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jesús quintero y antonio gala
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13 noches
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A Joana Bonet Camprubi
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noche octava: la religión
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—¿Los enemigos del alma no son, para usted, el mundo, el demonio y la carne?
—Parece un menú. No, los enemigos del alma son los que la obligan a renunciar a su entidad verdadera; es decir, a la razón y a la libertad. Ésos son sus verdaderos enemigos, se encuentren en el campo que se encuentren.
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[ezcol_1third][/ezcol_1third] [ezcol_2third_end]—Resulta curioso que estando usted tan bien dotado para la palabra se encerrara en un lugar donde no se habla, en un convento de cartujos.
—Si la palabra es una sinfonía, o una música, el silencio también es música. La música no podría estar siempre sonando. Necesita de las armoniosas pausas. Y el silencio y la soledad son refugios donde se reflexiona bien; donde uno se encuentra más próximo a sí mismo; donde uno se reencuentra si se ha perdido. No crea que esas altas músicas, llenas de decibelios irresistibles, se utilizan para otra cosa que para impedir pensar. No crea que esas grandes ciudades, tremendas, en que la gente está de verdad sola, pero infinitamente rodeada, no son también utilizadas para impedir que la soledad nos deje pensar, nos deje encontrarnos, nos deje reconciliarnos con lo que somos. Por eso me fui.
—¿Puede ocurrir que vuelva al convento?
—No, no creo. Creo que yo he encontrado fuera, extramuros, la paz, una paz laica, tolerante, comprensiva. Me parece que, sin duda alguna, lo poco que tengo que hacer en el mundo tengo que hacerlo en este mundo, no en otro distinto.
—¿Usted fue un cristiano, un creyente convencido?
—Sí, por supuesto.
—¿Y cómo se fue alejando?
—Yo creo que quizá no he dejado de ser cristiano. No porque pertenezca a una área de cultura o a una área geográfica cristiana y lo lleve en la masa de la sangre (porque la fe también se hereda, como que se respira, ¿no?), sino por pura deducción, por racionalidad y libertad creo que soy cristiano. Lo que creo es que no soy católico. Si se refiere a mi estancia en el convento, toda esa serenidad, todo ese silencio, toda esa soledad me fue útil. Yo me separé de la iglesia de Roma por otra cosa. No tuvo nada que ver mi experiencia religiosa.
—¿Puedo saber por qué?
—Sí; es un poco duro para mí decirlo, pero lo diré: por la Eucaristía. La presencia real de Jesús en la Eucaristía, que es un dogma tan consolador para el que cree, me detuvo en seco.
—¿Cómo se explica?
—Porque creo que se ha interpretado mal; porque creo que de alguna forma todo es un símbolo. Yo no sé si hice bien pero, en cierta ocasión, a un amigo mío que era anglicano lo convertí al catolicismo. Es en este momento un santo y está en una leprosería de África. Cuando él vio que yo me echaba para atrás, que retrocedía ante el dogma de la Eucaristía, me dijo: «No lo dudes, sigue siendo cristiano, formando parte de alguna comunidad cristiana; hazte anglicano». Porque los anglicanos tienen la comunión, pero de una manera simbólica, un rito comunal de participar todos de un ágape. Sin embargo, eso no es el cuerpo y la sangre de nadie, sino una jubilosa conmemoración.
—¿Hasta qué edad rezó usted en las comidas o antes de irse a dormir?
—Yo no estoy seguro de haber rezado antes de las comidas. Mi casa era una casa profundamente liberal y quizá no se atrevieron a insinuarnos esa acción de gracias («gracias por los alimentos que vamos a tomar»), porque ya están dadas las gracias de antemano. Esa especie de abuso de la cotidianeidad, ese sentar a Dios forzosamente en nuestra mesa a comer unas judías o un postre de huevo, me parece excesivo. Estamos viviendo en Dios, nos movemos en Dios, respiramos en Dios, ¿para qué mencionar su santo nombre en vano? Últimamente he aprendido una plegaria muy breve para ese acto: «Benedictus benedicat», que el Bendito bendiga.
