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muchacha sentada
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La muchacha está seria y tiene algunas asimetrías,
mira de frente con dos ojos grandes y oscuros,
más bien separados. Su piel es casi del mismo color
que el fondo, sólo un poco más oscura, menos clara:
si no fuese por los negros del pelo moreno y de las
medias cortas, podría pasar desapercibida de la
misma forma mimética que utiliza un camaleón
para comer o para que no se lo coman.
La nariz es una naricita que, además, es corta y está
torcida; la boca es una boquita mona, pintada de sangre
fresca. Sólo se ha puesto colorete en una mejilla y se le
ha ido la mano. Con todo, quizá lo más duro de comprender
o de aceptar es por qué tiene esos antebrazos de estibador,
más gruesos que los brazos, y, sobre todo, por qué tiene
esas garras de rapiña, de distinto tamaño, ennegrecidas
como si se dedicara a escarbar en el estiércol.
Tal vez su cara no está hecha para sonreír, sino para ver
o para mirar; hay rostros que son universales, multifuncionales,
elásticos, y hay otros que están especializados en una sola
función facial, que puede ser más o menos preponderante,
más o menos compartida: el movimiento de los labios al
hablar; la frecuencia y la velocidad del parpadeo; la mirada
propiamente dicha, que tiene muchas subfunciones o,
tristemente, los ojos para llorar.
Con todo lo visto, la muchacha sentada con una cola
de caballo tal vez tendría que respirar hondo y reiniciarse:
volver a llenar con los más dulces algodones de azúcar de
la más tierna infancia la imagen de sí misma y las diversas
identidades dispersas: reunirse de nuevo en un solo cuerpo
concreto, cerrado y sensible, preparado para el placer
que unifica y unifica sin medida.
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Narciso de Alfonso
Merodeos: el desnudo femenino en la pintura
Egon Schiele (1890-1918)
Sitzendes Mädchen mit Pferdeschwanz
Muchacha sentada con una cola de caballo – 1910
Bleistift, Aquarell, Gouache auf papier 56.5 X 37.5 cm
Colección privada, Londres
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