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catedral
CATEDRAL
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: SE BUSCA AYUDA -lector para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía toda clase de cosas, expedientes, informes, esas cosas. Le ayudó a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. Él le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial —¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?— llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrado toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: «Por todo lo que me has contado de él, sólo puedo deducir…» Pero una llamada a la puerta nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa.
—A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer.
Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto. —Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tu no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Sólo pregunto —dije.
Entonces mi mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla —¿quién iba a ir a una boda así?—, sólo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años —ésa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables—, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos —y hecho el amor, claro— y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas —me lo estoy imaginando—, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: «él nunca ha sabido cómo soy yo», en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar —claro que de eso me quejaba—, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
—Te presento a Robert —dijo mi mujer—. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano.
Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
—Tengo la impresión de que ya nos conocemos —dijo con voz grave.
—Yo también —repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí—: Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: «A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas».
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
—¿Ha tenido buen viaje? —le pregunté—. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
—¡Vaya pregunta, en qué lado! —exclamó mi mujer—. ¿Qué importancia tiene?
—Era una pregunta.
—En el lado derecho —dijo el ciego—. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? —preguntó el ciego a mi mujer.
—Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert —dijo ella—, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
—Voy a servirle una copa —dije—. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
—Solo bebo whisky escocés, muchacho —se apresuró a decir con su voz sonora.
—De acuerdo —dije. ¡Muchacho!—. Claro que sí, lo sabía.
Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché.
—La llevaré a tu habitación —le dijo mi mujer.
—No, está bien —dijo el ciego en voz alta—. Ya la llevaré yo cuando suba.
—¿Con un poco de agua, el whisky? —le pregunté.
—Muy poca.
—Lo sabía.
—Solo una gota —dijo él—. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorlito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
—Ahí tiene pan y mantequilla —le dije, bebiendo parte de mi copa—. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
—Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría —dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No hablamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido —¡a ellos!— durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: «Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida», algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahiti. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?) Finalmente, cuando pensé que empezaba “a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
—¿Tienes televisión, Robert?
—Querida mía —contestó el ciego—, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
—Esta televisión es en color —dijo el ciego—. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
—La hemos comprado hace poco —dije.
El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
—Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert —dijo.
—Estoy cómodo —repuso el ciego.
—Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
—Lo estoy —aseguró el ciego.
Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
—Probaré un poco —dijo.
—Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
—Reténgalo todo lo que pueda —le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
—¿Qué es lo que huelo? —preguntó.
—Pensamos fumar un poco de hierba —dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
—No sabía que fumaras, Robert.
—Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
—Este material es bastante suave —expliqué—. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
—No hace mucho efecto, muchacho —dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
—¿En qué dirección va esto? —preguntó—. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
—Ha sido la tarta de fresas —dijo el ciego—. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
—Hay más tarta —le dije.
—¿Quieres un poco más, Robert? —le preguntó mi mujer.
—Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
—Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha —dijo—. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. —Le tiró del brazo—. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
—Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
—Le toca a usted —le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
—Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
—Lo mismo digo —dijo ella—. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
—Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos cerrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de los dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os marchéis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos.
Al decir eso, cerró los ojos y se durmió.
Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué coño! Dejé la bata como estaba.
—Cuando quiera un poco de tarta, dígalo —le recordé.
—Lo haré.
—¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
—Todavía no —contestó—. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a acostar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
—Me parece bien —dije, y añadí—: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
—Esqueletos. Ya sé —dijo, moviendo la cabeza.
La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
—Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
—¿Son pinturas al fresco, muchacho? —me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
—¿Me pregunta si son frescos? —le dije—. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
—Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años —contestó—. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban, no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
—Catedrales —dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
—Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no…
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
—Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
—Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
Él asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
—No se lo explico muy bien, ¿verdad? —le dije.
Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
—Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento —dije—, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte?
Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
—Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Claro que sí.
—Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
—Tendrá que perdonarme —le dije—. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
—Lo cierto es —proseguí— que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo. Luego dijo:
—Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel
grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cascaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
—Adelante, muchacho, dibuja —me dijo—. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Ya verás. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo “que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
—Estupendo —dijo él—. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
—Esto va muy bien —dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
—Estamos dibujando una catedral —dijo el ciego—. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte —me dijo a mí—. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? —me preguntó—. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
—¿Qué pasa? —inquirió mi mujer—. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
—Todo va bien —le dijo a ella.
Añadió, dirigiéndose a mí:
—Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
—¿Los tienes cerrados? —preguntó—. No hagas trampa.
—Los tengo cerrados.
—Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije.
Cathedral
By Raymond Carver (1981)
This blind man, an old friend of my wife’s, he was on his way to spend the night. His wife had died. So he was visiting the dead wife’s relatives in Connecticut. He called my wife from his in-law’s. Arrangements were made. He would come by train, a five-hour trip, and my wife would meet him at the station. She hadn’t seen him since she worked for him one summer in Seattle ten years ago. But she and the blind man had kept in touch. They made tapes and mailed them back and forth. I wasn’t enthusiastic about his visit. He was no one I knew. And his being blind bothered me. My idea of blindness came from the movies. In the movies, the blind moved slowly and never laughed. Sometimes they were led by seeing- eye dogs. A blind man in my house was not something I looked forward to.
That summer in Seattle she had needed a job. She didn’t have any money. The man she was going to marry at the end of the summer was in officers’ training school. He didn’t have any money, either. But she was in love with the guy, and he was in love with her, etc. She’d seen something in the paper: HELP WANTED—Reading to Blind Man, and a telephone number. She phoned and went over, was hired on the spot. She worked with this blind man all summer. She read stuff to him, case studies, reports, that sort of thing. She helped him organize his little office in the county social- service department. They’d become good friends, my wife and the blind man. On her last day in the office, the blind man asked if he could touch her face. She agreed to this. She told me he touched his fingers to every part of her face, her nose—even her neck! She never forgot it. She even tried to write a poem about it. She was always trying to write a poem. She wrote a poem or two every year, usually after something really important had happened to her.
When we first started going out together, she showed me the poem. In the poem, she recalled his fingers and the way they had moved around over her face. In the poem, she talked about what she had felt at the time, about what went through her mind when the blind man touched her nose and lips. I can remember I didn’t think much of the poem. Of course, I didn’t tell her that. Maybe I just don’t understand poetry. I admit it’s not the first thing I reach for when I pick up something to read.
Anyway, this man who’d first enjoyed her favors, this officer-to-be, he’d been her childhood sweetheart. So okay. I’m saying that at the end of the summer she let the blind man run his hands over her face, said good-bye to him, married her childhood etc., who was now a commissioned officer, and she moved away from Seattle. But they’d keep in touch, she and the blind man. She made the first contact after a year or so. She called him up one night from an Air Force base in Alabama. She wanted to talk. They talked. He asked her to send him a tape and tell him about her life. She did this. She sent the tape. On the tape, she told the blind man she loved her husband but she didn’t like it where they lived and she didn’t like it that he was a part of the military-industrial thing. She told the blind man she’d written a poem and he was in it. She told him that she was writing a poem about what it was like to be an Air Force officer’s wife. The poem wasn’t finished yet. She was still writing it. The blind man made a tape. He sent her the tape. She made a tape. This went on for years. My wife’s officer was posted to one base and then another. She sent tapes from Moody AFB, McGuire, McConnell, and finally Travis, near Sacramento, where one night she got to feeling lonely and cut off from people she kept losing in that moving-around life. She got to feeling she couldn’t go it another step. She went in and swallowed all the pills and capsules in the medicine chest and washed them down with a bottle of gin. Then she got into a hot bath and passed out.
