nueva york

1


Desde mi habitación del Milford Plaza veía el Hudson y ferrys

   gigantescos.

La niebla levantada hasta tu labio, y ruedas de trasatlánticos

   gigantescos.

La máquina del hielo estaba en el pasillo , ponías la cubitera,

apretabas el botón y caían cientos de cubitos de hielo,

una recepcionista se llamaba Terry y hablaba español, «eh, Terry,

cómo te va en este trabajo, uñas largas Terry, eh, Terry, el mundo

es bueno», están de moda ahora entre las empleadas las uñas

   gigantescas.

Acabamos bebiendo whisky Terry y yo, con el hielo inacabable.

Las sirenas sonando, el Metro y su estruendo,

ruidos en mi honor,

millones de ruidos sonando para mí,

convertido en el Señor de los Ruidos.

Vierte el hielo en mis manos, en mi boca, amor mío,

haz ruido en este cuerpo sin honor:

Yo no sé nada, no ves que no sé nada,

no tengo una puta palabra que decir.

No hablo, no digo nada. No sé nada.

No pienso nada. Nada sé. Nada.

No me hables. No me preguntes.

No quieras que diga cosas sensatas.

En la 42 un chino salió de debajo del suelo con un cubo lleno de

   agua sucia

y me miró a los ojos con los suyos abrasados,

era un vampiro pobre.

Amé su cubo de agua sucia, exaltación y pesadilla,

la vida grande amé, la vida sucia.

En Harlem un negro ciego entró en un Mac Donald’s y se sentó

   un rato

y luego se fue (20 minutos máximo, luego te echan, es la ley

de Mac Donald’s, si no comes, twenty minutes).

Otro negro se estaba comiendo una sandía roja

a dentelladas, junto al teatro Apollo, (se le caían

las pepitas negras por la barba negra y acababan perdidas

en los pelos negros de su pecho)

y gritaba y gesticulaba y llevaba unos cascos de oro,

de falso oro, y mordía la sandía en mitad de Up to Lexington 1-2-5,

hubiera adorado esas pepitas negras,

yo no sé nada, pero adoro cosas,

adoro cosas, adoro el aire, adoro,

yo no sé nada, adoro cosas,

y me compré un Omega falso en Chinatown, y estaba contento

porque ya me había llegado la hora de tener un Omega,

y entré en un garito y me trocearon un pollo delante de mis ojos

y me dieron té para beber, aquellos chinos

estaban locos,

cómo me voy a comer un pollo picante con té, les pedí cerveza

pero no me la dieron y me comí el pollo con una cocacola

y me ardía la garganta, la carne,

y pedí cerdo agridulce, y mezclé el cerdo con cocacola,

y me ardía la garganta, el páncreas, la luz,

pero me dio finalmente igual, porque estaba feliz

y no me preguntes por qué,

porque lo sé.

Como si me hubiera convertido en Dios, en el gobernador

de la tierra, y mordía toda aquella carne,

y pedí más cocacola,

y aquellos chinos nunca habían visto algo igual,

tráeme más pollo picante, más noodles, más chinas, más cocacola,

me voy a beber toda la cocacola de Nueva York.

Acabaré con toda tu carne.

Me beberé este restaurante.

Me beberé el mundo, las ciudades, las almas, las catástrofes.

2

Mis vecinos del Milford veían la televisión por la noche.

La moqueta y la televisión y las sirenas y la resurrección.

Yo veía un canal hispano, cuatro cotorras hablando de la nada

   hispánica.

Sabes, odio a Cervantes y toda esa mierda de la hispanidad , la

   odio.

I hate the Spanish Civil War.

En el MacDonald’s de la octava con la 44, el que está a cien

   metros del Milford,

trabaja la jovencísima Diana, una hispana que me servía

el desayuno platter por la mañana,

huevos con sabor fuerte, salchicha, tortitas con sirope, pan

   celestial,

y Diana, como Terry, también llevaba

esas uñas larguísimas de peluquería, pálidas, violetas,

uñas para pobres con pretensiones, pobres, pobres, pobres.

Los labios de Diana eran pesados, grandes, solares.

Yo me quedaba mirando sus labios y era completamente feliz.

Entré en un bar del Greenwich y me tomé un vino blanco,

y me a tendió, oh, dios mío, una camarera blanca anglosajona,

y me quedé mirándola un rato;

todos estamos trabajando, yo ya odio escribir,

porque escribir es trabajar. Trabaja Terry, trabaja Diana,

y trabaja X, la anglosajona cuyo nombre no supe

porque no llevaba una chapa en la solapa,

y me fui al Puente de Brooklyn,

y pensé en la gente que trabajó aquí hace cien años,

y los que murieron aquí, gente aplastada,

amaron el progreso

y éste los ejecutó,

y me reí un rato, una risa de Dios: demonio y fortaleza,

y cogí un taxi y era otra vez un negro quien me servía,

un negro grande,

y le dije five avenue, please.

