jesús quintero y antonio gala

13 noches

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A Joana Bonet Camprubi

noche décimala guerra y la paz

              —¿Si de verdad fuéramos valientes diríamos no a la guerra?

            —Si de verdad fuéramos valientes no nos importaría pasar por cobardes, que es la acusación que se hace a los que no quieren participar en este ensangrentado embrollo.

Antes de sentamos a dialogar, para centrar el tema, le había pedido a Antonio Gala que me definiera la paz y la guerra. Cuando entramos en el plato iba recordando sus palabras: «La paz es el estado de ánimo que conduce a la serenidad, al progreso, a la creación, al desarrollo de los pueblos, y la guerra es un estado de ánimo que significa un desastre interior, ya de los individuos, ya de los pueblos; un desastre que siembra, al mismo tiempo, el desastre». El tema que habíamos escogido para dialogar aquella noche era, por supuesto, la guerra y la paz. Le había preguntado también a Antonio Gala que, según él, quién era la paz: Caín o Abel, a lo que me había respondido: «Supongo que la paz no era ninguno; si hubiera sido alguno, probablemente el crimen no se hubiera cometido». Luego me contó que su primera comedia, Los verdes campos del Edén, se llamaba así en recuerdo de una frase del dramaturgo Eugeni O’Neill: «Dicen que existe la paz en los verdes campos del Edén. Habrá que morirse para averiguarlo».

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            —Cuando hablábamos del sentido de la vida me dijo usted que su máxima aspiración era la serenidad. ¿Quizá porque, en el fondo, es usted un hombre propenso a la ira?

            —Pues, sí. La ira ha llegado a ser fundamental en mí. Pero porque sin cesar la vida está llena de ocasiones de irascibilidad. Le decía, aquella noche, que tenía la virtud de la docilidad, pero siempre he tenido la de la rebeldía, la de la rebeldía airada. Porque no se hacen las cosas bien, porque se intenta equivocar al prójimo, porque se intenta explotar al prójimo, porque se transforma la información para sacar partido de la mala información. Eso me aíra, porque hay mucha gente de buena voluntad, que serían vivientes maravillosos, que se han transformado simplemente en vividores, en maletas que unas manos interesadas traen y llevan de un sitio para otro sin su consentimiento. Y todo eso me aíra. Para echar a los mercaderes de los atrios del Templo son precisos los látigos.

            —Sin embargo, yo no consigo despertar su ira, aunque le juro que más de una vez a lo largo de estas noches he intentado cabrearle para que no se pierda en las estrellas.

            —El cabreamiento, como se dice de una manera totalmente… vulgar…

            —Muchas gracias.

            —… creo que viene por la provocación de una contradicción que uno sabe que es inexacta. Usted no me está contradiciendo de una manera inexacta. Usted es un colaborador admirable. Está haciendo de partera. Lo que le gustaba a Sócrates hacer, y era el oficio de su mujer: ir preguntando y, a través de las preguntas, ir obteniendo la respuesta, que es, al mismo tiempo, otra pregunta para seguir naciendo. Eso está bien.

            —¿Y cómo va el parto?

            —¡Usted verá, que es la partera!

            —Hablando de partos y de parteras, se ha dicho que la violencia es la partera de la Historia. Duro, ¿no le parece?

            —Sí, es muy duro, y a veces uno piensa que la partera es una hija de la gran puta. No creo, de ninguna manera, que la Historia necesite la violencia para desenvolverse. No conozco ningún proceso que no se haya hecho en la paz. Nunca los imperios triunfantes han conseguido otra cosa que desgracias.

            —Pero no me negará que la violencia está en la naturaleza. Podo es doloroso y violento, hasta un parto.

            —En el parto, la violencia está de acuerdo con la naturaleza. Se pare de una manera lógica y gozosa, dentro de lo costoso que es parir. Sospecho que ni usted ni yo lo hemos experimentado, pero no tardaremos en experimentarlo si esto sigue así, porque ya hay hijos in vitro y se está contradiciendo permanentemente a la naturaleza. Hasta que la naturaleza de verdad se cabree, empleando su vulgar expresión.