But instead of dying, she got sick. She threw up. Her officer—why should he have a name? he was the childhood sweetheart, and what more does he want?—came home from somewhere, found her, and called the ambulance. In time, she put it all on tape and sent the tape to the blind man. Over the years, she put all kinds of stuff on tapes and sent the tapes off lickety-split. Next to writing a poem every year, I think it was her chief means of recreation. On one tape, she told the blind man she’d decided to live away from her officer for a time. On another tape, she told him about her divorce. She and I began going out, and of course she told her blind man about it. She told him everything, or so it seemed to me. Once she asked me if I’d like to hear the latest tape from the blind man. This was a year ago. I was on the tape, she said. So I said okay, I’d listen to it. I got us drinks and we settled down in the living room. We made ready to listen. First she inserted the tape into the player and adjusted a couple of dials. Then she pushed a lever. The tape squeaked and someone began to talk in this loud voice. She lowered the volume. After a few minutes of harmless chitchat, I heard my own name in the mouth of this stranger, this blind man I didn’t even know! And then this: “From all you’ve said about him, I can only conclude—“ But we were interrupted, a knock at the door, something, and we didn’t ever get back to the tape. Maybe it was just as well. I’d heard all I wanted to.
Now this same blind man was coming over to sleep in my house. “Maybe I could take him bowling,” I said to my wife. She was at the draining board doing scalloped potatoes. She put down the knife she was using and turned around. “If you love me,” she said, “you can do this for me. If you don’t love me, okay. But if you had a friend, any friend, and the friend came to visit, I’d make him feel comfortable.” She wiped her hands with the dish towel. “I don’t have any blind friends,” I said. “You don’t have any friends,” she said. “Period. Besides,” she said, “goddamn it, his wife’s just died! Don’t you understand that? The man’s lost his wife!” I didn’t answer. She’d told me a little about the blind man’s wife. Her name was Beulah. Beulah! That’s a name for a colored woman. “Was his wife a Negro?” I asked. “Are you crazy?” my wife said. “Have you just flipped or something?” She picked up a potato. I saw it hit the floor, then roll under the stove. “What’s wrong with you?” she said. “Are you drunk?” “I’m just asking,” I said.
Right then my wife filled me in with more detail than I cared to know. I made a drink and sat at the kitchen table to listen. Pieces of the story began to fall into place. Beulah had gone to work for the blind man the summer after my wife had stopped working for him. Pretty soon Beulah and the blind man had themselves a church wedding. It was a little wedding—who’d want to go to such a wedding in the first place?—just the two of them, plus the minister and the minister’s wife. But it was a church wedding just the same. It was what Beulah had wanted, he’d said. But even then Beulah must have been carrying the cancer in her glands. After they had been inseparable for eight years—my wife’s word, inseparable—Beulah’s health went into a rapid decline. She died in a Seattle hospital room, the blind man sitting beside the bed and holding on to her hand. They’d married, lived and worked together, slept together—had sex, sure—and then the blind man had to bury her. All this without his having ever seen what the goddamned woman looked like. It was beyond my understanding. Hearing this, I felt sorry for the blind man for a little bit. And then I found myself thinking what a pitiful life this woman must have led. Imagine a woman who could never see herself as she was seen in the eyes of her loved one. A woman who could go on day after day and never receive the smallest compliment from her beloved. A woman whose husband could never read the expression on her face, be it misery or something better. Someone who could wear makeup or not—what difference to him? She could if she wanted, wear green eye-shadow around one eye, a straight pin in her nostril, yellow slacks, and purple shoes, no matter. And then to slip off into death, the blind man’s hand on her hand, his blind eyes streaming tears—I’m imagining now—her last thought maybe this: that he never even knew what she looked like, and she on an express to the grave. Robert was left with a small insurance policy and half of a twenty-peso Mexican coin. The other half of the coin went into the box with her. Pathetic.
So when the time rolled around, my wife went to the depot to pick him up. With nothing to do but wait—sure, I blamed him for that—I was having a drink and watching the TV when I heard the car pull into the drive. I got up from the sofa with my drink and went to the window to have a look.
