancy. They were staring out through the windshield at the blue cement.

Nancy, barefoot and wearing a thin white nightgown, descended bravely into the forward cabin, which was a pool of candlelight and pine-needle perfume. The companionway hatch was closed and locked behind her.

Nancy’s emotions and the antique furnishings of the cabin were so complex that Nancy could not at first separate Billy the Poet from his surroundings, from all the mahogany and leaded glass. And then she saw him at the far end of the cabin, with his back against the door to the forward cockpit. He was wearing purple silk pajamas with a Russian collar. They were piped in red, and writhing across Billy’s silken breast was a golden dragon. It was belching fire.

Anticlimactically, Billy was wearing glasses. He was holding a book.

Nancy poised herself on the next-to-the-bottom step, took a firm grip on the handholds in the companionway. She bared her teeth, calculated that it would take ten men Billy’s size to dislodge her.

Between them was a great table. Nancy had expected the cabin to be dominated by a bed, possibly in the shape of a swan, but the Marlin was a day boat. The cabin was anything but a seraglio. It was about as voluptuous as a lower-middle-class dining room in Akron, Ohio, around 1910.

A candle was on the table. So were an ice bucket and two glasses and a quart of champagne. Champagne was as illegal as heroin.

Billy took off his glasses, gave her a shy, embarrassed smile, said, “Welcome.”
“This is as far as I come.”

He accepted that. “You’re very beautiful there.”

“And what am I supposed to say—that you’re stunningly handsome? That I feel an overwhelming desire to throw myself into your manly arms?”

“If you wanted to make me happy, that would certainly be the way to do it.” He said that humbly.

“And what about my happiness?”

The question seemed to puzzle him. “Nancy—that’s what this is all about.”

“What if my idea of happiness doesn’t coincide with yours?”

“And what do you think my idea of happiness is?”

“I’m not going to throw myself into your arms, and I’m not going to drink that poison, and I’m not going to budge from here unless somebody makes me,” said Nancy. “So I think your idea of happiness is going to turn out to be eight people holding me down on that table, while you bravely hold a cocked pistol to my head—and do what you want. That’s the way it’s going to have to be, so call your friends and get it over with!”

Which he did.

 

·    ·    ·

 

He didn’t hurt her. He deflowered her with a clinical skill she found ghastly. When it was all over, he didn’t seem cocky or proud. On the contrary, he was terribly depressed, and he said to Nancy, “Believe me, if there’d been any other
“way—”

Her reply to this was a face like stone—and silent tears of humiliation.

His helpers let down a folding bunk from the wall. It was scarcely wider than a bookshelf and hung on chains. Nancy allowed herself to be put to bed in it, and she was left alone with Billy the Poet again. Big as she was, like a double bass wedged onto that narrow shelf, she felt like a pitiful little thing. A scratchy, war-surplus blanket had been tucked in around her. It was her own idea to pull up a corner of the blanket to hide her face.

Nancy sensed from sounds what Billy was doing, which wasn’t much. He was sitting at the table, sighing occasionally, sniffing occasionally, turning the pages of a book. He lit a cigar and the stink of it seeped under her blanket. Billy inhaled the cigar, then coughed and coughed and coughed.

When the coughing died down, Nancy said loathingly through the blanket, “You’re so strong, so masterful, so healthy. It must be wonderful to be so manly.”

Billy only sighed at this.

“I’m not a very typical nothinghead,” she said. “I hated it—hated everything about it.”

Billy sniffed, turned a page.

“I suppose all the other women just loved it—couldn’t get enough of it.”

“Nope.”

She uncovered her face. “What do you mean, ‘Nope’?”

“They’ve all been like you.”

This was enough to make Nancy sit up and stare at him. “The women who helped you tonight——”

“What about them?”

“You’ve done to them what you did to me?”

He didn’t look up from his book. “That’s right.”

“Then why don’t they kill you instead of helping you?”

“Because they understand.” And then he added mildly, “They’re grateful.”

Nancy got out of bed, came to the table, gripped the edge of the table, leaned close to him. And she said to him tautly, “I am not grateful.”

“You will be.”

“And what could possibly bring about that miracle?”

“Time,” said Billy.

Billy closed his book, stood up. Nancy was confused by his magnetism. Somehow he was very much in charge again.

“What you’ve been through, Nancy,” he said, “is a typical wedding night for a strait-laced girl of a hundred years ago, when everybody was a nothinghead. The groom did without helpers, because the bride wasn’t customarily ready to kill him. Otherwise, the spirit of the occasion was much the same. These are the pajamas my great-great-grandfather wore on his wedding night in Niagara Falls.

“According to his diary, his bride cried all that night, and threw up twice. But, with the passage of time, she became a sexual enthusiast.”

It was Nancy’s turn to reply by not replying. She understood the tale. It frightened her to understand so easily that, from gruesome beginnings, sexual enthusiasm could grow and grow.

“You’re a very typical nothinghead, «said Billy. “If you dare to think about it now, you’ll realize that you’re angry because I’m such a bad lover, and a funny-looking shrimp besides. And what you can’t help dreaming about from now on is a really suitable mate for a Juno like yourself.

“You’ll find him, too—tall and strong and gentle. The nothinghead movement is growing by leaps and bounds.”

“But—” said Nancy, and she stopped there. She looked out a porthole at the rising sun.

“But what?”

“The world is in the mess it is today because of the nothingheadedness of olden times. Don’t you see?” She was pleading weakly. “The world can’t afford sex anymore.”

“Of course it can afford sex,” said Billy. “All it can’t afford anymore is reproduction.”

“Then why the laws?”

“They’re bad laws,” said Billy. “If you go back through history, you’ll find that the people who have been most eager to rule, to make the laws, to enforce the laws and to tell everybody exactly how God Almighty wants things here on Earth—those people have forgiven themselves and their friends for anything and everything. But they have been absolutely disgusted and terrified by the natural sexuality of common men and women.

“Why this is, I do not know. That is one of the many questions I wish somebody would ask the machines. I do know this: The triumph of that sort of disgust and terror is now complete. Almost every man and woman looks and feels like something the cat dragged in. The only sexual beauty that an ordinary human being can see today is in the woman who will kill him. Sex is death. There’s a short and nasty equation for you: ‘Sex is death. Q. E. D.’

“So you see, Nancy,” said Billy, “I have spent this night, and many others like it, attempting to restore a certain amount of innocent pleasure to the world, which is poorer in pleasure than it needs to be.”

Nancy sat down quietly and bowed her head.

“I’ll tell you what my grandfather did on the dawn of his wedding night,” said Billy.

“I don’t think I want to hear it.”

“It isn’t violent. It’s—it’s meant to be tender.”

“Maybe that’s why I don’t want to hear it.”

“He read his bride a poem.” Billy took the book from the table, opened it. “His diary tells which poem it was. While we aren’t bride and groom, and while we may not meet again for many years, I’d like to read this poem to you, to have you know I’ve loved you.”

“Please—no. I couldn’t stand it.”

“All right, I’ll leave the book here, with the place marked, in case you want to
read it later. It’s the poem beginning:

 

How do I love thee? Let me count the ways.

I love thee to the depth and breadth and height

My soul can reach, when feeling out of sight

For the ends of Being and ideal Grace.”

 

“Billy put a small bottle on top of the book. “I am also leaving you these pills. If you take one a month, you will never have children. And still you’ll be a nothinghead.”

And he left. And they all left but Nancy.

When Nancy raised her eyes at last to the book and bottle, she saw that there was a label on the bottle. What the label said was this:

 

WELCOME TO THE MONKEY HOUSE.

 

 

 

 

 

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