            —Pues yo no sé qué es más vulgar: si mi cabrearse o su hija de la gran puta.

            —Es que mi hija de la gran puta es una definición.

            —En fin, a usted, de vez en cuando, tampoco le viene mal alguna vulgaridad.

            —¡Todo lo contrario! Si yo soy bastante arremangado… Creo que el idioma del pueblo es el necesario y el justo. El que habla las lenguas es el pueblo, y al pueblo hay que ir porque de él venimos y en él estamos y somos.

            —Creo, señor Gala, que nos hemos contagiado del tema de esta noche que, como estaba previsto, es la guerra.

            —Y la paz.

            —Exacto. Pues, si le parece, hablemos en paz de la guerra y de la paz. ¿Se ha dado usted cuenta de que la Historia de la humanidad está llena de guerras?

            —Hombre, si no me hubiese dado cuenta de eso sería un poco… torpe.

            —¿Ya empezamos?

            —No. Usted me pregunta que si yo me he dado cuenta de eso y yo le pregunto: ¿se ha dado cuenta de que en toda la Historia de Europa sólo ha habido cincuenta años de paz? Y esos cincuenta años han servido sólo para lamerse las heridas causadas por la guerra, para fortalecerse, para prepararse a una nueva guerra. Eso es estremecedor.

            —Usted naturalmente, y pese a la ira, es pacifista.

            —Sí, yo soy un profesional de la paz. Tiene usted ahí un libro de Gandhi, que era un profesional de la paz. También Russell, del que veo otro libro ahí, era otro profesional de la paz. Me parece que hay más de los que creemos. Me parece que somos más en esta lucha paradójica de la paz de los que pensamos. Hay muchos corazones que palpitan al unísono, pero no se les oye. El estruendo de las guerras no deja oír los latidos de los corazones de la paz.

            —¿No ha tirado nunca la primera piedra?

            —No suelo ser aficionado yo a las primeras piedras. En todo caso, prefiero poner primeras piedras, no tirarlas.

            —¿Tampoco le ha pegado a nadie?

            —Sí, pero en general por amor. Creo que el amor tiene de repente ese extraño permiso de dar quizá un empujón o una bofetada que resuelve una cuestión, en vez de extraños circunloquios y noches enteras de conversación sobre quién fue el culpable.

            —¿Pone la otra mejilla?

            —Procuro no dar ocasión a que me golpeen la primera vez. Me parece que es la forma de llegar a la paz. Me parece que con el diálogo, con el convencimiento, con el traslado de la propia convicción se puede evitar el primer golpe y no tener que hacer ese paripé, entre evangélico y ridículo, de poner la otra mejilla.

            —¿Pero realmente se puede ser pacifista cuando los de enfrente vienen en son de guerra, cuando son beligerantes?

            —Yo creo que es la única forma, la mejor forma de resolver la cuestión: ser entonces más pacifista que nunca. Creo que el pacifismo consiste, precisamente, en una actitud antibeligerante, y con los beligerantes es con quienes se tiene que ser pacifista, no con los pacifistas. Si no, no haría falta el pacifismo. Parece que la guerra es la única salida posible. Sin embargo, yo confío en la paz. Creo que el ser humano se levanta sobre los hombros del ser humano, que puede llegar mucho más arriba, que puede desplegar una serie de potencialidades tan espléndidas que soy incapaz de dejar de confiar en que la paz se haga, en contra de todo lo comprobado, en contra de todas las experiencias. La paz es la única salida airosa, la única salida no difunta con que cuenta la humanidad.

            —¿Usted ha sido soldado?

            —Sí, he sido y no me gustaría volver a serlo de ninguna manera. ¿Me lo preguntaba usted por algo?

            —Sí, porque no me lo imagino vestido de caqui. Me resulta más fácil imaginármelo insumiso.

