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Marloes está en lo oscuro, que no es un color, sino un barrio de la noche lleno de gatos malos.
La oscuridad tiene una respiración sonora y una tos cavernosa y fea.
Marloes nos mira con unos ojos severos que la oscuridad le ha tomado prestados, tanto para vernos
como para que le veamos a ella, a través de Marloes, esa mirada de reproche y castigo.
La oscuridad no es rubia porque no puede; tiene una existencia abstracta y sosa, cargada de frustración
y soledad, como una novia vieja o muerta: llorar por la oscuridad sería poco y sería ya mucho sonreír:
tiene la boca comida por la pólvora y el tabaco y no comprende el desorden de los hombres.
Tal vez, con sus dientes podridos, la lenta oscuridad está devorando o ya ha devorado a Marloes,
y sólo nos ha dejado una fachada sin volumen o un primer plano de mujer.
Quizá ya ‘ha hecho, con su corazón, collares y anillos blancos’ –como dijo el poeta.
Mirando a Marloes, uno quisiera ver sobre esta hermosa mujer un buen golpe de sol, un peso redondo
de tortilla dorada y viva, una lluvia de naranjas: algo rotundo y luminoso que la despegara de esas
telarañas negras que la están absorbiendo. O romper el techo de tablas negras y que el alba goteara
sobre ella por todas partes.
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