—Pero usted es un hombre de oración. Yo lo he visto rezarle a la Luna.
—Y yo lo he visto a usted hacer cosas que no digo.
—Perdón, si he sido indiscreto.
—Sí, le rezo a la Luna creciente, es una antigua oración india. ¿Sabe usted por qué?
—Si no tiene inconveniente…
—No tengo el menor inconveniente en confesarme. Yo le temo a la Luna. Al Sol, no. Si yo fuese idólatra, probablemente sería heliólatra, adorador del Sol. Pero a la Luna le temo. Tiene esa extraña palidez, esa extraña seguridad, esa luz reflejada que no es suya y que el día amortigua, y eso me da un poco de pena. Entonces le pido muchas cosas para que se contente con no concedérmelas y no me haga otro daño que ese.
—Pues yo creí que le rezaba a la Luna porque era un lunático.
—Quizá lo soy, señor Quintero, y el trato con usted me empeore más que las fases de la Luna.
—¿Qué le parece este catecismo del Padre Ripalda que me han regalado?
—Que no me extraña, porque buena falta le hace a usted… Está muy bien esta figurita del Niño Jesús… Es muy devota… ¡Y pensar que toda la doctrina del Cristo, de ese Sermón de la Montaña, imperativo, se ha transformado en pequeños librillos, vademécumes, devocionarios, que se llevan en el bolsillo, melosos e inservibles! Pero a Dios no se lo puede uno meter en el bolsillo, amigo mío, porque explota dentro. Dios es más grande que nuestro corazón. Y también que nuestros bolsillos.
—«Yo soy el camino, la verdad y la vida».
—Buen programa. Pero cuando le preguntan qué es la verdad no dice yo.
—Se calló.
—Bueno, se calló con elle, que lo dice usted de una manera que parece que se dio un guarrazo.
—¿Cree en el demonio, señor Gala?
—Pues hablando así, un poco de prisa, no creo en el demonio, porque me parece que es una criatura que sirve como una especie de contenedor de basura, para exculparnos. Todo lo malo que nos pasa, nos pasa por causa del demonio, las tentaciones son del demonio… Nosotros tenemos dentro la luz y la sombra. No necesitamos al demonio para destrozar el mundo; lo destrozamos nosotros solitos. Todos los asesinos, los guerreros, los beligerantes, los matadores de la humanidad, decimos: son posesos. ¡Qué van a ser posesos! Son mala gente, y basta. No hace falta echar mano del demonio. Lo que sucede es que el hombre está tan inseguro que, con tal de tener otra vida, acepta hasta que haya infierno. Siempre naturalmente que al infierno vayan los otros. Eso es tremendo: necesitar el apoyo hasta de la oscuridad.
—¿Cree en el cielo?
—No están mis oídos para músicas celestiales.
—¿Ni en el infierno?
—No soy tan supersticioso.
—¿Tampoco cree en el juicio Universal?
—Pues mire usted, yo que duermo tan mal, si he cogido ya el sueño, que no me despierten. No creo en eso. Creo en un Dios creador que ha delegado en el hombre la continuación de su obra. En un Dios remunerador me es difícil creer: quien ama comprende. Por otra parte, en el valle de Josafat no caben más que tres mil personas. Es como las crónicas en las que decían los cristianos que en el valle de Covadonga se cargaron, mataron, vencieron a trescientos mil moros. ¡Pero si no caben ni mil quinientos!…
—¿Los enemigos del alma no son, para usted, el mundo, el demonio y la carne?
—Parece un menú. No, los enemigos del alma son los que la obligan a renunciar a su entidad verdadera; es decir, a la razón y a la libertad. Ésos son sus verdaderos enemigos, se encuentren en el campo que se encuentren.
—¿Llegaremos un día a localizar el alma?