            —Fui un soldado un poco insumiso, porque yo creí que, en definitiva, iba a civilizar a los militares, que iba a hacerlos civiles, pero no fue así. Tampoco ellos me militarizaron, pero nuestras relaciones fueron radicalmente poco cordiales.

            —¿No le gusta la mili?

            —El servicio militar es un problema muy grave, el servicio militar obligatorio. A mí me parece que lo que debiera ser obligatorio sería la objeción de conciencia. Creo que hay otros caminos para conseguir el derecho y la defensa de la patria. El servicio militar no enseña nada, convierte a los chicos que están en esa edad gloriosa, en esa edad en que se es generoso y vulnerable sin saberlo, los convierte en una especie de petates de humillación, en unos sparrings de los profesionales. No les enseña nada, sino lo peor.

            —Les enseña a hacer la guerra, ¿no?

            —Ni eso. Yo creo que las únicas guerras decentes que se han hecho en este país nuestro las han hecho los no militares. Esos guerrilleros que hacían las guerrillas de una manera enamorada e improvisada, sin saber logística, sin saber técnicas de guerra, sin saber balística, sin saber esas ciencias, si se pueden llamar así, de lo militar. Desde Viriato hasta los maquis, pasando por los grandes guerrilleros de la Independencia, que cubrieron los primeros años del siglo XIX de honor y de belleza.

            —Ha dicho que lo que debería ser obligatorio es la objeción de conciencia. ¿Le parece que la objeción de conciencia es un derecho humano?

            —Me parece casi una obligación, más que un derecho. Me parece que la objeción de conciencia es un derecho no reconocido o no cumplido, como el derecho al trabajo y a la propia sexualidad, y el derecho al techo y a la casa. Existen los más íntimos derechos del hombre que no se satisfacen por ningún Estado. ¿Cómo no va a ser un derecho esa objeción de conciencia de alguien que dice «yo no», conjugando las dos grandes y magníficas palabras? Estoy absolutamente de su lado. Creo que en ese momento en que el joven está en el esplendor de la vida no puede humillársele de una manera gratuita, no puede hacérsele indigno.

            —Y todo ello en nombre del honor, del valor y de la patria.

            —El honor es una cualidad moral, interior, que proviene del consentimiento de estar cumpliendo los deberes que tenemos para nosotros mismos y para los demás. Es decir, no se puede confundir el honor con la opinión ajena que tanto daño ha hecho a los españoles. Me parece que el honor es la raíz de nuestra propia alma.

            —¿Y el valor?

            —Para mí, el valor es la fuerza que nos proporciona la certeza de nuestras convicciones, una fuerza, por tanto, moral. Toda fuerza que no lo sea ha de ser desechada. A la fuerza, ni la salvación.

            —¿Y el miedo?

            —A mí es probablemente lo único que me aterra. El miedo es una perturbación del ánimo y todo ánimo perturbado es peligroso. El miedo es como la oscuridad, que menos se ve cuanto más grande es. Hay que tener cuidado con el miedo porque viene de cualquier parte. Nos acecha desde los rincones, como una extraña araña. Escribió Ercilla: «El miedo es natural en el prudente / y el saberlo vencer es ser valiente».

            —¿Y qué es la patria?

            —Temo a las grandes palabras porque pueden ser utilizadas como bandera: Dios, patria, rey, democracia… La patria, para mí, es algo mucho más sencillo, es el sitio donde nacimos, el sitio donde nacen nuestros hijos, el sitio que nosotros cultivamos, la tierra a la que un día esperamos llegar y ser en ella enterrados.

            —¿Se siente ser humano antes que patriota?

            —Ser humano, por encima de todo. El mundo es una patria más grande.

            —Matar es un crimen que se castiga. Sin embargo, en la guerra no sólo nos animan a matar, sino que hasta nos dan medallas por matar. Esa contradicción ¿cómo se puede justificar en conciencia?