I saw my wife laughing as she parked the car. I saw her get out of the car and shut the door. She was still wearing a smile. Just amazing. She went around to the other side of the car to where the blind man was already starting to get out. This blind man, feature this, he was wearing a full beard! A beard on a blind man! Too much, I say. The blind man reached into the backseat and dragged out a suitcase. My wife took his arm, shut the car door, and, talking all the way, moved him down the drive and then up the steps to the front porch. I turned off the TV. I finished my drink, rinsed the glass, dried my hands. Then I went to the door.
My wife said, “I want you to meet Robert. Robert, this is my husband. I’ve told you all about him.” She was beaming. She had this blind man by his coat sleeve. The blind man let go of his suitcase and up came his hand. I took it. He squeezed hard, held my hand, and then he let it go. “I feel like we’ve already met,” he boomed. “Likewise,” I said. I didn’t know what else to say. Then I said, “Welcome. I’ve heard a lot about you.” We began to move then, a little group, from the porch into the living room, my wife guiding him by the arm. The blind man was carrying his suitcase in his other hand. My wife said things like, “To your left here, Robert. That’s right. Now watch it, there’s a chair. That’s it. Sit down right here. This is the sofa. We just bought this sofa two weeks ago.”
I started to say something about the old sofa. I’d liked that old sofa. But I didn’t say anything. Then I wanted to say something else, small-talk, about the scenic ride along the Hudson. How going to New York, you should sit on the right-hand side of the train, and coming from New York, the left-hand side.
“Did you have a good train ride?” I said. “Which side of the train did you sit on, by the way?” “What a question, which side!” my wife said. “What’s it matter which side?” she said. “I just asked,” I said. “Right side,” the blind man said. “I hadn’t been on a train in nearly forty years. Not since I was a kid. With my folks. That’s been a long time. I’d nearly forgotten the sensation. I have winter in my beard now, “ he said. “So I’ve been told, anyway. Do I look distinguished, my dear?” the blind man said to my wife. “You look distinguished, Robert,” she said. “Robert,” she said. “Robert, it’s just so good to see you.” My wife finally took her eyes off the blind man and looked at me. I had the feeling she didn’t like what she saw. I shrugged.
I’ve never met, or personally known, anyone who was blind. This blind man was late forties, a heavy-set, balding man with stooped shoulders, as if he carried a great weight there. He wore brown slacks, brown shoes, a light-brown shirt, a tie, a sports coat. Spiffy. He also had this full beard. But he didn’t use a cane and he didn’t wear dark glasses. I’d always thought dark glasses were a must for the blind. Fact was, I wish he had a pair. At first glance, his eyes looked like anyone else’s eyes. But if you looked close, there was something different about them. Too much white in the iris, for one thing, and the pupils seemed to move around in the sockets without his knowing it or being able to stop it. Creepy. As I stared at his face, I saw the left pupil turn in toward his nose while the other made an effort to keep in one place. But it was only an effort, for that one eye was on the roam without his knowing it or wanting it to be.
I said, “Let me get you a drink. What’s your pleasure? We have a little bit of everything. It’s one of our pastimes.” “Bub, I’m a Scotch man myself,” he said fast enough in this big voice. “Right,” I said. Bub! “Sure you are. I knew it.” He let his fingers touch his suitcase, which was sitting alongside the sofa. He was taking his bearings. I didn’t blame him for that. “I’ll move that up to your room,” my wife said. “No, that’s fine,” the blind man said loudly. “It can go up when I go up.” “A little water with the Scotch?” I said. “Very little,” he said. “I knew it, “ I said. He said, “Just a tad. The Irish actor, Barry Fitzgerald? I’m like that fellow. When I drink water, Fitzgerald said, I drink water. When I drink whiskey, I drink whiskey.” My wife laughed. The blind man brought his hand up under his beard. He lifted his beard slowly and let it drop. I did the drinks, three big glasses of Scotch with a splash of water in each. Then we made ourselves comfortable and talked about Robert’s travels. First the long flight from the West Coast to Connecticut, we covered that. Then from Connecticut up here by train. We had another drink concerning that leg of the trip.
I remembered having read somewhere that the blind didn’t smoke because, as speculation had it, they couldn’t see the smoke they exhaled. I though I knew that much and that much only about blind people. But this blind man smoked his cigarette down to the nubbin and then lit another one. This blind man filled his ashtray and my wife emptied it.