La quinta es muy larga, es infinita, me dijo el negro

en español, déjame en cualquier sitio, déjame en una buena

   tienda,

quiero comprarme algo, le dije en inglés,

estoy harto de que estos pobres hombres

se crean que soy uno de ellos,

yo hablo inglés perfectamente,

y no soy negro, ni indio, ni chino, ni árabe.

Oh, lengua de Cervantes: rastrera, simple, pobretona.

Quisiera comprar un sombrero

y hacerle el amor a la hija del taxista negro.

Un sombrero negro.

Al rato ya estaba cenando una mezcla de arroz, fideos chinos, y

   mango.

Era uno de esos autoservicios: coges una bandeja y te sirves lo

   que quieras,

mézclalo todo, forma una masa inmunda de carne, verdura,

arroz, frutas, tomates.

Todo vale lo mismo al peso, igual las gambas

que las zanahorias, y eso me hacía feliz,

porque contenía una imagen de mi pensamiento político:

todo vale lo mismo. Y pensé en eso de mi pensamiento político

y no pude menos que llorar un rato.

Y ya entonces me fui a Times Square a mirar relojes,

y estuve mirando relojes más de seis horas seguidas.

Hasta que vi un Longines Avigation, y me enamoré de él.

3

Volví a Harlem, porque creo en los negros,

me senté en un MacDonald’s de Harlem

y miré el menú y faltaban muchas clases de hamburguesas,

y no había servilletas. No hay servilletas

porque los negros las roban, me dijo

la negra hispana Marilú, dientes de oro Marilú, los empastes

   del tercer mundo,

sólo estaban la Cheesburger y la Bigmac,

pero no estaban las ensaladas de pollo a la brasa.

Le expliqué este penoso asunto a un negro y me dijo que te

   follen a ti

y a las ensaladas de pollo, y siguió comiendo patatas fritas solas.

Oh, reino de las patatas fritas. Oh, MacDonald’s de Harlem:

MacDonald’s

ha hecho más por la erradicación del hambre en el mundo

que toda Europa junta. I want to be black, dije.

Eh, eh, por veintiséis dólares te la chupo, por treinta te doy la vida eterna.

Mira los puentes, mira los barquitos, y fóllame hijodeputa,

te voy a matar; está esperando la resurrección de la carne,

eh, eh, por cuarenta dólares te enseño la luz de la resurrección.

Este mundo es asqueroso, y come, y bebe, hay que ver cómo bebes.

Estaba sentado en el Metro y miraba los pies de un negro: no

   tenían

uñas aquellos pies, eran garras de chatarra maciza.

Pies cimitarra, como si fuesen armamento pesado, para matar

   ratas.

Estaba en el ascensor del Milford y miraba los pies de un tipo

   con sandalias,

y eran unos pies idénticos a los míos. He ahí mis pies en las

   piernas de otro.

Es normal: la abundancia de la carne, la repetición, el azar, la

   nada.

Madre, he ahí a tu hijo en el cuerpo del hijo de otra.

En Strand me compré un libro de fotos, y salían fotos de Coney

   Island.

Así que al día siguiente me fui a Coney Island: había chinos

pescando en C.I., y también negros e hispanos, pescaban Doradas,

y aquellos cabrones tenían suerte

y eran unos sádicos con los peces: había un chino-negro (es

   hermoso

un chino negro) que tenía unas cincuenta Doradas metidas en

   un cesto a ras de agua.

Era una tortura para las Doradas; tan pronto estaban fuera del

   agua como dentro.

En Coney Island los chinos pescaban Doradas y las torturaban,

   los negros también las torturaban.

Tan pronto medio vivas, como medio muertas,

   como todos en este reino.

Me comí una salchicha italiana en C.I. y me costó siete dólares

y me monté en la noria y me costó cinco dólares

y no pasé nada nada nada de miedo.

Fui feliz en Coney Island, estúpidamente feliz,

feliz como un bobo, como un idiota.

Porque la felicidad es el reino de los castos, de los bobos, de los

   tranquilos.

¿Qué has hecho tú por mejorar el mundo? Yo te lo diré ‘nada,

has hecho nada’. Cuánto peor es el mundo mejor es mi poesía.

Me gusta que el mundo sea así, la casa del terror y del pecado.

Una catástrofe, el terror dándose una vuelta por ahí.

No creo en ti, sólo me gusta tu culo, y tu alma no existe,

le dije a Terry, y Terry se quedaba una hora bajo el agua

caliente de la ducha, dispuesta a acabar con el agua en el mundo,

para que la gente se muera de sed, una gran sed inacabable.

