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En el tepidarium
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Uno ha merodeado –proporcionalmente- a pocas mujeres del imperio romano, sobre todo porque suelen
hablar en latín arcaico y tienen costumbres a veces muy peculiares. Esta romana está en el baño tibio,
al que llamaban tepidarium –todavía no es el caliente- y tiene ya la cara encendida como una cereza,
incluyendo las orejas. En la mano izquierda, una pluma de avestruz; en la derecha, un rascador. Saca su
fuerza de la carne de buey y, como las leyes elementales, no pide perdón.
A veces grita en las tardes inmóviles.
Quizá, por los años romanos de su edad, ella ya no es una leche azul dentro del trigo tierno, sino que su
leche es más bien asalmonada y está dentro de un trigo menos tierno, más maduro. Tendida y frontal, como
una fachada con el horizonte montañoso, la romana tiene un cuerpo muy físico en el que vemos, merodeando,
el tremendo aparato articulado de su pelvis pélvica, poderosa de engranajes como un tanque sin enaguas:
exactamente desde aquí hasta abajo es bípeda de dos piernas.
Han pasado tantos siglos de dudas desde que a la romana se le terminó el hilo rojo del destino, que hay que
mirarla multiplicando por dos, duplicándola para que no se quede sola en las termas con sus siete colores bajo
cero; para que siga olorosa de verdad o de mentira pero tocada en vivo; para que la sombra unánime de la tarde
la salpique de frescura; para que haga la cuenta gorda de su vida o para que haga la cuenta de no haber nacido
todavía.
Tal vez nadie la busca ni la reconoce y hasta ella ha olvidado quién es y quién será: le abriríamos entonces la
puerta del paisaje y de la tarde y del mar, la apuntaríamos a clase de inglés y de informática y le enseñaríamos
la teoría de la neurona y el principio de incertidumbre, ay, romana.
Narciso de Alfonso
Merodeos: el desnudo femenino en la pintura
Sir Lawrence Alma Tadema, 1836-1912
El tepidarium, 1881
Óleo sobre tabla, 24.2 × 33 cm (9.5 × 13 in)
Lady Lever Art Gallery, Port Sunlight, United Kingdom
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