opinión: los poetas de mierda

 

 

 

ser poeta es una obligación, una carga, un peso, y por ello se me escapa, no comprendo

que un poeta esté orgulloso, satisfecho de serlo.

 

Cuando alguien se decide a ser poeta —porque para ser poeta hay que decidirse, no

basta con empezar a escribir en renglones partidos— se hace cargo de una tremenda

responsabilidad —término que odio, pero que es el más preciso para lo que quiero decir—;

se trata de una encomienda —y de ninguna manera de una auto encomienda, ya que nadie

que esté en su sano juicio se adjudicaría a sí mismo la inmensa tarea de ser poeta,

de escribir poesía—.

 

El poeta sabe —siente, intuye, se huele— que no puede salir bien parado de semejante

empresa, que es de una envergadura inhumana. De su trato con la poesía sólo puede

salir muerto o matado, con los pies por delante.

 

Los grandes poetas no han alardearlo de ser poetas; lo han sobrellevado con más o menos

elegancia, con una sonrisa de sufrimiento: Neruda, Rilke, Lorca, Pound, Eliot. Tuvieron que

aceptar que les había tocado a ellos y casi se disculpaban por ser tan poco capaces, tan

ineptos, tan poco dotados. Por dios, cualquiera de ellos se dejó la vida en el intento.

 

Basta ver sus fotografías: Neruda saliendo de recoger el nobel; Rilke perdido por las almenas

del castillo de Duino; Lorca sentado junto a la bola enorme de la universidad de Columbia;

Pound en Venecia a su vuelta de Estados Unidos; Eliot en su despecho de Faber&Faber.

 

¿Felices porque les había tocado un destino tan grande? Por dios, más bien soportando,

aguantando, sobrellevando a duras penas unas vidas realmente jodidas.

 

Los poetas de mierda, en cambio, parecen encantados de haberse conocido, lo que

se debe a un motivo muy simple: se metieron a poetas sin que nadie los llamara y siempre

les ha parecido que no es para tanto, que no hay que tomárselo a la tremenda. Mierda.

 

No se trata de un juego, sino de un asunto serio, mortal para un poeta al que le haya tocado

serlo, porque se le llevará la vida por delante. Ahí están, también fotografiadas, las miradas

de Claudio Rodríguez, de Leopoldo María Panero.

 

 

 

 

 

 

 

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