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el lector de la cervecería
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El fotógrafo ha montado su ventana indiscreta sobre una ventana real, de carne y hueso, como la de esta cervecería
que tiene el aire en condiciones, como dios manda, y eso es lo que se le nota al pavo que está pegado al cristal,
leyendo el periódico a dos manos, a dos cuerpos, a dos vidas, como si hubiese encontrado su destino escrito en esos
papeles grandotes, justo entre los valores de la bolsa y el anuncio de un dentífrico que tiene sabor a saliva.
Los periódicos excitan la curiosidad, despiertan el interés, pero al final siempre se abandonan con un sentimiento
de desilusión: no estaba.
Además del periódico diario, el pavo acapara también toda la luz de la cervecería: además de él mismo, sólo hay
penumbra y tal vez un par de rostros humanos, a la derecha, que están naufragando, hundiéndose, disolviéndose
en la tiniebla mala.
Quizá la mayoría de los seres humanos escriben la historia de sus vidas improvisando sobre la marcha, pero otros
–los que son de la estirpe del pavo lector- parecen tener vidas que ya están diseñadas y planificadas, ineludibles,
perfectas como un círculo: tal vez es que no entiendan las reglas de una sorpresa o quizá es que son una especie
de prototipos tontos de dios que se preocupan por cosas que sobrepasan su nivel de madurez.
Viven como si nunca fuesen a morir y mueren como si nunca hubiesen vivido.
El lector del periódico lleva una camisa bonita, y la letra a mayúscula le está manchando la mano derecha de letra,
o quizá de ese color doradamente blanco o blancamente dorado con el que está pintada en el ventanal de la cervecería.
Tal vez los mejores momentos de la vida –o, por lo menos, los que la hacen soportable- son aquellos en los que uno
logra engañarse a sí mismo. O solamente olvidarse de sí mismo. O simplemente despistarse de sí mismo. O únicamente
perderse de vista o hacer como que no se ve bien a sí mismo o como que no se acaba de reconocer.
Narciso de Alfonso
© Fotografía de Servando Gotor Sangil
Merodeos urbanos y suburbanos
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