When we sat down at the table for dinner, we had another drink. M wife heaped Robert’s plate with cube steak, scalloped potatoes, green beans. I buttered him up two slices of bread. I said, “Here’s bread and butter for you.” I swallowed some of my drink. “Now let us pray,” I said, and the blind man lowered his head. My wife looked at me, her mouth agape. “Pray the phone won’t ring and the food doesn’t get cold,” I said.
We dug in. We ate everything there was to eat on the table. We ate like there was no tomorrow. We didn’t talk. We ate. We scarfed. We grazed the table. We were into serious eating. The blind man had right away located his foods, he knew just where everything was on his plate. I watched with admiration as he used his knife and fork on the meat. He’d cut two pieces of the meat, fork the meat into his mouth, and then go all out for the scalloped potatoes, the beans next, and then he’d tear off a hunk of buttered bread and eat that. He’d follow this up with a big drink of milk. It didn’t seem to bother him to use his fingers once in a while, either.
We finished everything, including half a strawberry pie. For a few moments, we sat as if stunned. Swear beaded on our faces. Finally, we got up from the table and left the dirty plates. We didn’t look back. We took ourselves into the living room and sank into our places again. Robert and my wife sat on the sofa. I took the big chair. We had us two or three more drinks while they talked about the major things that had come to pass for them in the past ten years. For the most part, I just listened. Now and then I joined in. I didn’t want him to think I’d left the room, and I didn’t want her to think I was feeling left out. They talked of things that had happened to them—to them!—these past ten years. I waited in vain to hear my name on my wife’s sweet lips: “And then my dear husband came into my life”—something like that. But I heard nothing of the sort. More talk of Robert. Robert had done a little of everything, it seemed, a regular blind jack-of-all-trades. But most recently he and his wife had had an Amway distributorship, from which, I gathered, they’d earned a living, such as it was. The blind man was also a ham radio operator. He talked in his loud voice about conversations he’d had with fellow operators in Guam, in the Philippines, in Alaska, and even in Tahiti. He said he’d have a lot of friends there if her ever wanted to go visit those places. From time to time, he’d turn his blind face toward me, put his hand under his beard, ask me something. How long had I been in my present position? (Three years.) Did I like my work? (I didn’t.) Was I going to stay with it? (What were the options?) Finally, when I thought he was beginning to run down, I got up and turned on the TV. My wife looked at me with irritation. She was heading toward a boil. Then she looked at the blind man and said, “Robert, do you have a TV?” The blind man said, “My dear, I have two TVs. I have a color set and a black-and-white thing, an old relic. It’s funny, but if I turn the TV on, and I’m always turning it on, I turn on the color set. It’s funny, don’t you think?” I didn’t know what to say to that. I had absolutely nothing to say to that. No opinion. So I watched the news program and tried to listen to what the announcer was saying. “This is a color TV,” the blind man said. “Don’t ask me how, but I can tell.” “We traded up a while ago,” I said. The blind man had another taste of his drink. He lifted his beard, sniffed it, and let it fall. He leaned forward on the sofa. He positioned his ashtray on the coffee table, then put the lighter to his cigarette. He leaned back on the sofa and crossed his legs at the ankles. My wife covered her mouth, and then she yawned. She stretched. She said, “I think I’ll go upstairs and put on my robe. I think I’ll change into something else. Robert, you make yourself comfortable,” she said. “I’m comfortable,” the blind man said. “I want you to feel comfortable in this house,” she said. “I am comfortable,” the blind man said.
After she’d left the room, he and I listened to the weather report and then to the sports roundup. By that time, she’d been gone so long I didn’t know if she was going to come back. I thought she might have gone to bed. I wished she’d come back downstairs. I didn’t want to be left alone with a blind man. I asked him if he wanted another drink, and he said sure. Then I asked if he wanted to smoke some dope with me. I said I’d just rolled a number. I hadn’t, but I planned to do so in about two shakes.
