reseña: Consciente de que escribir siempre compromete, el autor dirige la mirada contra lo que define como «políticamente canalla»:
la hipocresía conservadora, el rechazo a los inmigrantes, el periodismo fax-cista y de canapés, el mosquito de la desmemoria,
el «apartheid» social desde la infancia, el abandono de la enseñanza pública, el triunfo del liderazgo higocéntrico, el capitalismo impaciente
y el «síndrome Everest», el canibalismo cultural o la suspensión de las conciencias en el crimen terrorista son algunas de las cuestiones-límite,
de la vanguardia de riesgo en que se sitúa esta obra.
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mujer en el baño
manuel rivas
introducción de manuel rivas: la tela de araña
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La Mujer en el baño, el texto que da título a este libro, nació de una conferencia concebida como relato oral: elegir un cuadro y hablar a partir de esa atracción.
Desde entonces, cada retrato de mujer me remite a esa madonna pop.
¡Cuánto siento no haber descubierto antes a la pintora portuguesa Paula Rego!
El relato ha ido creciendo amarrado a las paredes de la realidad, y al decir esto último pienso tanto en el cuadro como en una tela de araña, que era la forma en que Virginia Woolf veía la relación entre la literatura y lo real. Así, el ensayo se ha hecho ficción y viceversa.
La conversación no ha hecho más que empezar.
Creo que en toda escritura tiene que haber un punto de excitación. Es lo que anima a la caravana de las palabras, con los fardos de la memoria al hombro, por el desierto del sentido. Creo también que las palabras huyen, a la menor oportunidad, de la indiferencia de los establos. Buscan la hierba fresca de las preguntas. Éste es para mí un libro de los porqués, de las cuestiones límite, de subjetiva vanguardia, que se dirimen, ocultos o visibles, en nuestro tiempo. Los porqués que a mí me inquietan y agitan, pero también aquellos que me empujan a afiliarme de manera incondicional a lo que Voltaire llamaba el «partido de la risa».
Una buena parte de los trabajos que siguen a la Mujer en el baño aparecieron publicados en el El País Semanal, en una sección que fue mudando su nombre: Escalera de incendios, Un sherpa en Londres y Provocaciones. Mi agradecimiento especial a Álex Martínez Roig, que tiene el don de poner alas a quien escribe, y a Tomás Llorens, director del Museo Thyssen, que me abrió las puertas para que pudiese charlar en la intimidad con la Mujer en el baño.[/ezcol_1half_end]
emmeline
emmeline pankhurst arrested 1914
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A los pies de la estatua de Emmeline, en los jardines de Westminster, se arremolinan las hojas secas. Muy cerca, un vendedor ambulante prepara una fritanga de salchichas y aros de cebolla. Usa como asador un desvencijado artefacto que parece en activo desde una lejana posguerra. Como diría un locutor para salir del paso, el marco es incomparable. Pero el olor que despide el terco hornillo te persigue hasta el Támesis con una consistencia invisible, como si los dedos del viento estuviesen untados de manteca rancia. En estas fechas en que jaleamos al calendario, también la Historia se va para volver, entre los flamantes guarismos, con su estela de hojas secas y un olor a grasa quemada.
Había visto horas antes a Emmeline en otro escenario, la National Portrait Gallery, y en forma de foto. Una especie de jurado popular, formado, entre otros, por el cantante David Bowie, el historiador social Asa Briggs, la periodista Anna Ford, y el científico Stephen Hawking, seleccionó los que consideraron, para los británicos, Rostros del siglo. En la exposición no sólo aparecen celebridades, sino fotografías de gentes anónimas, fugaces instantes en el partido de la vida, almas rescatadas de la Gran Hojarasca, caras que cuentan una fascinante novela. O un simple destello que, de repente, lo aclara todo. Ése es el momento de Emmeline.
La famosa foto, de autor desconocido, está fechada el 21 de mayo de 1914. Emmeline tenía entonces cincuenta y seis años. Se la ve con el rostro congestionado, apresada de forma humillante por el superintendente Rolfe, a las puertas del palacio de Buckingham.
Cuentan que ella pedía ingenuamente a gritos que informasen al rey. Hacía bien: siempre hay que gritar a lo más alto. La llevan a la prisión de Holloway como quien lleva a una frágil pero indomable volátil a una jaula. Estuvo allí de huésped involuntaria varias veces. Hizo una huelga de hambre y le aplicaron una macabra legislación chistosamente llamada Cat and mouse act: la dejaban salir para, una vez repuesta la salud, volverla a encarcelar.
Había fundado la Unión Política y Social de Mujeres y era una de esas amazonas a las que los vejaministas de la época llamaban «las histéricas».
¿Qué pretendían estas «histéricas»? Durante cuarenta años luchó por el derecho de las mujeres a poder votar. Emmeline falleció en 1928. Ese año se reconoció el pleno derecho femenino al sufragio en el Reino Unido.
En España, y antes de que volviésemos al pleistoceno, reconocería “ese derecho la II República. En la foto llama la atención un tercer rostro. El del individuo trajeado que increpa a la arrestada. Es probable que este hombre histérico esté llamando histérica a Emmeline. Su máscara facial es la del odio y su dedo índice parece el cañón de un arma. ¿Por qué?
Eso es lo que podemos preguntarnos ahora ante una foto de apariencia bien distinta, de Associated Press, y publicada en los diarios del 1 de diciembre de 1999. Aparece un grupo de hombres que aplauden sonrientes. Aplauden con entusiasmo. Están felices, diríase que exultantes. Se les ve orondos, mofletudos, bien cebados. Esa clase de gente que parece haber nacido para que la abaniquen. ¿Festejan una victoria deportiva? ¿Aplauden a un caballo ganador? ¿Jalean a una danzarina? ¿Conmemorarán una efeméride patriótica? ¿Se están calentando las manos?
Los tipos tan contentos son respetables miembros del Parlamento de Kuwait. Están ahí porque los ejércitos occidentales acudieron en su ayuda y expulsaron al tiránico invasor, con el compromiso de que se respetarían los derechos humanos con un gobierno democrático. Al margen de lo que pensemos de aquella intervención, la del Golfo fue una guerra dolorosa y costosa. Muchos soldados que cumplieron su misión padecen extrañas e incurables secuelas. Pues bien, estos otros hombres tan agradecidos festejan ahora el resultado de una valiente hazaña. Y es que los diputados, todos varones, han votado en contra de reconocer a las mujeres el derecho al sufragio. Por supuesto, y con dos cojones, advierten que no admitirán injerencias extranjeras.
Así que miro a la estatua y le digo: todavía tienes mucho futuro por delante, Emmeline.[/ezcol_2third] [ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]
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