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shane
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Shane se ha quedado hermosamente detenida sobre los adoquines
de la calle, tal vez haciéndose la sueca, o quizá le ha dado el amarillo
y tiene que esperar a reconocer su identidad y su destino antes de
seguir adelante.
Está hermosa de piernas desnudas, delgadas, todavía inmaduras,
con rodillas de colegiala. Los guantes negros, largos y gruesos parecen
más bien los de un trabajador del ardiente acero que utilizara una talla
mayor que ella. Aunque Shane haya perdido ahora mismo sus
antebrazos –funcional y visualmente-, incluyendo, claro, las manos
a dos, está graciosa como si se hubiera puesto los guantes de su madre
–o de su padre- para vestirse de mujer, de fiesta, de noche, de bonito,
de pronto.
Está guapa y resultona y, de alguna manera femenina y tal vez
mágica, Shane está convocando y reuniendo las gracias de la calle
ancha, y de la mañana bonita que desemboca en la calle ancha, y del
cielo soleado que desemboca en la mañana bonita que desemboca
en la calle ancha.
Uno aprecia el pelo deshilachado pero todavía recogido de esta
muchacha, con la melena que favorece su cara, que no es tanto
hermosa de rasgos bellos, sino más bien de otra belleza con desafío,
con argumento, con sustancia.
A veces las cosas pasan demasiado pronto o demasiado tarde,
fuera de su tiempo previsto, y tal vez es que se entretienen jugando
como colegialas entre los tiernos fresales, o matando rosas, y cuando
llegan como cosas a su lugar de destino, ya no hay nadie esperándolas,
y se quedan clavadas en el suelo, vacías como cruces idiotas.
Así pasan, a veces, las cosas. [/ezcol_1half_end]
Shane va de vestido largo, más bien desordenado o desajustado, tal vez es que no tiene el hábito de la longitud y lo lleva como si fuera una telaraña,
un asunto de mucha tela excesiva que le resulta ajeno, extraño, pero con el vestido nos da otro sorbo de encanto, otra cucharada de helado de menta,
otra florecilla blanca.
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