            —Eso ya estaba en Séneca: «Por lo que en la vida civil se nos condenaría, en la guerra se nos condecora». Cuantos más asesinatos, más y más alta será la condecoración. Esa subversión de valores pone al hombre en una tensión irresistible. Los que volvieron vivos de Vietnam a Norteamérica o tenían la sensación de que podían seguir matando o venían abrumados por la responsabilidad de haber matado. En cualquier caso, eran almas desconcertadas.

            —¿Puede un gobierno obligar a un hombre a matar?

            —Existe el derecho a la defensa. Pero, antes del derecho a la defensa, está el diálogo, están las armas de la paz que son las que yo promuevo y seguiré promoviendo siempre.

            —¿Pero hay alguna razón por la que usted pueda justificar una guerra?

            —Yo no veo ninguna guerra justa. No veo ninguna guerra que verdaderamente pueda ser calificada de santa. Ese empleo desconcertado del nombre de Dios, ese empleo de la más alta aspiración del hombre: los reyes vienen por derecho divino, los padres son los encargados de Dios, el Papa es el vicario de Dios… Siempre se emplea esa palabra para hacer la violencia, siempre se emplea esa garantía que tiene todo poder, cualquier poder, para oprimir, para no dejar expresarse a las almas menudas, cotidianas, frágiles de los hombres. Se siembra la violencia en ambientes casi domésticos. Esos padres violentos engendran hijos violentos, porque el niño siente el pavor ante una autoridad que lo martiriza, ante una autoridad injusta, y siempre querrá evadirse de cualquier autoridad que luego venga.

            —¿Se nos educa para la guerra, para la violencia, o somos violentos y guerreros por naturaleza?

            —El hombre tiene tres necesidades esenciales: el amor, para el que necesita su cubil, que es el instinto de procreación; el instinto de conservación, es decir, el instinto de alimentarse y, de alguna forma, el instinto de mantener su propio territorio, como un perro que alza la pata para que el otro perro sepa que él allí es el amo. Pero no existe el instinto de la agresividad. La agresividad se suscita cuando el hombre se agrupa en sociedades más grandes. Esa es una de las grandes mentiras, decir: «las guerras son irremediables porque el hombre, por instinto, es agresivo».

            —Pero supongo que usted, como todos, sentirá la agresividad a su alrededor: en la calle, en el trabajo, en cualquier ambiente.

            —Sí, pero no es ésa la agresividad de que hablo. Eso es una incomodidad, una desconfianza, un malestar que tiene el hombre porque ya ha dejado de tener fe en sus semejantes, y eso es una de las consecuencias de la guerra. Es el estado anímico de la guerra. El hombre se siente inconforme, se siente con la posibilidad de ser atacado por los otros y eso es lo que lo hace al mismo tiempo atacar. Hay delincuencia ciudadana que proviene de las drogas; pero ¿de dónde provienen las drogas? ¿Qué hemos hecho con nuestra juventud? No con la nuestra personal, sino con la de los chicos jóvenes de ahora. Los hemos acostumbrado a un extraño hedonismo, a una extraña complacencia. El que no es rico es un resentido o un drogadicto o un delincuente, y el que es rico, con frecuencia, también. Es decir, los hemos hecho a imagen de una sociedad extraña y perturbada.

            —Hablando de guerras justas, cuentan que Federico II de Prusia solía decir: «Yo comienzo por hacer la guerra, los políticos se encargarán luego de demostrar que era una guerra justa».

            —Sí, a eso se llama la lógica de la guerra, una expresión absolutamente atroz, porque la lógica sólo tiene un camino, todos los demás, que son infinitos, son ilógicos. La lógica de lo ilógico es una contradicción repugnante, repugnante intelectualmente, por los menos. Federico II era un emperador muy aficionado a los signos marciales, a las charangas y a los cañones y, por tanto, un ser lamentable. Y los políticos que justifican esas guerras, que están por debajo de las armas, tienen un cariz humano lamentable también.

