prólogo de giorgio agamben a los cantos de ezra pound
Primera edición: 2018
Traducción: Jan de Jager
de Cantos italianos: Jorge Aulicino
Editorial Sexto Piso
Ciudad de México
México
situación de ezra pound
giorgio agamben
From the wreckage of Europe, ego scriptor
Canto LXXVI
No es posible entender la obra de Pound si no se la coloca en su propio contexto.
Este contexto coincide con una fractura sin precedentes en la tradición occidental,
una fractura de la que Occidente no sólo no ha salido todavía, sino de la que ni siquiera
podrá salir si antes no está en condiciones de medir su alcance, decisivo en todos los
sentidos.
Después del final de la Primera Guerra Mundial era patente, para quien había
conservado la lucidez, que algo irreparable se había producido en Europa, y que el
nexo entre pasado y presente se había roto.
Que los primeros en darse cuenta hayan sido los poetas y los artistas no debe
sorprendernos, porque es a ellos a quienes incumbe en todo tiempo la transmisión
de aquello que nos es más valioso: la lengua y los sentidos. Ni siquiera se puede plantear
el problema de las vanguardias poéticas del siglo xx si no se entiende, primero, que son
el intento de responder con mayor o menor consciencia, según los casos — a esa
catástrofe: no tienen relación con la poesía y las artes, sino con su radical imposibilidad,
con la disminución de las condiciones que las hacían posibles.
La transposición en términos estético-mercantiles de la crisis epocal que se había
expresado en las vanguardias es, por ello, una de las páginas más vergonzosas
de la historia de Occidente, de la que los museos de arte contemporáneo representan
hoy la más extrema e indolente propagación.
Aquello en donde estaba en juego la posibilidad misma de Ia poiesis y, por tanto, la
supervivencia del ser humano como ser espiritual, se redujo a un fenómeno de moda
y fue liquidado de una vez por todas bajo la forma de producción de nuevas mercancías.
Existen tres momentos decisivos —al menos en la perspectiva que nos interesa— en la
poesía en lengua inglesa del siglo xx.
El primero, La tierra baldía (1931), nacido de la estrecha colaboración entre Eliot y Pound
(«il miglior fabbro», a quien el poema está dedicado), ha sido leído como un texto enigmático
y profundo, cuya comprensión necesitaba un desciframiento preliminar de sus densas
estructuras ocultas.
Se trata, en realidad, de un collage de frases y figuras provenientes de toda la historia
de la cultura occidental (no sin agregados orientales), en donde se suceden la Sibila
cumana y el Grial, Ludovico II de Baviera y el Rey pescador, Tiresias y san Agustín,
Filomela y la baraja del tarot, los sermones del Buda y Gérard de Nerval, Dante y las
Upanishad, Ovidio y Flebas el fenicio… Estos fragmentos no se componen, como sugería
Curtius, parangonando a Eliot con un poeta alejandrino, en un mosaico inteligible: están,
más bien, dadaísticamente aislados y sin ninguna correspondencia recíproca, porque su
único sentido consiste en su incomprensibilidad.
Los intentos de los intérpretes de sacar a la luz un significado oculto a través del paciente,
inagotable inventario de las fuentes, sólo pueden fracasar. La «tierra baldía» es, de hecho,
la tierra de la cultura occidental, cuya tradición se ha interrumpido, y al poeta sólo
le queda juntar, más o menos al azar, los restos: these fragments I shored against my ruins,
concluye Eliot, actuando aquí ciertamente como un filólogo alejandrino que recoge
los fragmentos que escaparon al incendio de la gran biblioteca.
Luego está Finnegans Wake. Aquí también entra en juego, literalmente,
toda la historia de la cultura occidental, de la Biblia al vaudeville, de la liturgia eucarística
al Libro egipcio de los muertos. A diferencia de La tierra baldía —con el que el libro comparte
la técnica del montaje—, la ruina aquí involucra también a la lengua, que, en una especie
de irónica parodia de la gramática comparada, funde bajo una ilegible corteza anglosajona
lenguas y tiempos diversos, del hebreo al celta, del griego al italiano, del alemán al latín
y del ruso al danés. Inténtese leer el texto utilizando la readers Guide de W. Y. Tindall
que explica casi cada palabra restituyéndola puntillosamente a sus disparatados componentes.
