Sigrid

sigrid

Hermosísima mujer, sin duda: ‘mis ojos sin tus ojos no son ojos que son dos hormigueros solitarios’

-dijo el poeta, claro, que entendía de ojos, como muchos poetas-. Cuando un sencillo merodeador mira a Sigrid,

pierde -por lo menos- la noción genuina de la realidad, simplemente por el tremendo desfase de medidas

oculares respecto a cualquier otro mortal.

Para hablar con Sigrid –cara a cara- con cierta tranquilidad, sin mucho sobresalto, habría que pedirle

que se quitara los ojos, sí: los ojos subjetivos, los objetivos, los imperativos y los aumentativos. Que apagara la

mirada de sol a sol, que se desconectara esos ojazos del tamaño de un incendio a llamaradas.

La mañana, el mar, el meteoro: cabe todo entre sus pestañas de diámetro internacional: la parentela,

los caballos, la lluvia con alcoholes y el horizonte bocabajo. Y, si queremos, además: cabe en terciopelo, en llanto,

replegado o fulgurante; y cada cosa con su órgano bueno o con su cola o con su huevo negro. Qué ojos. 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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