            —¿Por qué se hace realmente una guerra?

            —Nos dicen que son razones ideológicas o defensivas. Pero no hay otra causa de las guerras que el dinero, no existe otra que favorecer las economías. Es una turba de mercachifles que están entrando en el sanctasanctórum del corazón humano sin que el Cristo, otra vez, los eche a latigazos. Todo lo demás es falso. Todo, toda esa especie de melaza que se echa sobre la verdad, sobre la oscurísima verdad de los mercaderes.

            —Usted tiene absolutamente claro que las guerras se hacen por dinero, ¿no?

            —Está claro que la guerra es siempre por una razón económica. La economía se ha hecho la verdadera tirana de la casa. La economía manda en los que mandan, está por encima de las políticas, por encima de los pueblos y por encima de las razas. El dinero no tiene fronteras, no reconoce colores de piel, no reconoce malos olores, no le importa nada.

            —¿Es posible la paz sin justicia?

            —No, no es posible. La paz sin justicia es una paz volátil, efímera, que no conduce sino a otra guerra, porque lo que produce es el resentimiento. Gandhi decía: «No se puede hablar a la gente de Dios si tiene hambre, porque Dios para ellos, en ese momento, será el pan y la mantequilla». Yo no creo que haya más que una violencia justa, y le respondo a lo que me preguntó antes: la violencia que se alza contra el tirano. Porque hay una especie de matanza colectiva cuando se somete a la gente a unas condiciones de supervivencia inviables. Entonces, para sobrevivir, sí puede esa gente defenderse, y esa violencia es loable porque está provocada por alguien de arriba que ha perdido todo el derecho de estar arriba y que tiene que ser destronado. No otra violencia, sino aquella que directamente conduzca al hombre al valor más absoluto que tiene, que es el de la dignidad.

            —Es decir, que mientras haya hambrientos y explotados, mientras haya injusticia la paz no será posible.

            —Es que la paz es la única que puede evitar todas esas lacras. La paz es el único camino de la justicia, de la falta de explotación, de la situación de cada hombre en su puesto de trabajo con una remuneración justa, eso es obra de la paz, nunca es la obra de la guerra. La guerra lo que hace es destruir. La paz es la constructora. Pero no una paz amañada. No una paz en la que, previamente a la guerra, se hayan repartido las reconstrucciones los países que han destruido meticulosamente para luego tener más que reconstruir. No ese gesto de decir: ahora te doy el dinero que te he robado cobrándote un interés. Un médico artero no quiere que su enfermo se ponga del todo bueno. Una economía que está en recesión siempre es aficionada a la guerra, porque destruye lo que hay y luego lo reconstruye, con lo cual ella sonríe y se alegra. Alguien que produce armas no quiere nunca que la guerra se acabe, siempre conviene mantener una zona de conflicto, una zona que llegado el momento conveniente se alce y provoque la necesidad de más armas.

            —¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros para ganarle la paz al mundo?

            —Yo encuentro que hay un cierto entreguismo de poderes. La sociedad, cuando está ya coherentemente organizada, crea el Estado. Pero entonces delega en el Estado casi todo. Quiere que el Estado le saque las castañas del fuego, y hay cosas a las que la sociedad no puede renunciar de ninguna manera. Se puede renunciar a los derechos, pero no a las obligaciones. La sociedad, que era la aliada del hombre, se ha convertido en su enemiga, se ha convertido en una gran devoradora de sus propios hijos. Y, en tal caso, la voz de los individuos tiene que empezar a oírse colectiva y privadamente. Tienen que empezar a funcionar esas dos grandes palabras de todos los idiomas: el yo, como afirmación de una individualidad que protesta frente a las atrocidades de la colectividad, y el no, como una resistencia ante esas batallas a las que nos empujan, a las que nos llevan a zurriagazos, sin que nosotros las queramos ni las autoricemos. Es imprescindible que los individuos, a través de organizaciones no gubernamentales, se cohesionen, se hagan fuertes, porque si no los Estados, los grandes leviatanes acabarán extinguiéndonos, acabarán, como han empezado ya, a dejarnos sin voz.