—Para mí el alma y el cuerpo forman una unidad inseparable y mueren al mismo tiempo. En las cortezas cerebrales están localizados ya los centros que producen la emoción, el amor, la simpatía, la depresión… y probablemente ésa es la vía para descubrir físicamente la sede del alma. El alma no sabemos lo que es. Es el principio vital del cuerpo, pero no sabemos qué es ni dónde reside. Hubo unas teorías que decían que residía en un sitio poco honesto, y que no me atrevo de ninguna manera a repetir aquí. Pero probablemente está donde están esas endomorfinas promovidas por las neuronas. Y a mí no me parece nada mal. No me rasgo las vestiduras. Para ser más exacto, no tengo vestiduras.
—¿No le parece un poco materialista reducir el alma a una cuestión de endomorfinas?
—No creo que sea materialista pensar así. Me parece que el hombre se apoya en la materia con comodidad. Ojalá se apoyase en el espíritu con la misma comodidad que en la materia.
—¿Ha odiado alguna vez a Dios?
—Creo que no sólo no he odiado a Dios, al que he amado profundamente, esencialmente, sino a ninguna, ni a la más pequeña ni a la más malvada, de sus criaturas. Incluyendo los críticos.
—¿Cómo es su Dios?
—Mi Dios es el principio de la vida. Creo que la vida es la que lo tiene todo, la que lo da todo, la que nos sostiene, la que nos mantiene, la que nos exige y también la que nos recompensa y nos conduce. Es un Dios parecido al que definió un pequeño lego, joven cito, a San Juan de la Cruz cuando éste vino a fundar a Granada y le preguntó: «¿Cómo cree que es Dios, hermano?», y dijo: «Dios es lo que Él se quiere». Hay más respuestas en el cielo que preguntas en la boca de los hombres.
—Es decir, que no se puede amar a Dios si no se ama la vida, si no se ama a todos los hombres.
—Creo que eso es lo básico. «El que no ama está muerto», dice San Juan, y creo que, si no amamos a los hombres a los que estamos viendo, que son como nosotros, que podemos alargar la mano y tocar esa frontera de la piel, que podemos mirarnos en sus ojos, adivinar su gesto y su alma, si no los amamos, ¿cómo vamos a amar a Dios a quien no vemos? Dios es el resumen de todos los humanos: su fuente y el mar que los recibe.
—Pero ¿quién nos asegura que Dios existe? Porque nadie ha probado su existencia.
—Ni su existencia, ni su inexistencia. Dios no es concebible, o sea, no es un concepto sobre el que sea posible elucubrar.
—Ante la duda, ¿es mejor creer o no creer?
—Yo envidio al que cree con sinceridad. Envidio esa almohada cariñosa que puede ser Dios para las noches, para las inquietudes, para los temores del alma humana. Lo envidio de todo corazón.
—¿Cree que creer es una suerte?
—Creer es un don. Es un don probablemente inmerecido, no lo sé, o arbitrario. O quizá la cosecha de una siembra de dudas. No conozco la economía divina, no conozco ni la mía propia, si es que la tengo. Pero, en todo caso, me parece que es un don deseable.
—Pero esa necesidad de creer en un ser superior, esa necesidad innata y universal, ¿de dónde viene?
—El hombre tiene un corazón inquieto. El hombre mira a su alrededor y se ve innecesario, absolutamente innecesario. El hombre muere y puede perecer toda la humanidad y, en el fondo, no sucede nada. Entonces, el hombre necesita alguien que sea anterior y posterior a él, que lo sostenga todo, que sostenga también sus miedos, sus debilidades, sus desvanecimientos. La cuestión capital es: ese ser que al hombre le es necesario, ¿le es también necesario al universo?
—¿Y cuál es la respuesta?
—En este momento hay algunos científicos que ven la posibilidad de que ese motor del mundo echara a andar por una vocación divina, una especie de casualidad conducida en medio de millones de otras casualidades. Y hay otros que piensan que el ímpetu de la vida se explica por sí mismo, sin necesidad de la intervención de Dios. El agnosticismo es una actitud prudente: a nuestro entendimiento le está velado lo absoluto. Pero sin duda el Dios en el que creo es mucho menos prudente que los hombres. Y mucho mejor amante.
