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pavo y bordado en plata
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Escúchalo aquí recitado por Tomás Galindo
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El fotógrafo ha puesto en la ventana indiscreta a un torero propiamente dicho, tomado desde la cintura,
desde el rojo fajín, con su traje de luces de color pavo y bordado en plata, como corresponde a un banderillero,
a un subalterno de la cuadrilla del matador.
No parece un espartaco de quedarse en lo conocido por miedo a lo desconocido, sino de los que se dice:
donde no puedas amar, pasa de largo. Ea.
Tiene buena estampa, hermosa lámina, y se le ve puesto, como midiendo la plaza para ponerse al tren en
medio de la vía.
Es careto y más bien rebarbo de papada, con los ojos hacia llorones y un tono de piel entre retinto y ginebro,
apretado de llaves y buen mozo, con mucha vela y con más veneno.
Viéndolo así, plantado y haciendo la caravana, sabiendo que es un profesional del coraje y mucho más mortal
que los demás mortales, se encienden enseguida las preguntas sobre su destino: qué idea, qué imagen,
qué grumo cerebral tiene de la vida y del mundo y de los otros, de la sociedad y de los socios, del amor y
del dinero, de lo que se puede pedir a la vida y de lo que la vida le puede dar.
Tal vez en esa cabeza con la montera puesta hay sobre todo una sospecha a intervalos, con mucha oscuridad
antes y mientras y durante y después. Un atisbo muy discontinuo de todo lo que le rodea, ea.
En el ruedo tiene que ser un marmolillo, bufador y codicioso, guapo de gesto y capaz de dar al toro lo que le
pida sin agarrarse al olivo y sin dar el opio. Está en tiempo de echar todo el carbón en cada corrida,
sosteniéndose en el centro y yendo a romper plaza.
Lleva atados los machos de la chaquetilla y unos alamares bonitos, con el clavelillo azul cielo. Si pudiera
meterle al próximo toro un par de gallardetes sin bajarse al sótano y echando el remusguillo, tal vez estaría
cerca de la fama, del triunfo, tocando el cadillac con la punta de los dedos.
© Fotografía de Servando Gotor Sangil
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