Para el lector inteligente, el libro no se vuelve por ello más comprensible. Por el contrario,
ahora está en condiciones de apreciar plenamente el sin sentido. Es posible que, como
sugiere el comentador, la operación resulte divertida: se trata, sin embargo, de una risa
conscientemente cruel, desde el momento en que aquí se trata, nada menos, que de la
ruina y el volverse opaca para sí misma de la tradición teológica, filosófica y poética
de Occidente. Lo que se propone en la lectura es una imposibilidad de leer; de la escritura
que se transmite, los estudiantes han perdido el significado.
En 1951, David Jones publica los Anathemata (también este libro, como los dos
precedentes, se publica en Faber & Faber, es decir, con el imprimatur de Eliot).
También esta vez, el poema, atestado de glosas en varias lenguas, abraza la historia entera
—y hasta la prehistoria— de la cultura. Nos interesa aquí particularmente la divisa que
Jones escoge como emblema de su poética, la frase de Nennio, coacervavi omne quod inveni,
«he apilado todo lo que he encontrado» (I have made a heap of all that I could find).
La tradición que Jones tiene frente a sí y con la que trabaja, del Mabinogion al Canon de
la misa, es una desmesurada mezcolanza de fragmentos, y el poeta que debía transmitirla
sólo puede hurgar ahí y nuevamente acumular los desechos, sin que nunca emerja
un sentido para orientarlo en su incesante labor. Por ello, el libro —dice el subtítulo–
contiene sólo fragments of an attempted writing. Decisivo no es lo que se transmite,
sino el acto mismo de la transmisión, aun cuando ese acto resulte carente de sentido.
Es importante no pasar por alto la tarea paradójica que los poetas se proponen aquí.
La tradición religiosa, filosófica y poética no es convocada, como hasta entonces
había ocurrido, por su capacidad de nutrir y orientar la vida y la palabra de los hombres
sino, por el contrario, precisamente porque parece haber perdido esa capacidad.
Lo que se exhibe es precisamente esa pérdida. De ahí el efecto de extrañamiento y de
desintegración tan característico del procedimiento de las vanguardias. De ahí, también,
su fácil tergiversación en términos estéticos, como si se tratara todavía de obras de arte,
sólo que más insólitas y nuevas.
El diagnóstico de la situación de aquella época es lo que está en el centro del intercambio
epistolar, en 1984, entre Benjamin y Scholem a propósito de Kafka. Según Scholem,
Kafka tiene frente a si una tradición -una ley, en términos judíos- que «rige, pero no significa»,
una especie de «nada de la revelación», donde la tradición está reducida «al punto cero
de su contenido» y, sin embargo, no desaparece. Los estudiantes, de los que habla Kafka,
«no son estudiantes que han perdido la escritura…, sino estudiantes que ya no pueden
descifrarla». A esa «vigencia sin significado», Benjamin objeta (fue una tradición que ha
perdido su contenido deja de existir y se confunde con la vida, esa vida, precisamente,
que en la novela de Kafka es vivida en el pueblo que está en las faldas del monte donde
se alza el castillo. Volviendo, cuatro años después, sobre el problema de la tradición,
Benjamin precisa su diagnóstico. Aquello con lo que Kafka debe enfrentarse es una
«enfermedad de la tradición» en la que ésta ha perdido su verdad. En esta situación,
«el genio de Kafka es que él ha intentado hacer algo absolutamente nuevo: ha sacrificado
la verdad para mantenerse fiel a la transmisibilidad».
La respuesta de los poetas a la enfermedad de la tradición —así parece sugerirlo Benjamin—
es renunciar a lo que se transmite —la verdad— en favor de la transmisión. Pero una poesía
que no transmite nada que no sea ella misma, ¿es todavía poesía?
¿O nos encontramos aquí, más bien, frente a algo para lo que no tenemos nombre y que sólo
por pereza y miedo llamamos todavía poesía y arte?