4

Y ponía mucho hielo en la cubitera y miraba el Hudson,

y allí estaba, al lado del aparato de refrigeración, un aparato viejo

del que me enamoré porque estaba lleno de encanto y de aire

   frío.

Me gusta el aire frío y me gusta el encanto y me gusta este

   poema

y me gustas tú y me gusta Nueva York y me gusta este billete de

   cien.

Feliz a todas horas, como los perros bajo el sol del verano,

   enardecidos,

cansados, arrastrando la lengua, a punto de ser dioses morenos.

Enamorado de la suciedad de las aguas atlánticas,

de la suciedad del Metro,

de la suciedad de las almas,

de la suciedad de las papeleras gigantescas

de MacDonald’s, de la suciedad de las manos

de las cajeras chinas.

Y otro día me fui a Ellis Island

y miré fotos de emigrantes de hace ochenta años

y es verdad que alguno se me parecía y miré las maletas de la

   exposición

y alguna de esas maletas podría haber sido de mi bisabuelo,

   pero es imposible,

ojalá hubiera sido así, ojalá, y maldije a mi bisabuelo

por no haber venido aquí hace cien años, y luego salí del museo

y me comí un hot dog.

Y me pasé la tarde comiendo porque de repente estaba triste.

Comí sushi portátil, y una cake de un Starsbucks que no sabía a

   nada,

y uva y un plátano, y fideos chinos con verdura cruda,

me gusta morder la hierba recién cogida del campo.

Y me fui a ver mujeres, como hacía todos los atardeceres, y las

   besaba

en los sitios insensatos, y dormía con ellas

y les quitaba el pelo de los ojos.

Hacíamos el amor en los váteres del Waldorf-Astoria,

   sin hacer ruido,

señor de los ruidos, pagaba bien el señor de los ruidos,

y me iba con ellas a mirar los escaparates de Broadway,

la nariz aplastada contra los macizos cristales.

Odio el trabajo, pero el trabajo de los otros me hizo feliz.

5

Somos oscuros de piel, bajos de estatura, cabezas grandes: somos hispanos.

Somos tan feos como Cervantes, o incluso más, si es eso posible.

Eh, chaval, somos hispanos. Eh, hermano, esta lengua de pobres cabrones,

de obreros baratos.

Tampoco entiendo demasiado el español de los hispanos,

   no sé qué dicen,

no entiendo nada, ni a nadie.

Por eso, me fui a cenar por ahí y acabé en Little Italy,

y me dieron una cosa que no estaba mal,

pero el vino, un vino chileno, era una porquería,

y luego volví a Times Square y estaba lleno de policías,

había un policía japonés de un metro sesenta, enano, que

   sonreía

a los transeúntes, y había un poli hispano que se llamaba Pérez

   y Pérez

y le dije eh Pérez y Pérez qué tal paga la poli anglosajona,

eh Pérez y Pérez qué tal paga el amigo americano

porque enchirones a los pobres, a los negros, a los desgraciados,

   a la escoria amarilla,

y Pérez y Pérez se enfadó mucho pero no pudo hacerme nada

   porque no soy americano,

ni peruano, ni colombiano, ni ecuatoriano, ni mexicano,

   ni chino,

no tiene maldita gracia, me dijo al final,

no hace falta que me digas Pérez y Pérez, con un puto Pérez basta.

El tipo tenía humor pero no entendió nada. Nadie entiende nada.

Nada puede ser entendido, es la ley.

No hay nada que entender porque la verdad es incomprensible,

y eso me encanta, y me hace feliz. La verdad sólo es

dinero y basura: Pérez y Pérez tocaba su pistola con la mano.

6

Veía chinas en la calle que medían un metro noventa

y veía varones anglosajones que medían un metro setenta y cinco,

y veía judíos con tirabuzones,

estuve en una tienda de judíos y todos iban de uniforme,

y vi una vez a un judío dar una limosna de un dólar a un pobre

   negro

que se arrastraba por la calle,

y aquella tienda de los judíos era complicadísima, porque lo que

   comprabas

tardaba bastante en venir a tus manos, como la gracia de Dios,

y lo que comprabas viajaba por los aires metido en una cesta

   verde.

Y pensé en el Espíritu Santo.

Los judíos están locos. Y algunos estaban gordos.

Veía a gente obesa en todas partes, grandes gordos filosóficos,

   estatuas

de la verdad: negros obsesos de su obesidad obsesa.

7

Eh, chaval, I love mi Omega falso.

Y así pasaban los días, andaba la ciudad, cenaba aquí y allá,

era absolutamente feliz, porque estaba desapareciendo,

me estaba fundiendo con todo esto.

