manuel vilas:

 

una sola vida:

 

creo

 

 

 

 

manuel vilas

una sola vida

lumen 2022

 

 

 

 

 

creo

 

 

 

Creo en los ríos sin nombre, en las piedras que yacen bajo las

aguas de esos ríos.

Creo en todos los órganos que inventan mi cuerpo cada día.

Creo en mi rebeldía, en mi agotamiento, en mi desgobierno.

Creo que no fui engendrado, creo que mis padres fueron una

ilusión, actores de teatro.

Creo que todo muere.

Creo en mi nerviosismo.

Creo en la aceleración política, en la celebérrima maldad de la

Historia.

Creo en los cientos de transatlánticos y en los cientos de

petroleros y en los cientos de portaaviones que cruzan en este

instante todos los océanos de la tierra.

Creo que las nubes me aman.

Creo en todos los trenes de altísima velocidad que atraviesan

ahora mismo Japón a quinientos kilómetros por hora.

Creo en los bares de esos trenes, donde la gente bebe cerveza

japonesa y come cacahuetes dulces importados de un país que se

llama España.

Creo en las dilatadas conversaciones de negocios de esos

hombres asiáticos, sentados en los sillones de cuero de primera

clase.

Creo en la noche.

Creo en La Habana, en su impertinencia histórica, en su

diminuta estrategia.

Creo en la prolongación de la bondad de los muertos.

Creo en la felicidad de los muertos sobre cuyas tumbas la

lluvia cae tercamente.

Creo en las confesiones de los presos políticos chinos, en las

descargas eléctricas que convierten sus cuerpos en un eccehomo

que es anterior, simultáneo y posterior a Cristo.

Creo en los que se ahogaron en los mares, tratando de nadar

bajo una luna incompasiva.

Creo que soy el hombre más maravilloso de este mundo y de

cualquier mundo posible.

Creo que debería ser amado siempre por todas las cosas y por

todos los seres.

Creo en los perros, en los loros y en las ballenas centenarias.

Creo en mis dolores inconmensurables.

Creo en los teléfonos móviles sumergibles de última

generación.

Creo en los turistas, en su terror al incumplimiento de lo que

la agencia de viajes les prometió.

Creo en las nobles alcobas donde murieron los zares antiguos.

Creo en las poderosas drogas paliativas que suministraron al

cuerpo agonizante de un hombre que se llamaba como yo la

tarde del 17 de diciembre del año 2005 en un hospital del norte

de España.

Creo que he amado demasiado y demasiadas veces no he sido

correspondido.

Creo en la usura, si es mía.

Creo en Dios, en un Dios distinto al vuestro, no infinitamente

mejor sino infinitamente distinto al vuestro, sarracenos.

Creo que estoy vivo en tanto en cuanto creo y escribo que creo.

Creo que yo no recibí una educación exquisita como sí la

recibió la escritora Iréne Némirovsky, que nació en Kiev y murió

en Auschwitz.

Creo en el dorado hígado de Jesucristo, en su elevación, en su

lujuria, en su idolatrada y veloz ascensión a los reinos de la

nada.

Creo que la tierra jamás, absolutamente jamás, fue redonda.

Creo que no existe la raza de los hombres.

Creo que mi soledad es más real que mi persona o mi

existencia.

Creo en los delfines, en los caballos y en los rinocerontes.

Creo que sí existe el Mal.

Creo en el Mal, en su imperio inabarcable, en sus vastas

extensiones de superficies orgánicas e inorgánicas de este

mundo y de millones de otros mundos, en sus océanos, en sus

peces negros, en sus aves rojas, y en sus elevadísimas montañas

donde todo es dolor y vacío, anunciación y prestigio, codicia y

soledad.

Creo en la infelicidad del Universo.

Creo en Anna Karenina, en su general hundimiento, en su

festivo hundimiento.

Creo en Jay Gatsby, en la suave y blanda oscuridad de la bala

americana que lo mató.

Creo en Berlín, en una triste canción que lleva ese nombre y

cuya letra contiene, cifrada, la historia de mi existencia.

Creo que la luz es un milagro destinado a nuestra credulidad.

Creo en el viento de la tarde que acaecerá en esa tarde en que

el mundo termine.

Creo que la muerte nunca creyó ni creerá en mí como sí cree

en ti y en todos vosotros.

Creo que me he vuelto profundamente sabio, delicado y

frenético.

Creo que estoy encima de una montaña de viento, tomando el

venenoso sol.

Creo en mi demolición, como creo en la demolición de los

grandes edificios envejecidos.

Creo en los degollados, en los torturados, en los ejecutados en

la silla eléctrica, en el acre semen de la cristiandad, en la sutil y

casi invisible erosión del sistema nervioso de aquellos hombres

buenos que padecen incurables, feroces trastornos psicológicos

que acabarán siendo, con el paso de los años y la llegada

inesperada de un envejecimiento prematuro, visibles

descomposiciones neurológicas, severos trastornos mentales.

Creo que acabaré solo, en un piso de alguna circunvalación

perdida, con una pensión de cuatrocientos euros, en un piso de

cuarenta metros que ni siquiera serán cuadrados sino tal vez

redondos, sin ascensor, bebiendo cerveza barata como el último

de los sabios asesinos.

Creo en el hundimiento de todos los hombres y de todas las

mujeres, de todas las formas de gobierno, de toda forma de

intención política, de todo bien y todo mal, de todos los países,

de todas las razas, de todas las florecientes ciudades del

Universo.

Creo en el fuego, que creó al fuego.

Creo en el agua, que creó al agua.

Creo en la desaparición, en las brujas vencidas, en el

Mediterráneo inhóspito antes de la llegada de las trirremes

romanas.

Creo en el mar que vio el hundimiento de la Armada

Invencible, que vio el hundimiento del acorazado California en

Pearl Harbor, que vio la oxidación imparable de los bellos

submarinos soviéticos de la Segunda Guerra Mundial que

vigilaban el mar del Norte.

Creo en las grandes transformaciones que han de venir

mañana y en el derramamiento de la sangre de los canallas, creo

en la muerte de la Historia tal y como la conocemos y creo en el

nacimiento de un nuevo hombre, cuya vida será inalterable e

ilimitadamente erótica y perfecta.

Creo que nunca moriré.

 

 

 

 

 

 

 

 

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