manuel rivas
¿qué me quieres, amor?
título original: ¿que me queres, amor?
manuel rivas, 1995
traducción: dolores vilavedra
la chica del pantalón pirata
Uno de ellos había tenido la debilidad de silbar bajito durante unos segundos,
y luego él mismo miró alrededor como si buscase una rendija culpable por la que hubiese silbado el viento.
El otro reconoció aquella canción y fue tras ella por el techo, hasta batir con las alas de los ojos aquella luz pobre y somnolienta.
Aparta loureiro verde,
deixa clareara lúa,
que estou no medio do monte,
non vexo cousa ningunha.
Aparta, verde laurel,
deja clarear la luna,
porque estoy en medio del monte
y no veo cosa ninguna.
Pero no despegó los labios.
De hacerlo, de tararearla, sonaría como una delación.
Como calló también aquel dolor inconfesable de alfiler de agua en la sien, el implacable gotear del grifo del ruinoso lavabo. Disimulando la angustia, puso en el fondo un paño que amortiguara el tintín, pero aquel estallido líquido de balín ya le había agujereado la cabeza.
Los dos fumaban tabaco negro. Había un envoltorio de cigarrillos vacío
y estrujado y que ahora tenía la redondez deforme de un balón de cuero sin aire, abandonado en el rincón de un húmedo vestuario.
Los dos habían sido porteros de fútbol.
Esa fue la máxima confidencia personal a la que llegaron después de cinco días, largos como cinco años. Por supuesto, no se dijeron en qué equipos
ni en qué comarcas. Aquella casualidad hizo que se mirasen por un instante con signos de sorpresa e interrogación dibujados en las cejas. Proseguir aquella conversación era una imprudencia.
Saber que fumaban el mismo tabaco era el límite de intimidad al que podían llegar. Eran camaradas y tenían una misión que cumplir. Eso era todo lo que podían conocer uno del otro.
Los unía un plano. Lo demás era falso. Los nombres, las profesiones, las procedencias. Incluso las yemas de los dedos fueron tratadas con ácidos para borrar la identidad.
El plano estaba allí, encima de la mesa, junto al cazo de zinc con los cigarrillos quemados como escoria de la noche. Ninguna otra cosa debía delatar su paso. En la hora final, alisaron las mantas de los camastros, como quien espanta el aura de los cuerpos que allí habían dormido.
Los dos, en efecto, habían sido porteros. Alguien, en algún lugar, los había elegido y quién sabe si ese dato había sido decisivo. Porque él, quienquiera que fuese, lo sabía todo de ellos, una cámara oculta en sus vidas. Y seguramente los había imaginado así, como eran, mudos, acostumbrados a largas soledades y eternamente alerta, incluso cuando el balón estaba lejos, en la otra área.
Reposados y sólidos, pero también felinos, al acecho, con los músculos en alerta, con resortes que sin duda saltaban en el momento decisivo.
Miraron sus respectivos relojes y asintieron con un gesto, pues durante el largo encierro ellos mismos se habían ido conformando como engranajes internos de una máquina del tiempo, y notaban en las vísceras el rodar mecánico de los dientes de la Historia.
Era la hora.
Recogieron todos los restos, comenzando por el plano, y los fueron quemando en un fuego mínimo, de retirada.
Era, sí, el mediodía.
Después de la larga noche de cinco días, los cegó la luz del sol y los puso en guardia el canto metálico de los grillos, un ejército ensordecedor y oculto que parecía estarlos esperando cuerpo a tierra. Pero enseguida echaron a andar con decisión, reduciendo el mundo a las líneas del plano impreso en la memoria.
Allí, a la izquierda, entre dos setos de laurel, estaba el atajo, el viejo camino por el que antaño habían rodado los carros, ahora alfombrado de hojarasca y helechos. Caminaron igual qué submarinistas por un leve fondo acuático, intentando que el espanto de los pájaros fuese tan mudo como el de los peces.
Más que cosa de hombres, aquella misión parecía haberse urdido en el magín umbroso de la naturaleza. La misma algarabía de los grillos les parecía ahora un protector fuego de infantería amiga. Todo estaba dispuesto, dibujado y soñado hace tiempo. Labradores con brazos de hierro como rejas de arado habían cavado aquel camino hondo hacía muchos años porque alguien,
en un sueño humeante de estiércol, intuyó que sería el túnel vegetal que
un día recorrerían dos valientes que iban a matar al Bestión.
Así fue como, a salvo del sol y de cualquier mirada, llegaron al viejo molino abandonado, enrejado de altas zarzas. Pero la ruda vegetación los acariciaba como terciopelo. La sentían de su parte. El plano era exacto. Las muelas eran dos círculos esbozados en piedra y, en el muro, la mano del dibujante había abierto la exacta ventana, con cristales bordeados de polvillo y telas de araña.
Era el mejor y el más discreto de los miradores posibles. A poca distancia, espléndido y nítido, como dibujado también por la misma mano que había hecho el plano, allí estaba el puente. Hasta los guardias de vigilancia, situados a ambos extremos, parecían querer imitar la rigidez del trazo con que habían sido señalados en el papel.