Escribí esto: ‘Había estado follando toda la noche

con una puta afroamericana

ponte así, y ponte ahora así otra vez, y ahora encima del minibar,

y tenía la lengua abrasada, llena de algas y negras dimensiones,

y te estaba viendo descender de las alturas,

montado en tu Ford plateado,

no sé quién soy, no lo sé, debe de ser que no soy nadie,

este falo plateado.

¿Has dicho falo? Pero qué clase de poeta dice

palabras como esa, una palabra plateada.

Márchate de aquí, yegua asquerosa, y la puta afroamericana

se levanta de la cama

y se lleva doscientos dólares y se pone las bragas

y camina por la alcoba

y me parece que tiene ruedas,

un volante en la cabeza, parece un Ford plateado

la puta afroamericana, y los ojos parecen faros,

y las manos la memoria de Dios.

Se levanta de la cama como una tempestad de carne baratísima,

y aplaudo, y ella dice eres un puto majara, que te follen.

Ya hay un montón de gente en las calles,

siempre hay miles de personas en las calles

como siempre hay miles de deseos en mi corazón, a cualquier hora,

y eso me hace feliz, ayuda a toda esa gente,

dales limosna, sé Lenin, sé Cristo,

sé algo más que un hijo de puta’.

Me pasaba el día tomando pastillas, bebiendo vino y mirando la

   luz

de Nueva York, la puta luz de Dios, la gran ramera, la gran puta

   grande,

quería ser otra persona, me di cuenta de que podía serlo,

odié lo que fui, ese país del que venía, todo aquello, me estaba

    enamorando

de una ciudad en la que tenía que haber nacido hace cuarenta

   años,

igual me hubiera dado perder mi naturaleza humana y

   haberme convertido

en un hotel gigantesco, en una limusina, en un vagón de metro,

   en un árbol

de Central Park, en una tienda de Broadway, en una

dependienta de un Europan.

8

Demonio y fortaleza, eso me hice tatuar, y estuve un domingo

   en Madison,

en el mercadillo, y allí un chino me hizo un masaje por diez

   dólares,

y luego me hizo un tatuaje en el cuello por doscientos

y le escribí en un papel lo que tenía que poner, y el chino

   sonreía

y decía don’t worry, y me hice marcar, como te digo, esas dos

   palabras,

demonio y fortaleza, y luego me comí una sandía entera y me

   dolía el cuello,

y estuve paseando por Madison y me compré un Patek Philippe

   falso también.

Y por la noche, la noche ruidosa de Times Square, en mi

   habitación del Milford,

puse a dormir juntos al Omega y al Patek Philippe,

besaos hermanos baratos, hermanos en la falsedad,

en la barata falsedad, ya era hora de que tuviese

un Philippe Patek, eso pensé,

y dije besaos, otra vez, y allí estaban los dos,

ese montón de acero made in China, pero eran imitaciones

   prodigiosas,

me lo dijo un relojero de la Octava, engañarían a cualquiera,

   acero y carne falsas,

y llamó Terry a la puerta y le dije pasa y mira los relojes,

y Terry se puso a bailar delante de la ventana, con el Hudson a

   lo lejos,

y yo me miré el cuello falso en el espejo, y allí estaban brillando

   como el oro,

con iluminación propia, esas dos palabras que deberían acabar

   este poema

de mi vida en N.Y.C, esas dos mariconas falsas de palabras:

   Demonio

y fortaleza. No se me ocurrieron otras, y dormí con la ventana

abierta al Hudson y el aire acondicionado al máximo y aquello

   fue el paraíso.

9

La vida es un fenómeno reciente en el universo,

la vida es la vanguardia, lo único interesante que ha pasado

en ese cielo de rocas heladas (trescientos grados bajo cero)

o rocas ardiendo (trescientos millones de grados) en los últimos

mil billones de años, esclavizadas rocas, condenadas a girar

en ese absurdo monumento, girando para nadie, porque nadie las vio.

Llevo a Walt Whitman en el corazón, en el gigantesco corazón,

   dije.

Me está matando la sed.

Dormí con la ventana abierta, y como te digo,

todo este poema lo dije en voz alta,

dije: el paraíso y la resurrección, demonio y fortaleza de la

   resurrección.

Y no supe decir nada más pero estaba enamorado,

mucho amor, mucho poder en la cabeza, poder, poder, poder.

Las rocas universales girando allá en los cielos, vacías y criminales.

Mucho amor, amor amor, amor. Eh, estoy enamorado, eso es todo.

He sido muy feliz y os lego la vida.

Mañana resucitaré y me daré una vuelta por ahí.

Eh, mira, mira, ¿qué es esto? La vida. Es la vida.

(Resurrección, 2005)

 

Manuel Vilas

Geometría y angustia

Poetas españoleen Nueva York

Edición e introducción de Julio Neira

Primera edición: noviembre 2012

Fundación José Manuel Lara, 2012

Sevilla


 

 

 

 

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