—Pero las teorías siguen sin dar respuestas a esta especie de instinto de trascendencia que todo hombre lleva en su interior.
—Quintero, yo no creo en ese instinto. En efecto, hay dentro de nosotros algo que nos mueve a más, pero es algo que nosotros no dejamos volar, que es la razón. La razón tiene que desplegarse entera, y yo no sé hasta qué punto las religiones, que no interesan a Dios sino a los hombres, no están precisamente coartando la razón, haciéndola arrodillarse demasiado, haciéndonos creer en dogmas demasiado contrarios a ella. El hombre necesita desarrollarse de una manera natural porque, en la naturaleza, todo lo que no crece muere. Si transformamos la religión en una ortopedia, ¿qué va a ser de nosotros? El hombre no necesita esa ortopedia para desenvolverse. Quizá fuese más feliz desde un punto de vista más materialista. Si su vida acaba aquí y él consiente en que su vida acabe aquí, quizá el orden del mundo sería distinto y el hombre podría ser más feliz, más hedonistamente feliz, más animalmente feliz. No obstante, en lo más recóndito de nuestro corazón suenan voces que no entendemos.
—Pero ¿se puede vivir sin religión?
—Sí, pero es difícil. Es tan difícil como ser independiente: no se pertenece a una familia, ni a un club, ni a un partido político, ni a un periódico, ni a una corriente de opinión establecida. Y, por otra parte, se tiene que ser justo sin esperar que nadie diga nada en la otra vida; se tiene que ser casi heroico sin esperar una recompensa; se tiene que ser generoso y solidario con los hombres sin pensar que nadie nos mira. Es decir, el hombre tiene su reino al lado de un derrumbadero, tiene que estar mirando al derrumbadero, sabiendo que allí se acaba todo, y tender, sin embargo, la mano a su gente. Eso me parece extraordinariamente humano. Me parece casi, casi divino. Quizá el hombre, llevado hasta sus últimas y mejores consecuencias, sea como un dios. Y no fuese tan falaz la promesa del Tentador en el árbol: Eritis sicut déos.
—Para ser creado en seis días, el mundo no salió muy mal, ¿o quizá sí?
—No sé yo. No me atrevo a decir: si yo fuese Dios… Pero, si yo fuese Dios, comprendería que el proyecto no había salido muy bien, y que quizá debería ocuparme en otro algo mejor tramado y con más fiables colaboradores.
—Si Dios existe, ¿es de derechas o de izquierdas?
—Si existe Dios no es ni de centro: está por encima de esas minucias tan efímeras… Pero la izquierda, en el fondo, tiene ideales de justicia social, de solidaridad, que están más cerca de los preceptos que yo imagino que serían los preceptos divinos. La derecha se basa más bien en una especie de ley de mercado y de conservación de bienes que no están tan cerca de ese desasimiento que significa Dios, de su generosidad abrumadora.
—¿Para usted, Jesús de Nazaret es Dios?
—Quizá ése sea otro de los dogmas innecesarios. Jesús de Nazaret, para mí, es uno de los pináculos de la humanidad, es una de las luminarias más radicales, más encendidas y más ardientes que ha dado el hombre. Pero no estoy seguro de que sea necesario que sea hijo de Dios. Él dijo: «Hijo del hombre». Hijos de Dios, si existe Dios y nos creó, somos todos. Pero esa sensación de ser hijo del hombre, como representante de toda la humanidad, como cúspide y personificación de todo, me parece suficientemente hermosa.
—¿Ve a Cristo como un revolucionario?
