Cuando en la calle todos supieron que me agitaba las faldas un eunuco ni en los hipermercados mantuve mi turno

de derecho, los peores pollos, las peores frutas, la carne muerta de siglos comí durante años.

Ésta es la paga de los soldados. Ésta es la devoción a la filantropía.

Me visitaba con ardor como a una feria de tinglados. Me visitaba con valor, con dolor, con sangre en las manos heri­das

semanalmente.

Juntos subimos a las terrazas de la ciudad a ver pasar aviones de más cerca, a ver pasar de lejos a las niñas

con carteras marrones llenas de oscuridad y letras, detrás huyen­do perros.

A veces en los andamios del olvido hacíamos amor por poco tiempo y aún duraba. Era la primera ceremonia y nos

queríamos con savia en la garganta porque el amor sobreve­nía con un lujo de ola que no cae; decidme, y era justo el peor

gesto, el peor vino, y era amargo volver a la calle con mi nombre terrible acaudillando enfermos, largas filas de locos para

besar mis pies.

Qué doloroso el final con una copa estrujada como en el cine y las insepultas manos del que sufre sin término.

Venía en silencio triste a verme, venía con todas las cruci­fixiones, venía a devorarme con sus ojos de acróbata en

silencio triste en medio del silencio. Era duro arroparle y darle asiento; era duro amarle y le besé el muñón; ahora hay

tripulantes con un loro y mi tristeza, y colas infinitas de niños sin un ojo y lisiados de guerra que llegan a velarme el sueño

del infierno en que me incendio desde la hora primera de la noche rasa, cuando nadie pasea con.gafas y relojes, cuando

sólo los perros orinan en los parques y un desorden de calvos se lleva la ciudad a alguna parte de la noche.

Venía con los versos descolgándose a las ocho; con el pantalón lleno de versos incompletos, malherido venía a verme

con los ojos de madera con un círculo en el centro negro y un alfiler para sujetar el verbo, la pupila.

Llovieron jarabes sobre nuestras cabezas, llovieron sen­tencias; palabras de metal puro y ardido, llovieron cuchillos y

dientes de peón, y la cama intacta con su espacio de luna de tela se abrió para quemarnos con los brazos extendidos del

averno.

Yo le decía te amo, te amo, yo le decía alguna vez la piel, pero era inútil, la sangre volvía a su cauce en el miedo y mi

cuerpo arrasado de agua santa como una cicatriz de leche comenzaba a curar en forma de ángel.

Luisa Castro

de Los versos del eunuco

I. Devociones

Hiperión

2ª edición 1989

Madrid


 

 

 

 

 

 

 

 

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