un naufragio de sangre
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Katrin se ha puesto elegante, se ha vestido de rojo guapo para venirse
al atardecer del mar: quizá quería ver el crepúsculo, que es un fracaso
diario del universo. Como tenía ocasión de ser una esbelta gallina roja,
enrojecida además por ese color de sangre triste con que el sol se muere,
Katrin se ha puesto su gorra de ala ancha, su mundo y su carne, y se ha
acercado al agua inmensa, donde cada cosa tiene su pequeño horizonte
particular por donde un sol diminuto se pone.
Merodeando, uno aprecia que un rojo se injerte en el otro rojo, que haya
un desacuerdo de crímenes y que Katrin los sostenga, como recién salida
de un naufragio de sangre. Ella se mantiene erguida en su delgada vertical,
con su corazón estupendo y sus labios oscuros, frenada en esos zapatos raros.
Nos gusta ver a la mujer concreta, con dos piernas, con una mano en la cintura
y con la otra alcanzándose el ala del sombrero; apreciamos que sea una mujer
sola, individual, con la vida puesta y una falda hasta la rodilla, plisada y también
roja, mientras atardece en su experiencia personal, y sus pulmones respiran con
dificultad el aire de sangre, espeso y degollado.
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–El ocaso es sólo una técnica del cielo, pero sólo sabemos verlo como una historia que se acaba, como un asunto de muerte fúnebre, excesiva y acuchillada,
como un elefante bonito que, tosiendo, busca la oscuridad de su cuarto.
Katrin se ha acercado a la tarde moderna del mar, y tiene un toreo de caballo parado, quieto de piernas y bajo de cabeza, con desplante y tobillos finos. Todo
tiene el mismo color tierno del sufrimiento, de la luz que se acaba en las piernas de Katrin, en la superficie áspera de las piedras cúbicas del mar, adentro y
afuera, entre arterias desangradas, cumpliendo largamente su deber de colores y temperaturas, de olor espeso a herrumbre y a pescado.
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Narciso de Alfonso
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