—¿Revolucionario el Cristo?… ¡El mayor de todos los tiempos, no ha habido otro como Él! Él consigue desconcertar al mundo. Él, que no es un celota (es decir, que no es de la resistencia frente al poder romano); Él, que no es tampoco un conformista ni un colaboracionista, muere como un terrorista. Él, que puede defenderse, no se defiende. Él, que puede responder hasta esa tremenda pregunta: «¿qué es la verdad?», no lo dice, se calla. Él consigue lo más innovador que había habido hasta entonces: romper la Ley del Talión, el ojo por ojo y diente por diente. Y da ejemplo: ordena no responder a las ofensas. Ordena que nos amemos unos a otros, no ya como a nosotros mismos, sino como Él nos amó: hasta la muerte, y muerte de cruz.
—Pues sí que se han manipulado sus enseñanzas y su mensaje, ¿no?
—Absolutamente. Hasta el extremo de que se recomienda resignación siempre a los más débiles, a los más pobres, a los más desvalidos por la sencilla razón de que quien agrede es una sociedad que al parecer representa a una nación o a un Estado. ¿Es que el Cristo dijo en alguna ocasión que el Estado y la sociedad eran valores absolutos, o no quedó bien claro, por el contrario, que lo que de verdad es absoluto es la dignidad del hombre?
—No se puede seguir predicando resignación a los que sufren las injusticias.
—La liberación, puesto que ahora en el fondo estamos hablando de la Teología de la Liberación, tiene que destruir muchísimas estructuras criminales que oprimen y asesinan. Para que la redención de todos se cumpla, se tiene que producir esa revolución de unos cuantos. En ese sentido, comprendo a los teólogos de la liberación, comprendo cuáles son sus dudas y comprendo cuáles son sus vacilaciones, pero me da pena que tengan que contar siempre con Roma, me da pena que no quieran salirse de Roma, que tengan que estar siempre en misa y repicando, que sean más teólogos que liberadores. Porque Roma ¿qué es, en el fondo? La gran putana de las religiones. No nos engañemos, es un revoltijo; siempre ha estado cambiando de dioses. Dios, de verdad, no es católico, querido Quintero. Y menos todavía vaticanista: de eso estoy seguro.
—Ni siquiera religioso.
—Para Él la religión no significa nada, es una cosa nuestra. Como la teología. Él, si está, está allí. Él es el que está sentado. Es el que es. Es, como decía el lego, «lo que Él se quiere».
—¿Qué le falta y qué le sobra a la iglesia católica para ser cristiana?
—Le falta quizá humildad. Le falta aceptar, le falta desprenderse, desnudarse, echarse a los caminos como su fundador, si es que el fundador quiso fundar una iglesia o una religión, en lugar de proponer una forma de vida. Le sobra prepotencia; le sobra esa sensación de estar en la posesión exclusiva de la verdad; de acusar a los demás de fanatismo cuando no creen en ella; de romper el diálogo porque lo que quiere es un monólogo… Le falta Cristo, si me permite usted decírselo. Es decir, los países tradicionalmente católicos, como España, no suelen ser demasiado cristianos.
—Supongo que también le sobra esa excesiva vinculación con los poderes de este mundo.
—Mire usted, hay dos documentos muy recientes que siempre me han resultado estremecedores. Uno, la carta que le escribe, en un momento determinado, Truman, el de la bomba atómica, a Pío XII, es extraordinariamente violento. Lo acusa de haber pactado (siendo el hombre que más conocía el Reich, porque había estado de nuncio allí) con Hitler, y añade: «Jefferson dijo que un pueblo manejado por sus sacerdotes nunca podrá tener un gobierno laico, libre…» Y hay otro documento, una pastoral del episcopado portugués. Después de la «Revolución de los Claveles», el episcopado se calla como un muerto y está tres meses callado, a ver qué pasa. Una vez que aquello toma cuerpo, emana ese documento, en el que, por supuesto, se arrepiente de todo lo que ha hecho con las excusas habituales: la iglesia es de Dios, pero está en manos de los hombres, etc. Y dice algo que te deja de piedra: «Todo espíritu democrático tiene que proceder necesariamente del espíritu evangélico, y no sólo proceder, sino ser mantenido por él». Es decir, se apuntaban a lo que acababa de llegar de nuevo.
