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1. tauromaquia

 

 

 

 

El catedrático de Astrofísica Juan Manuel Belmonte miró a su público por un espacio de tiempo superior al que mandan los cánones.
Había interrumpido de repente su charla sobre las ondas gravitatorias de Andrómeda.
Cerró la carpeta de donde leía los datos y conclusiones de su exposición.
Se quedó mirando el micrófono.
Por fin, dijo: en realidad, lo que hay allá arriba no tiene interés. Llevo más de cuarenta años estudiando el universo. He de confesarles que el universo es tedioso, y que carece incluso de dignidad. Sí, el universo es indigno. Es deshonesto. Tiene el cerebro de un pederasta. Y está sucio, muy sucio. Solo son piedras y gases dando vueltas y más vueltas. Si no fuera por gente como yo, ¿a quién demonios podría interesar todo eso? El conocimiento del universo es el conocimiento más desilusionador que cabe imaginar. Vale más la pena aprender chino, o latín, o griego clásico, o indoeuropeo o bricolaje. El universo no vale la pena, créanme. Es la conclusión más segura y la más humana. Ni siquiera es un lugar. Es un desguace. El universo es un no-lugar, como los aeropuertos o los centros comerciales o los hoteles o los hospitales. El universo no es hermoso. Es decepcionante. Es un desierto aburridísimo. No hay nadie. No hay nada. La única novedad somos nosotros, que miramos esas rocas de allá arriba. Porque antes de nosotros no había ni contemplación de las rocas. Es decir, la Nada. Al principio de mi carrera de investigador creí que había algo: después de todos estos años puedo decirles que no, que ni siquiera hay materia, porque la materia es una superstición. Lo que quiero decirles, queridos amigos, es que da igual la edad que tenga el universo, da igual la medición de las distancias cósmicas, da igual que una galaxia colisione con otra, da igual que Marte tenga hielo (si lo tiene, es obvio que no sirve para nada), da igual que el Hubble haya descubierto una nueva galaxia a quince mil millones de años luz de la Tierra, dan igual los agujeros negros, da igual la materia oscura; todo esto solo son metáforas científicas, o simplemente nuevas supersticiones. La mecánica cuántica es, en realidad, una mutación del cristianismo. La teoría de cuerdas es judaísmo puro. Trece mil millones de años es la edad del universo, eso hemos supuesto, pero ¿de verdad creen ustedes que una cantidad como esa puede tener algún significado?
¿Saben ustedes lo que sí creo que vale la pena?
Un riñón humano.
Es un órgano perfecto.
Es increíblemente hermoso. Y qué decir del hígado: es resplandeciente y es de carne sangrienta. Pero esas piedras de allá arriba, créanme, no existen porque no tienen conciencia ni sirven para nada. Y este sí es un buen uso del principio antrópico: Eso de allá arriba es un desván de mierda galáctica. Es un gallinero sucio, pero sin gallinas, un retrete lleno de calor o de frío. Deberíamos abandonar el estudio del universo, despreciar esa ordinariez, esa vulgaridad que está allá arriba. Si esa mierda la hizo alguien, no merece que lo conozcamos.
Sepan que el Big Bang es la chorrada más grande que hemos inventado, y ahora está lo del Big Crunch, que es otra inmensa tontería, y la gente se ha creído estas cosas.
La gente se lo cree todo porque necesita creer cualquier cosa.
Probablemente porque todo da igual.
Créanme, amigos míos, las piedras del cielo están allí por demás. Da igual que alguien las pusiera como que no las pusiera nadie. Da igual que estén como que no estén; las piedras, digo.
Da igual todo: carece de interés, es feo y falso, no es nada, vamos.
Además, el infinito, en el caso de existir, sería una inmoralidad. O peor aún: una inmoralidad infinitamente inmoral, o sea, una guarrada interminable. El infinito, si existiera, sería de derechas, o de izquierdas. Solo gente ociosa como nosotros puede dedicarse a esta mierda de conocimiento, y perdonen la ordinariez de mi lenguaje, pero es una ordinariez, en todo caso, a imagen y semejanza de la ordinariez de allá arriba.
Belmonte dijo todas estas palabras de una tirada, sin pausa, casi como si las estuviese leyendo en una pantalla; la rapidez de su dicción impidió la reacción del auditorio del aula magna de la facultad de Ciencias.
Belmonte era catedrático de la Complutense de Madrid, y participaba en un congreso internacional titulado «Ciencia, cosmos, agua y futuro», auspiciado por la Exposición Internacional de Zaragoza 2008.
La Exposición Internacional de Zaragoza estaba dedicada al agua, al problema del agua en el mundo. No el agua como metafísica, no, eso no tiene contenido político rentable. La Exposición de Zaragoza estaba dedicada al agua como centro ideológico de la socialdemocracia.
El agua simboliza (pero solo simboliza) el bien, la igualdad, el salario justo (pero injusto), el carril bici y cosas así; pues en cosas así ha devenido el marxismo-leninismo de principios del siglo XX. En una evolución que ha costado unos ochenta años, la revolución política se ha convertido en agua.
Belmonte estaba dando la conferencia de apertura.
Tenía que hablar de los últimos descubrimientos sobre el universo.
La gente no sabía cómo reaccionar. El alcalde de Zaragoza, que no entendía nada, al menos no se estaba aburriendo. No obstante, a pesar de que no se aburría, y sentía cierto placer al no aburrirse, políticamente se estaba incomodando: en su interior luchaba el bienestar inherente al no-aburrimiento con el malestar del presagio político de que la conferencia inaugural de un congreso internacional pagado por el Ayuntamiento de Zaragoza, del que él era el alcalde, fuese una bufonada lamentable.