Sólo en este contexto problemático la obra de Pound —al menos a partir de los primeros
Cantos- se vuelve inteligible. Él es el poeta que se ha colocado con mayor rigor y casi
con «absoluta desfachatez» (unmitigated gall) frente a la catástrofe de la cultura
occidental. Mucho más decididamente que Eliot, Pound vive en esa «tierra baldía»,
un infierno que, como sugiere en el Canto XLVII, no es posible, como ha hecho el
«reverendo Eliot», «atravesar rápidamente». Pero justo por eso, para él «todas las
edades son contemporáneas» y puede referirse inmediatamente a la historia entera
de la cultura, de Homero a Cavalcanti, de Mani a Mussolini, de Dante a Browning,
de Perséfone a Woodrow Wilson, de Confucio a Arnault Daniel.
«Sólo Pound», dijo Eliot, «es capaz de verlos como seres vivos», siempre y cuando
precisemos que, en los Cantos, son en realidad sólo pedazos que emergen por un
instante del Leteo e incesantemente se sumergen en él. Furio Jesi definió una vez
el universo poético de Pound como la «transformación en escombros de los objetos
de amor que ya no se consideran vitales».
Si la tradición es accesible sólo como lasca y fragmento, el poeta en busca de formas
–venator formarum– no ve frente a sí más que escombros —aun si éstos están, al menos
para él, vivos y vitales precisamente como fragmentos—. Su canto inaudito está tejido
con esos pedazos que, una vez agotada su función, no sobreviven. De ahí la impresión de
artificiosidad, tantas veces reprochada de forma injusta a su poesía: Pound procede
como un filólogo («También atravesé el pantano de la filología», escribió en
The Spirìt of Romance) que, en la crisis irrevocable de la tradición, intenta transmitir
sin notas a pie de página la imposibilidad misma de la transmisión.
En el verso del Canto LXXVI en el que Pound se evoca a sí mismo frente al naufragio
de Europa (From the wreckage of Europe, ego scriptor), scriptor obviamente debe
entenderse como «escriba», no como escritor. Frente a la destrucción de la tradición,
él transforma la destrucción en un método poético y, en una especie de acrobática
destructio destructionis, imita todavía, como scriptor, un acto feliz de transmisión. En qué
medida logra esto, quiero decir, en qué medida el texto ilegible —en el que un ideograma
chino está junto a una palabra griega y un vocablo provenzal responde a un hemistiquio latino—
puede ser verdaderamente leído, es una pregunta a la que no es posible responder
de forma superficial. La verdad y la grandeza de Pound coinciden —es decir, se establecen
y caen— con la respuesta a estas preguntas.
De ahí la importancia de sus escritos en prosa, en los que Pound expone sus ideas
sobre la poesía, sobre la economía y la política. Esos escritos son hasta tal punto una parte
integrante de su producción poética que se ha podido afirmar con razón que «los Cantos son
obviamente la exposición de una teoría económica que busca en la historia una ejemplificación».
Como un poeta arcaico, Pound se siente responsable del entero paideuma (como a él le
gusta decir, usando un término de Frobenius) de Occidente en todos sus aspectos. «Usura»,
«dinerolatría» y, al final, «avaricia» son los nombres (que da al sistema mental —simétricamente
opuesto al «estado mental eterno» que, según el primer axioma de Religio, define la divinidad—
que ha determinado el colapso y que domina todavía hoy —mucho más que en su tiempo—
a los gobiernos de las democracias occidentales, dedicados concordemente, aunque con
mayor o menor ferocidad, al «asesinato por medio del capital» (murder by capital).
No es aquí el lugar para valorar en qué medida, a pesar de sus ilusiones sobre los
«pueblos latinos» y sobre el fascismo, las teorías económicas de Pound son aún actuales.
El problema no es si la genial moneda de Silvio Gesell, que tanto lo fascinaba y sobre la cual,
para impedir su atesoramiento, se debe aplicar cada mes un gravamen del uno por ciento
de su valor, sea más o menos realizable: decisivo es más bien que, en las intenciones
del poeta, aquélla denuncie la «posibilidad de estrangular al pueblo a través de la moneda»,
posibilidad que él veía, no sin razón, en la base del sistema bancario moderno.
Que el poeta que ha percibido con la mayor agudeza la crisis de la cultura moderna
haya dedicado un número impresionante de opúsculos a los problemas de la economía
es, en este sentido, perfectamente coherente. «Los artistas son las antenas de la raza.
Los efectos del mal social se manifiestan sobre todo en las artes. La mayor parte de los
males sociales son, en su raíz, económicos».
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