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El tren de la vida
para Inés G.
Parece una muchacha sencilla que está cerca de sí misma. Se ha puesto las piernas negras para soliviantar al personal
o, simplemente, para sentirse más segura mientras ve pasar el tren de la vida, que lleva una endiablada velocidad blanca, como
si llegara tarde a la actualidad.
¿Acaso nos quedaremos en difunto viendo a esta mujer, preguntando por el precio de la nieve como si nos sobraran literalmente
patatas y pescado de la cena de ayer? ¿Nos quedaremos pensando, pensando, como queriendo pensar? Ella está en lo suyo:
vengándose de los colores y enseñando sus acetatos sin hacerse publicidad, quizá porque ya ha entendido que ser una persona normal
no es ninguna virtud.
Estos, estos son los momentos que a la muerte le gusta contemplar: cuando puede querer a los vivos sin dejar de sentirse los pies.
La muchacha está despachando sus sombras una a una, blanqueando su condición animal, tal vez preguntándose por los instantes
o los encuentros absolutos: por todo lo que pasa de la luz a la sombra congelando el tiempo, descongelando la eternidad. Quizá su muerta
quiere llegar antes que ella a todas partes, y las dos lo saben; aunque la viva es más rápida y más lista, tiene que pararse de vez en cuando
a hacer pipí.
Es extraño un perfil cuando se ve de perfil: cuando intentamos aceptar que la persona que vemos de frente es la misma, pero de perfil.
Quizá es que de perfil se nota más que somos poca cosa, qué poca cosa somos. De frente no somos uno, sino dos: dobles, simétricos,
enteros; pero de perfil no somos ni siquiera uno, sino la mitad: medios, recortados. Y mucho menos peligrosos, y mucho menos amables:
sólo bidimensionales.
Es posible que la muchacha no tenga la media cara que no vemos, su otra media cara, y eso la hace irreal, o menos real, lo que
—inadvertidamente— nos inquieta y, sin querer, le buscamos el frente que nos tranquilice.
Pero, en suma: nos da igual si se ha caído de la cama o del platillo de una balanza: nos basta con su olor a felicidad, desde lejos o,
si no llega a felicidad, con el aroma fresco de su alegría o, si no hubiera alegría, con el perfume neutro del contento, o incluso con la colonia
a granel de su simple satisfacción.
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