marloes-horst

 

tumbada en el campo

 

Marloes se ha tumbado en el campo, entre silvestres florecillas, con la cabeza apoyada en un desechado barreño de metal.

El pelo le despeina un poco la cara de rubio. Entre los tonos apagados del atardecer, Marloes descansa del esqueleto y de

la vida, y mira hacia la ventanita del merodeo como podría mirar las nubes del cielo o el cielo de las nubes, que son, generalmente,

amenas de forma y de volumen y hasta de color.

Tiene una mirada entreperpleja o perpleja, que es la pura pregunta, la pregunta sin respuesta, como quedarse pulsando

el timbre con el dedo: qué hacemos aquí, quiénes somos, por qué. Con estas preguntas se llega de inmediato al extrañamiento

general: qué absurdo es todo, cuál es el sentido de la vida.

Entonces es cuando hay que meterle un poco de marcha al estado de perplejidad, hay que relativizar las cosas y decirse

aquello de que la vida es demasiado seria para tomársela en serio y a otra cosa, que son dos días.

Marloes está hermosa de todo, tumbada en el campo al atardecer y con la cabeza apoyada en un barreño. Si pudiera cerrar

los párpados y dormirse o, por lo menos, dejar de hacerse las preguntas de la perplejidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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