La mujer de Belmonte le dijo a Francisco Romero, director del congreso, que por favor suspendiese la conferencia, que su marido estaba pasando por un mal momento.
Así se hizo, no sin escándalo.
Romero dio las explicaciones que se le ocurrieron.
Romero, además, era un admirador de Belmonte.
Se pasó a la segunda conferencia, que tenía por título «El agua en la poesía fundacional de Pablo Neruda», a cargo del catedrático Pedro Antonio Bienvenida.
Entonces la mente del alcalde de Zaragoza sí que se despeñó por el aburrimiento absoluto; se dijo a sí mismo, para frenar el tedio horrible, que al menos esa conferencia era políticamente inmaculada.
¿Qué le ha pasado a tu marido?, le preguntó José Gómez Ortega. Gómez Ortega era amigo de Belmonte. Habían investigado juntos. Habían escrito juntos y habían aportado muchas cosas a la teoría de cuerdas.
Los dos eran fundadores de la nueva astrofísica española. Eran lo mejor que tenía España en investigación teórica. Gómez era catedrático de Física Teórica de la Universidad de Berlín y estaba también en el congreso de Zaragoza. Carmina, así se llamaba la mujer de Belmonte, frunció el ceño ante la pregunta de Gómez Ortega. Luego dijo, delante de un gin-tonic, que su marido estaba de los nervios, que desde hacía unos meses caía en vacíos, en desánimos, que dormía mal. Cuestionaba toda su carrera, todos los años dedicados a la investigación. Y que encima se había vuelto malhablado. Que insultaba a los planetas, a las galaxias.
Que compraba en los centros comerciales pósteres de Einstein.

Carmina confesó, en medio de una vergüenza físicamente dolorosa, que su marido orinaba sobre los pósteres de Einstein, y lo hacía en medio de una fiesta de insultos y blasfemias.
Estoy desesperada, José, concluyó Carmina.
Gómez Ortega y Carmina subieron a la habitación del hotel.
Allí estaba Belmonte, con la ventana abierta de par en par, con el pelo extrañamente engominado y con un gesto de chulería oscura en el rostro, gritando, de forma provocativa, al aire de la noche zaragozana como si esta fuese una bestia a punto de atacarle o más bien de cornearle.
Cuando intentaron acercarse, Belmonte se arrojó por la ventana y cayó encima de un gran Mercedes negro que estaba aparcado en ese momento en la puerta principal del hotel. Al haberse arrojado desde un primero, el catedrático Belmonte solo sufrió un esguince de tobillo y unos rasguños en el brazo derecho.

 

 

 

 

 

 

 

 

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