            —¿Cree que los Estados, ni siquiera cuando son democráticos y de derecho, nos escuchan?

            —Un país democrático, en principio, es un país que oye a su pueblo, un país en el que el poder está en el pueblo. El pueblo elige a sus gobernantes, los elige en una extraña campaña de ofertas de supermercado. Sólo hay dos o tres, y tienen precios rebajados. Elige la que le parece que más le conviene, o la que le parece que le va a dar más, o la que le parece que le va a eximir de impuestos. Pero ahí se acaba toda la democracia. Ya no se interviene más. Antes se elegía (como dice mi Séneca) al gobernante por su alma: ¿quién sabe hoy día qué es el alma?

            —Lo que se ha dicho tantas veces: que vivimos en una democracia formal, aparente.

            —La democracia griega consistía en adivinar un poco cómo era el alma del elegido y se le vigilaba día a día. Se iba detrás de él, se le acusaba o se le aplaudía. Ahora no. Ahora se entrega el máximo poder hasta que llegue otra elección igualmente conturbada e igualmente improbable. Se le entregan las llaves de la despensa, las llaves de los arsenales de armas, y él se maneja. Detesto a los Estados Mayores, iba a decir a los Estados y casi lo digo. Creo que estamos en sus manos sólo porque ellos tienen que ayudar a que nos desarrollemos en la paz, como dice la Carta de las Naciones Unidas, a través del orden, a través del consentimiento, a través de la convivencia. Y, sin embargo, utilizan esos votos dados para meternos en situaciones irremediables. No me gusta.

            —Habla usted como un anarquista.

            —Es que soy un anarquista, un anarquista comprensivo. Entiendo que haya gente que prefiera incluso la injusticia al desorden, como Goethe, pero yo no lo entiendo. La justicia me parece uno de los poquísimos valores absolutos y tiene que estar por encima de todo, por encima del orden también.

            —¿Incluso por encima de las razones de Estado?

            —No puede haber ninguna razón sobre la razón. No puede haber ninguna razón secreta ni pública de Estado que esté por encima de la razón de los ciudadanos, porque la razón de los ciudadanos es la que ha elegido a los gobernantes, la que les ha dado el poder y puede retirárselo, y haría bien en retirárselo.

            —En democracia, también la guerra se debería someter a votación, ¿no?, preguntarle al pueblo si quiere o no quiere ir a la guerra.

            —El pueblo es el que muere, y no se le pregunta si quiere morir. Los Estados Mayores están apartados en sus búnkers, protegidos con su vaso de whisky en la mano, sobre los grandes mapas. Todo es ya número, todo es ya estadística. Ellos no recuerdan que la gente muere de una en una, que se muere solo, que morir en compañía no quiere decir nada más que morir al mismo tiempo, y mandan al degolladero con toda naturalidad a sus súbditos, a la gente que de verdad es la apoyatura de todo, su peana, su pedestal y su razón de ser. El Estado, si no mejora las condiciones de vida, ¿para qué sirve? ¿Sólo para la muerte? ¿Es que vamos a emplear el corazón sólo para morir?

            —No merece la pena vivir en estado de guerra, ¿verdad?

            —El estado de guerra es como un humo que lo contamina todo. Se mete por los intersticios de las puertas, por debajo de las ventanas, llega hasta la intimidad más absoluta. Hace que el ciudadano se vaya aislando, porque crea esa sensación grave de desconfianza; el estado de guerra más aún que la guerra.

            —Al principio de esta charla se definía como un profesional de la paz. ¿Cuál ha sido, a grandes rasgos, su lucha por la paz?

