Los ciudadanos de esta penosa civilización se van haciendo estúpidos

a buen ritmo por un método sencillo que, sin embargo, no es del todo automático,

no es espontáneo, no se improvisa de inmediato como si llegase de la nada

para acabar enseguida en la nada.

 

 

 

Uno, cada uno, recibe de su entorno una sospecha que considera una inspiración

propia, una ocurrencia individual, aunque en realidad solamente se trate de un

contagio que se extiende como una generalización. Cada ciudadano cae por su cuenta

en la cuenta de que no es como los demás y es justo en ese momento cuando

se convierte en alguien diferente, distinto, es decir, exactamente como todos y cada

uno de los otros. Es un fenómeno paradójico bien conocido desde antiguo.

 

 

 

La novedad actual, sin antecedentes, de este fenómeno histórico, es que ahora incluye

el entendimiento del ciudadano, es decir, cada uno considera que su inteligencia

forma parte de esa singularidad que ha detectado en sí mismo, de manera que

su entendimiento se hace subjetivo y, a la vez, el ciudadano lo legitima por completo

como propio, válido y suficiente, esto es, considera que lo que su inteligencia le permite

conocer es, por lo menos, tan valioso —y posiblemente más— como lo que a cualquier

otro ciudadano su inteligencia le permite conocer.

 

 

 

Es entonces cuando empieza —y enseguida concluye— el proceso de la estupidez,

ya que cada ciudadano que se siente distinto, diferente, tal vez nuevo, se detiene

ahí, en esa diferencia que lo iguala a todos y cada uno de los otros. No va más allá:

se considera afortunado y solamente espera a que el asunto de su singularidad

se desarrolle por sí mismo y lo haga especial, tal vez especialísimo.

 

 

 

Con este sencillo proceso, la estupidez se ha instalado en el entendimiento de todos y

cada uno de los ciudadanos que hayan optado por incluir la inteligencia en su

singularidad.

 

 

 

 

 

 

 

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