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si alguna vez fui sabio en amores
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El fotógrafo ha puesto su ventana indiscreta sobre esta pareja de jóvenes que están de pie junto a un estanque
y él le explica a ella algo que la cabeza nos oculta, quizá el funcionamiento digital de una cámara de fotos, aunque
bien puede tratarse de (casi) cualquier otra cosa manejable del mundo o de la vida, como el fuego pequeño de una
vela o de una lamparita, una máquina de movimiento perpetuo que él mismo ha podido diseñar o un precioso caleidoscopio
chino construido con fulgurantes cristales minúsculos.
Ella tiene un relativo interés por el joven o por el cacharro que él le muestra: ha inclinado ligeramente el torso pero se
mantiene a una rigurosa distancia del muchacho, la suficiente como para evitar cualquier contacto incluso con los presumibles
movimientos de él.
Tal vez están conociéndose para llegar al amor, o tal vez están amándose para llegar a conocerse. No sabemos si se
han permitido el hermosísimo lujo de perder la noción del tiempo, junto al estanque, entre los patos, y el cacharro que
miran juntos es sólo una escusa para estar cerca, para aproximarse hasta sentir la temperatura, el aroma, el aliento,
el color real del otro.
Quizá, para ellos, enseguida ya es demasiado tiempo, simplemente porque buscan el ahora del otro, su presencia inmediata
y sin postergaciones, su aquí aquí. Tal vez ella, posiblemente mucho más sabia en amores, esté utilizando sus agudos acetatos
para atraerlo, o esté creando una dulce conexión entre ellos que permanecerá cuando se separen y se distancien, si es que
llegan a hacerlo y no se quedan ya para siempre juntos, unidos, inseparables.
El diálogo soterrado entre ellos vendría a ser, mudamente: ‘mátame’, ‘ya lo estoy haciendo’, ‘hueles como el regaliz o los
libros viejos’, ‘tienes unos ojos del color del barro de los charcos’, ‘quédate, quédate’.
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Narciso de Alfonso
© Fotografía de Servando Gotor Sangil
Merodeos urbanos y suburbanos
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