            —Hubo un momento en que el referéndum para entrar en la OTAN me conturbó. Me parecía que en ese momento la nación estaba por encima del Estado y los ciudadanos estaban por encima de los partidos políticos, y el sentimiento de virilidad nacional debería estar por encima de todo. Y entonces encabecé el movimiento del NO a la OTAN. Esa fue mi primera aportación, digamos, belicosa, aunque sea una paradoja, a favor del pacifismo. Desde entonces, ya no he podido parar. No he podido parar porque me dolería el alma si no dijera lo que tengo que decir, si no fuese un poquito, un poquito sólo, la voz de los que no tienen voz, si no representase de alguna manera a la mayoría silenciada. He hecho lo que he podido.

            —También fue especialmente, combativo con la guerra del Golfo.

            —Sí, por dos razones: primero, había vivido la razón de mis opiniones, sabía lo que quería, sabía lo que se esperaba de mí y sabía que la única obligación que yo tengo y el único poder al que aspiro es a decir la verdad; pero, por otra parte, es que la guerra del Golfo nos cayó, en el estricto sentido, como una bomba.

            —¿Por qué esa guerra nos sensibilizó de una manera especial?

            —Porque durante mucho tiempo habíamos vivido bajo el peso terrible de la amenaza, de ese peso terrible de la falsa disuasión. Estábamos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas pendiente de un hilo. Vivíamos en un ay, y de repente aquello se resuelve con la caída del muro de Berlín y de otros muros. Decía Bertrand Russell: «Al final del siglo sucederán una de estas tres posibilidades, y no puede suceder otra: en primer lugar que el mundo se termine; en segundo lugar que la población disminuya por catástrofes bélicas y que se vuelva a la barbarie; y en tercer lugar que haya un gobierno que monopolice y controle todas las armas más peligrosas de la humanidad». Creíamos que no iba a ser así, que había una cuarta posibilidad: el acuerdo, la concordia, la conciliación. Hemos visto que no, que se va a realizar la tercera: que un solo gobierno se va a autoerigir en el alguacil del universo, en sheriff del universo. Cuando se pensaba que el mundo iba a ser una aldea global y Europa una casa común, resulta que esa casa ya tiene gobernante y esa aldea ya tiene alcalde. Duro.

            —Pero usted es consciente del peligro que supone echarle un pulso al Estado, ¿no?, como Séneca.

            —Sí, lo sé, y no me importa. Yo no he matado. No creo que fuese capaz de matar, pero sí soy capaz de morir. No sólo de morir de una manera heroica y de una vez, sino lo que es más incómodo, ir muriendo poquito a poco, porque hay muchas maneras de callar una voz. No he visto una reacción más extraña contra los pacifistas que la que han tenido hace bien poco nuestros gobernantes. Los pacifistas, por lo visto, éramos poetas o aldeanos.

            —¿Si de verdad fuéramos valientes diríamos no a la guerra?

            —Si de verdad fuéramos valientes no nos importaría pasar por cobardes, que es la acusación que se hace a los que no quieren participar en este ensangrentado embrollo.

            —¿Qué le parece si termínanos con una reflexión de Einstein?: «Los pioneros de un mundo sin guerras son los jóvenes que rechazan el servicio militar».

            —Sí, ésa es la primera batalla que hay que ganar y el primer gesto. Es necesario darse cuenta de que el militarismo no es más que un símbolo de ignorancia y de ceguera, y ni la ignorancia ni la ceguera pueden ser omnipotentes, porque nos conducirán a la ceguera y a la ignorancia. Vivan los insumisos.

            —¿Cuántos miles de millones de dólares se habrán gastado en armamento en lo que va de año?

            —Yo creo que nunca lo sabremos, nunca se nos darán esas cifras porque resultan atrozmente vergonzosas. Yo sé decirle que con el precio de un misil intercontinental pueden alimentarse cincuenta millones de niños, ponerse en riego un millón de hectáreas y plantarse dos millones de árboles. Mientras una tercera parte de la población del mundo pasa hambre y muere de necesidad las otras dos están muriendo de guerra. Es algo tan terrible que sólo pensarlo da miedo.

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