caroline
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Caroline busca, más que la belleza, la guerra: la guerra general, la guerra total, la guerra de los
mundos, la guerra de las galaxias.
Va por la calle, por la vida, con pulseras y collares y colgantes que entrechocan y tintinean.
Va por la calle –siempre va, nunca vuelve- a todas partes y a ninguna, esperando sin esperar que en
cualquier momento surja una guerra, la guerra.
Habla con conocidos y desconocidos, sin detenerse, al paso, ‘olvídame; dile a tu hermana que me debe
diez pavos; pura lujuria; los irlandeses primero; no existo; cinco dólares contra los Bulls; soy el ejército de salvación;
no vivas de mí, amor”.
Caroline es la reina de algo, y se pasa el día y la noche visitando su reino; es un oficio como otro cualquiera,
tal vez un poco más duro, tanta soledad, tanta fraternidad anónima.
Si alguna vez mira hacia dentro, hacia su interior, Caroline ve una luz roja, de estrella moribunda, y un puente
sin barandillas: es todo tan discontinuo y casual, sólo fragmentos, no hay forma de reunir las piezas, no hay modo de
conseguir un mínimo de unanimidad constante, sólo dispersión: un día, el día, es un manojo de sensaciones inconexas,
de pensamientos que se disuelven, de intenciones cambiantes, de perdidas decisiones incumplidas, de intensos o delicados
deseos que se hacen y se deshacen.
Despeinada, sin pintar, con una falda muy corta y unos zapatos de mucho tacón, el cigarrillo humeando en los
labios y un bolso bandolero de color aceite con adornos metálicos: ‘eres un cabrón; no me gusta la miel; la veré más tarde
pero ya no se quiere acordar de ti; cámbiate alguna vez la camisa; bebe despacio, amor; olvídame”.
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