—Muy típico de la iglesia, ¿no?, estar con todos los que llegan al poder.
—La iglesia ha tenido cierta debilidad por el poder. En el imperio, en un momento glorioso nuestro, en la época de Carlos V, precisamente el del saqueo de Roma, hay un bello soneto, y uno de sus versos habla de un pastor, un rebaño y una espada. Ese era el ideal: un solo emperador, un solo pontífice y el rebaño único. La espada y el pastor se llevaron bastante bien y bastante mal, por razones de competencia siempre, pero a ninguno se les ocurrió consultar jamás al rebaño. No extraña que Arias Montano aconsejara: «Al Papa besarle los pies, pero atarle las manos».
—¿Ha topado muchas veces con la iglesia?
—De lo que venimos hablando puede deducir que sí.
—¿Usted cree que la religión ha dejado de ser el opio del pueblo?
—Todavía quizá no, pero sí algo menos. Estamos ya en otras drogas, me parece. Creo sinceramente que la religión se ha hecho más interior; que la gente ha empezado a desconfiar de estos mítines sagrados; que la gente no quiere a esos dioses que son utilizados como cañones, como armas arrojadizas, como patentes de la verdad. Me parece que la gente ha empezado a encontrarse con su propio Dios, a su manera, a su medida.
—¿Qué fue antes: la superstición o la religión?
—Puede que nacieran casi al mismo tiempo. La palabra superstición, es curioso y conviene decirlo enseguida, viene de superstare, que quiere decir sobrevivir; es decir, superstición es supervivencia, y la religión ya decíamos antes que era una especie de seguro de vida. Buscan lo mismo: una apoyatura a los temblores del mundo, a los azares aciagos, a los eventos casuales incontrolados por el hombre. El hombre busca seguir, y seguir vivo y seguir lo mejor posible, y se agarra a un clavo ardiendo si es necesario. Para conservar lo que hay de tejas para abajo mira, de cuando en cuando, de tejas para arriba.
—¿Le parece aconsejable y prudente respetar las supersticiones?
—Me parece imprescindible, querido Quintero. Sé que usted tiene muy mala uva y le he visto retratado en la cara lo que me va a preguntar después. Es imprescindible. Hay que respetarlas porque hay que respetar sencillamente lo que no se comprende, y el hombre comprende muy pocas cosas. Tan pocas comprende que lo único que entiende apenas es esta vida, esta vidita suya, y lo único a lo que aspira es a que, después de morirse, venga otra vez esta vidita suya. No quiere pasar, después de morirse, a la gran vida, a la vida universal, callada, serena, sin el yo encima. Quiere seguir diciendo: yo.
—¿Pero la superstición no es cosa de gente primitiva y poco civilizada?
—Suelen llamarse supersticiones a las creencias ajenas, y no a las propias. Los pueblos menos civilizados son los que están más en contacto con las grandes leyes naturales; son los que se han dado cuenta de que pueden confiar mejor en un espíritu desconocido que en un Gobierno, y en eso les doy toda la razón. En las supersticiones hay secuelas de religiones anteriores, pero también de la nuestra. Por ejemplo, usted sabe que hay una superstición: la de no pasar debajo de una escalera, que es el quebrantamiento del triángulo, el triángulo de la Trinidad. Usted sabe que sentarse trece a la mesa no es de buen augurio: naturalmente, en la última cena había trece y murieron dos al día siguiente, el Cristo y Judas. Usted sabe que derramar la sal es pernicioso: la sal era muy importante, de ahí el salario. Usted sabe que la rotura de un espejo es atroz: se trata de un atentado contra la propia imagen. Usted sabe que hay cosas que no se pueden mencionar porque se refieren al reptil malvado que organizó todo el tinglado del pecado original. Pocos pecados quedan ya originales, pero, vamos, ése parece que lo era.
—Es verdad, yo conozco mucha gente a la que no se le puede nombrar eso; usted, por ejemplo.
