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salvaje

El año que tuve una moto e iba hendiendo el aire

por el sur de España, y era capaz de oler las naranjas

de los huertos de naranjos al pasar a su lado

por las afueras de Sevilla, comprendí

que llevaba viajando demasiado tiempo en coche,

probablemente incluso debería conseguirme un caballo,

convertirme en algo elevado, algo conectado a la carne

rodeado de toros y de vacas.

Mi flamante esposa tenía cierto brío

que me preocupaba y me excitaba, un historial

de saber pasar página. Vino de espita por dos duros,

langostinos y angulas, incluso el idioma

se me antojaba peligroso en los labios. Por las mañanas,

desprovisto de hielos el congelador,

solía salir a toda velocidad en mi moto hasta casa del vendedor de hielo,

atar un gran boque rectangular

al asiento supletorio en el que a menudo se sentaba mi mujer

bien pegada a mí, los brazos rodeándome la cintura.

En las calles el olor del aceite de oliva,

el ruido de los hombres indecisos entre la iglesia

y el sexo, sus cuerpos tensos, heréticos.

Y las mujeres, elegantes, reservadas,

o desaliñadas, rebosantes de júbilo, un Cristo

alredor del cuello.

Nuestros vecinos nos mostraron cómo encerrarnos

por las tardes,

la estupidez de no tenerle respeto al sol.

Nos perdonaron quiénes éramos.

Por las noches solíamos turnarnos el Herald Tribune

para matar mosquitos, ensangrentadas las paredes del dormitorio

en este país famoso por la sangre;

no lográbamos matar nunca bastantes.

Cuando el Levante, el ventarrón, llegó desde África

con su arena y su calor, perturbando las cosas,

trajo consigo una lección, inaprensible,

acerca de hasta dónde puede llegar cierto salvajismo.

El dinero se nos acabó. Vendí la moto.

Nos marchamos sin ni siquiera saberlo

a ocupar nuestros lugares más tranquilos del mundo.

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wild

The year I owned a motorcycle and split the air


in southern Spain, and could smell the oranges


in the orange groves as I passed them


outside of Seville, I understood


I’d been riding too long in cars,


probably even should get a horse,


become a high-up, flesh-connected thing


among the bulls and cows.


My brand-new wife had a spirit


that worried and excited me, a history


of moving on. Wine from a spigot for pennies,


langostinas and angulas, even the language


felt dangerous in my mouth. Mornings,


our icebox bereft of ice,


I’d speed on my motorcycle to the iceman’s house,


strap a big rectangular block


to the extended seat where my wife often sat


hot behind me, arms around my waist.


In the streets the smell of olive oil,


the noise of men torn between church


and sex, their bodies taut, heretical.


And the women, buttoned-up,


or careless, full of public joy, a Jesus


around their necks.


Our neighbors showed us how to shut down


in the afternoon,


the stupidity of not respecting the sun.


They forgave us who we were.


Evenings we’d take turns with the Herald Tribune


killing mosquitoes, our bedroom walls bloody


in this country known for blood;


we couldn’t kill enough.


When the Levante, the big wind, came out of Africa


with its sand and heat, disturbing things,


it brought with it a lesson, unlearnable,


of how far a certain wildness can go.


Our money ran out. I sold the motorcycle.


We moved without knowing it


to take our quieter places in the world.

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Stephen Dunn

Salvaje

What goes on

2009

lemonocledemononcle.blogspot.com.es

Wild by Stephen Dunn, from What Goes On

2009

writersalmanac.publicradio.org

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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