Debajo de la ventana, en el suelo, y ocultos por un pañuelo de musgo, estaban los extremos de los cables. Según lo previsto, el Bestión y su comitiva pasarían en media hora. En el instante preciso, ellos sólo tenían que hacer el contacto y el puente se derrumbaría como mecano infantil.
Atentos al reloj, vigilaban por turnos y el que no miraba permanecía silente y pétreo, apoyado en el muro. Apenas había circulación por el puente. De vez en cuando, un automóvil que reducía la marcha, intimidado por el control, y algún tractor con el remolque cargado de hierba, con ese dejarse ir perezoso que tienen las máquinas del campo en las horas de calor. También el tiempo avanzaba lentamente, retenido por los zumbidos de los insectos y los estallidos de las vainas de las retamas.
Cinco minutos antes de la hora, así era la rutina registrada en el plano, los guardias tendrían que cortar el tráfico y ordenar a los conductores que se arrimasen a los lados, con el puente despejado.
Pero aún no había llegado ese momento y ahora era una muchacha la que pasaba en bicicleta y tres pares de ojos la siguieron cautivos como si quisiesen ocupar el lugar de las ruedas. Llevaba el pelo recogido en una larga cola y vestía una blusa de mangas globo y un pantalón pirata de color negro, muy ceñido, y que dejaba las piernas desnudas de las rodillas para abajo.
Los dos guardias y el vigía oculto en el molino vieron cómo la muchacha giraba la cabeza hacia el río, dejaba de pedalear y luego echaba un pie al suelo para detener la marcha. Apoyó la bicicleta en la barandilla y descansó los codos en el pretil del puente.
Desde que apareció la esbelta figura de la ciclista, el vigía del molino había estado al margen de la realidad. Aquella presencia se producía fuera del plano. No existía ningún trazo que simulase una figura de mujer apoyada en el pretil, contemplando el discurrir del río, ni dos círculos como ruedas que señalasen el preciso lugar, justo en el del puente, donde estaba el pilar principal y, adherida, la carga explosiva.
Él permaneció aún durante unos segundos hechizado por la grácil belleza de la joven ciclista sin establecer un vínculo entre la irrealidad de la aparición y las agujas de su reloj. Más bien al contrario, la asoció con los lechos de trébol y fresa silvestre que se insinuaban bajo los alisos, en los recodos del río.
Pero había un desajuste. Sintió como un desagradable retortijón en las tripas cuando bajó la vista y reparó en los cables que lo unían tan estrechamente a ella.
Llamó la atención del compañero y este necesitó otros preciosos segundos para asimilar aquel error de la realidad, aquella muñeca absurda en el escenario de la historia.
—¿Qué carajo hace?
—Nada. Mira el río.
—Esos cabrones la tenían que echar de ahí.
—Siempre lo hacen. Los informes decían que nunca dejan a nadie en el puente.
—Mira, cortan el tráfico. Joder, ¿por qué no le dicen nada a ella?
Faltaban cinco minutos para liberarse del Bestión. Durante mucho tiempo, durante años, la Organización había preparado con el máximo sigilo el golpe que lo iba a mandar al infierno. Cientos de ojos espiaron los movimientos del
tirano hasta descubrir, en su tela de araña sin rutinas, este punto débil, el puente de una carretera secundaria.
Y a partir de ahí, mucha gente se había jugado el pellejo sin saber ni querer saber, dándole a la bola como jugadores estáticos de un futbotín, movidos por alguien desconocido que en algún lugar, a suficiente altura, contemplaba el conjunto. Toda aquella urdimbre, aquel tejido de voluntades anónimas, dependía ahora de ellos.
También el hombre que escribía miraba ahora por la ventana, fumando el tabaco negro que a ellos les estaba prohibido en esa hora decisiva de la historia.
La hija, una cría de ocho años, abrió la puerta.
—¿Qué haces?
—Un cuento.
—¿De niños?
—No. Es de mayores.
—¡Bah! Siempre dices que vas a hacer cuentos para niños y luego nunca los escribes.
—Cuando acabe este, escribiré un cuento para niños. De verdad.
—Eso es lo que dices siempre.
El hombre que escribía miró el reloj y luego buscó un puente sobre un río, más allá del paisaje de tejados de gaviotas y azoteas de tendederos.
—Escucha —le dijo a la niña—. Hay un hombre muy malo, muy malo, que manda en un país como si fuese una cárcel y a veces mata a los que protestan. Él tiene mucha fuerza, muchos guardias que hacen lo que él ordena. Este hombre, al que llaman por lo bajo el Bestión, va a pasar por un puente en coche. Debajo de ese puente hay una bomba muy grande. Pero entonces, en el puente, pasa algo. Aparece una muchacha montada en una bicicleta, deja de pedalear y se pone a mirar el río…
—¿Y qué?
—Bien. Ellos, los de la bomba, no saben qué hacer.
—¡Qué tontería! Lo que tienen es que…
De repente, el hombre miró con espanto por la ventana.
Vibraban los cristales y un trueno sordo explotó en su cabeza y espantó a las gaviotas. Maldijo entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó la niña.
—Nada. Ya es muy tarde —dijo él mirando el reloj. Hora de que las niñas bonitas se vayan a la cama.
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