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Los comedores compulsivos
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El fotógrafo de la vida y de la muerte ha puesto su indiscretísima ventana sobre un padre y su clónico hijo, que comen como si el mundo se fuera a acabar, o como si ya se hubiese acabado. No hay nada –casi nada- comparable a satisfacer las necesidades con prisa, con mucha prisa, y hasta con violencia.
Los dioses no nos han puesto las cosas demasiado fáciles, así que una opción muy útil es hacerse usuario y no planear nada: afiliarse al sindicato de la humanidad: ir siempre con el piloto automático y no detenerse nunca a pensar.
Siempre habrá personas que nazcan con la tragedia en la sangre, además de carrilanos, eventuales, postergados, perpetuos y vagabundos, pero la gente siempre se fija –y recuerda- a la cantante.
Parecemos más felices de lo que somos en realidad, aunque las cosas no tengan sentido y sólo nos quede el miedo. Si no hay mañana es igual: hoy ya no lo ha habido. Han cambiado los tiempos, y ahora podemos decir con orgullo: todo lo humano me es ajeno.
Algo así les pasó a los comedores compulsivos de arroz: un día se despertaron y se dieron cuenta de que ya sabían cómo iba a ser el resto de sus vidas. Como el hijo clónico parecía dudar, su padre tuvo que darle una colleja y se acabaron las tonterías.
Con alguien que pedalee y alguien que frene, la vida es pan comido. A veces, sobre todo en torno a los quince, todavía tenemos muchas ganas de que nos pasen cosas, pero enseguida nos anestesiamos, enseguida.
El padre comedor compulsivo de arroz mantiene aún su rebeldía, su punto de transgresión, su ramalazo disocial, su último inconformismo: sigue llevando su pulsera de bolitas, aunque sean del color triste de la madera.
Narciso de Alfonso
© Fotografía de Servando Gotor Sangil
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