—Eso no se puede nombrar porque organizó la expulsión del paraíso. Por otra parte, ¿usted no ha oído hablar de los lunes de San Nicolás, de los martes de San Antonio, de los miércoles de Santa Isabel, los jueves de San Pancracio…? Todo eso estaba ya en la antigua Roma: los lunes de la Luna, los martes de Marte, los miércoles de Mercurio, los jueves de Júpiter… Es decir, no cambiamos demasiado.
—Bueno, algo ha cambiado. En el medievo a usted y a mí nos habrían quemado por salir en televisión y por decir lo que usted está diciendo.
—¡Ah, bueno, eso por supuesto! Sobre todo, a usted. Pero si el hombre ahora, entre el progreso, puede sentirse verdaderamente más liberado, ¿por qué busca de nuevo ese extraño burladero que es el mundo de lo religioso? ¿Cómo es posible que en este momento haya más brujos que nunca, más videntes que nunca, más parapsicólogos, más gente que lee los horóscopos?
—Pero no están de moda los milagros.
—¡Hombre, los milagros están de moda! ¡Lo que pasa es que no hay! Hace poco he leído que se había acabado el agua en Lourdes. ¡Usted ya me contará!… Ya le dije: superstición es la devoción de los otros. No llamamos superstición a que vaya gente de todas partes del mundo a meterse en una piscina y a creer que se ha curado… Por otra parte, le advierto que yo ya casi no creo más que en el milagro y en el enigma.
—Sí, pero hay supersticiones y supersticiones. Que una persona inteligente y educada, como usted, crea en los gafes me parece excesivo.
—¡Pero es que eso es una evidencia! Claro que hay gente que contagia la mala suerte, no lo digo en broma, como hay gente que es «cisne», lo contrario de gafe, gente que trae la buena suerte. Decía Cocteau: «Si no creemos en la buena suerte, ¿cómo vamos a justificar el éxito de nuestros enemigos?» Y creer en eso no tiene nada que ver con la inteligencia. Mi padre era una de las personas más lúcidas que yo haya conocido jamás. A veces hacía cosas raras, y le preguntaban: «Pero ¿es que es usted supersticioso?» Y contestaba él: «No, pero ¿qué trabajo cuesta?» ¿Por qué razón va a pasar uno por debajo de una escalera, que es precisamente, con la pared y el suelo, la ruptura del triángulo de que hablábamos antes? ¿Cuesta mucho trabajo dar un rodeo? No. ¿Por qué ponerse a tiro?
—Gala, ¿cuando mira al cielo qué ve?
—Yo miro al cielo, sobre todo, de noche, y verdaderamente, si se mira con detención y expuesto a él, se oye la música callada, la música de las esferas. Y uno comprende que es el mejor ejercicio de humildad que puede hacer. No es ponerse de rodillas a besar el cemento en los aeropuertos. No es ésa la humildad. La humildad es mirar hacia arriba y decir: cientos de millones de años-luz hay de aquel punto que brilla a mí, ¿y todavía yo creo que Dios me puede condenar al fuego eterno? Yo creo en ese Dios de amor que nos va a absorber cuando muramos, dejando ya los pronombres aquí, como deja una crisálida de gusano de seda el capullo, ya inútil. En eso creo y en eso espero.
—¿No cree que la salvación sea personal?
—Ya le he dicho alguna vez que no creo en los paraísos personales. Creo que todo el mundo se salva porque el amor de Dios (que es el Creador, si es el Creador; es decir, si existe, porque, si no existe, después de la muerte no habrá nada) no puede desear el infinito mal de una criatura. Yo creo de verdad, Quintero, que nos salvamos todos. Si hay Dios y si hay otra vida (esa es la duda), todos nos salvamos. Pero no en ese paraíso un poco azucarado, nebuloso, de música celestial, que es tan cargante. No. Desaparecemos como usted, como yo, como ellos, y ya somos todos el corazón del universo. En ese paraíso creo: en el de la despersonalización. La vida ha pasado por nosotros como un verde canto, como el agua de una acequia, nos ha llenado de gloria o de dolor, nos ha sentido firmes y nosotros la hemos sentido a ella nuestra. Y, de pronto, desaparece. Lo que se vaya de nosotros con ella es verdaderamente lo inmortal. Esa posibilidad de comulgar con todo, ésa es la comunión en la que creo.
