ulises
El fotógrafo le ha hecho a Ulises un retrato póstumo, que le servirá para la esquela, para los recordatorios
fúnebres y para ponerlo, con un buen marco, tras el cristal del nicho, junto a las flores de plástico.
A veces la muerte nos pone cabeza de oscuro minotauro: a Ulises, por el motivo que sea, se la ha puesto
ya en vida. Es un hombre duro, curtido, recastado, con la franca rectitud de un cojo amargo y una cara corpulenta
de padre.
Ulises encontró la piedra, su piedra definitiva, cuando era todavía muy joven, y enseguida fue respetado y temido:
su justicia descansa en mecanismos ancestrales, implacables como el resorte de una navaja, que a veces hacen una justicia
tan perfecta que se vuelve inhumana.
Tiene una boca grande, musculada y poderosa: sabe, naturalmente, que lo que hagamos de nuestra vida depende
de ciertos mordiscos y por eso, cuando Ulises, con su dentadura de armador, hace una visita formal, ya sabes que tus pecados
han venido a buscarte.
Es el patriarca, y tal vez por eso, su mirada es tan difícil. Nos mira, sobre todo, con piedad o conmiseración: pero,
enseguida, percibimos un punto de extrañeza o una pregunta o una averiguación. Es una mirada que nos abarca y nos sondea:
una mirada dificilísima que nos remite a nosotros mismos: tal vez se hace cargo de nosotros y, de alguna manera, nos acoge.
Ulises manda porque sabe obedecer: no hace su voluntad, sino la que proviene de la piedra. De la docilidad a la
piedra, largamente desarrollada, emana su poder, la extrema dureza de sus decisiones y de sus castigos.
© Fotografía de Lee Jeffries
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