diario de un intemperie
un día de junio
Ayer vi al muerto, que es ese hombre que nos mira con los ojos negros o vacíos de la muerte
y está ya al otro lado y nos observa desde fuera de la vida.
Tiene también las manos de difunto, grandes y gruesas como las de un pelotari.
Es un hombre solo, individual y desocupado, que espera que le traigan la camisa blanca
recién planchada para quitarse las orejas enormes y el careto fúnebre y ponerse las espuelas
de plata para salir andando de puntillas, como un reverendo.
Aunque está en un trance cornudo, no se despega de su cosa muerta, no se acaba de soltar
de su fallecido asunto, se ha quedado entre ponte bien y estate quieto.
Como está más allá que aquí, sabe que ha de hacer algo, pero no sabe exactamente qué ha
de hacer, que es, simplemente, acabar de morirse y entregar el alma, sin quedarse nada
para después, porque la muerte es un gran nunca.
Si está en un error de perspectiva puede pensar sinceramente que todo el personal se está
yendo del mundo, de la vida, que lo están dejando solo y que tendrá, incluso, que cuidar
al perro.
En suma, hay que hacerle sospechar, de algún modo, que su historia se ha acabado: que
tiene que atar la cuerda o soltarla, pero dejarse ya de nudos raros.
Quizá si empezáramos a hacer circular rumores por el vecindario.
Si, por lo menos, dejara de una vez de agarrarse a su gran corazón de madera como si fuera
un salvavidas.
Ha llegado la muerte: quítate el cuerpo, cierra el aliento, abandona tu orgullo clásico y tus
pretensiones de nadador.
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