—Gala, ¿quién sería hoy el Sanedrín?
—Aquellas instituciones que se creen administradoras de la verdad para su conveniencia; que consideran que se les ha encomendado el gobierno del mundo y de los hombres; aquellas instituciones seguras de que en sus manos está la salvación eterna de los hombres, y actúan en consecuencia. De todo corazón, deseo que esos sanedrines tengan, como poco, buena voluntad. Porque, si no, se les ha caído el pelo. Yo creo que los únicos que verdaderamente se condenarían son los condenadores.
—¿Quién sería Judas?
—Probablemente Judas es un ser sobre el que deberíamos reflexionar. Es un ser utilizado. Era necesaria la traición y era necesario un traidor. No hizo bien en quitarse la vida. El corazón de Dios, que él conoció, era suficientemente grande como para haberlo disculpado, como disculpó las negaciones de Pedro y las dudas de santo Tomás. Todos dudaron, todos fueron débiles. Judas es un ser débil. Es el pecado contra la vida. Escribió Cervantes: «En dos pecados se ha visto / que Judas quiso extremarse / y fue peor el de ahorcarse / que el de haber vendido a Cristo».
—¿Quién Poncio Pilatos?
—De esos hay más. Son los que se lavan las manos para desentenderse. Son los que dicen: «Yo lo único que he hecho ha sido seguir la voz del pueblo; el pueblo lo pedía, y yo lo he hecho». Cuántos crímenes se han cometido con base en la voluntad popular, que siempre libera a Barrabás, porque lo comprende mejor.
—¿Quién Pedro?
—¿El negador?… Otro débil hombre. Yo comprendo a los débiles, estoy siempre de parte de los débiles. ¿Qué iba a hacer Pedro en aquel momento? Estaba asustado, y todos los Pedros están asustados. ¿Yo voy a exigir que alguien dé la cara por mí? ¿Yo, que tantas veces he dado la cara, que así la he sacado? No puedo exigirlo. Lo comprendo. Hay muchos Pedros, hay muchos cobardes, y el cobarde miente siempre. Pero hay que precaverse, hay que procurar no tener miedo; sólo tenerle miedo al miedo, porque es uno de los peores enemigos. Es uno de los peores trastornadores del alma de los hombres.
—¿Quién Barrabás?
—El que se beneficia de la situación. El que está condenado y, de repente, no se sabe cómo, da la vuelta la tortilla y sale, y no ayuda siquiera al Cristo a llevar la cruz. Pero esos aprovechados, esos pescadores a río revuelto, también sabe usted, como yo, quiénes son.
—¿Quién María Magdalena?
—Uno de los más hermosos ejemplos. A ella le fueron dichas unas palabras fastuosas: «Todo te es perdonado porque has amado mucho». Y se le concedió ver, sin tocar (Noli me tangere), la primera al Resucitado.
—¿Quién Jesucristo?
—Toda víctima, todo perdedor, todo crucificado. Por eso yo le aseguro que cada vez que paso por delante de una cruz me florece el alma. Es nuestra bandera, la bandera de todos aquellos que, ya desde el principio, no fuimos acogidos en la posada, porque no había dinero. Los rechazados por el posadero: ésos son los Cristos. Los nacidos en un establo de rechazo, mientras cantaban los ángeles a la buena voluntad.
—¿Y quién la chusma?
—La chusma somos todos…
—Usted, yo…
—Todos. Porque de la chusma, Quintero, sale todo: sale el Cristo, sale la Magdalena, sale Pilatos, sale Pedro, sale Judas. Porque de la chusma sale la luz, y la chusma es la gran sufridora y la gran triunfadora.
—Pues volvamos a la chusma.
—Vámonos con ella, porque de ella somos.
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