“I’ll try some with you,” he said. “Damn right,” I said. “That’s the stuff.” I got our drinks and sat down on the sofa with him. Then I rolled us two fat numbers. I lit one and passed it. I brought it to his fingers. He took it and inhaled. “Hold it as long as you can,” I said. I could tell he didn’t know the first thing. My wife came back downstairs wearing her pink robe and her pink slippers. “What do I smell?” she said. “We thought we’d have us some cannabis,” I said. My wife gave me a savage look. Then she looked at the blind man and said, “Robert, I didn’t know you smoked.” He said, “I do now, my dear. There’s a first time for everything. But I don’t feel anything yet.” “This stuff is pretty mellow,” I said. “This stuff is mild. It’s dope you can reason with,” I said. “It doesn’t mess you up.” “Not much it doesn’t, bub,” he said, and laughed. My wife sat on the sofa between the blind man and me. I passed her the number. She took it and toked and then passed it back to me. “Which way is this going?” she said. Then she said, “I shouldn’t be smoking this. I can hardly keep my eyes open as it is. That dinner did me in. I shouldn’t have eaten so much.” “It was the strawberry pie,” the blind man said. “That’s what did it,” he said, and he laughed his big laugh. Then he shook his head. “There’s more strawberry pie,” I said. “Do you want some more, Robert?” my wife said. “Maybe in a little while,” he said. We gave our attention to the TV. My wife yawned again. She said, “Your bed is made up when you feel like going to bed, Robert. I know you must have had a long day. When you’re ready to go to bed, say so.” She pulled his arm. “Robert?” He came to and said, “I’ve had a real nice time. This beats tapes, doesn’t it?” I said, “Coming at you,” and I put the number between his fingers. He inhaled, held the smoke, and then let it go. It was like he’d been doing this since he was nine years old. “Thanks, bub,” he said. “But I think this is all for me. I think I’m beginning to feel it,” he said. He held the burning roach out for my wife. “Same here,” she said. “Ditto. Me, too.” She took the roach and passed it to me. “I may just sit here for a while between you two guys with my eyes closed. But don’t let me bother you, okay? Either one of you. If it bothers you, say so. Otherwise, I may just sit here with my eyes closed until you’re ready to go to bed,” she said. “Your bed’s made up, Robert, when you’re ready. It’s right next to our room at the top of the stairs. We’ll show you up when you’re ready. You wake me up now, you guys, if I fall asleep.” She said that and then she closed her eyes and went to sleep.
The news program ended. I got up and changed the channel. I sat back down on the sofa. I wished my wife hadn’t pooped out. Her head lay across the back of the sofa, her mouth open. She’d turned so that he robe had slipped away from her legs, exposing a juicy thigh. I reached to draw her robe back over her, and it was then that I glanced at the blind man. What the hell! I flipped the robe open again. “You say you when you want some strawberry pie,” I said. “I will,” he said. I said, “Are you tired? Do you want me to take you up to your bed? Are you ready to hit the hay?” “Not yet,” he said. “No, I’ll stay up with you, bub. If that’s all right. I’ll stay up until you’re ready to turn in. We haven’t had a chance to talk. Know what I mean? I feel like me and her monopolized the evening. “ He lifted his beard and he let it fall. He picked up his cigarettes and his lighter. “That’s all right,” I said. Then I said, “I’m glad for the company.” And I guess I was. Every night I smoked dope and stayed up as long as I could before I fell asleep. My wife and I hardly ever went to bed at the same time. When I did go to sleep, I had these dreams. Sometimes I’d wake up from one of them, my heart going crazy.
Something about the church and the Middle Ages was on the TV. Not your run-of-the-mill TV fare. I wanted to watch something else. I turned to the other channels. But there was nothing on them, either. So I turned back to the first channel and apologized.
“Bub, it’s all right,” the blind man said. “It’s fine with me. Whatever you want to watch is okay. I’m always learning something. Learning never ends. It won’t hurt me to learn something tonight. I got ears,” he said.
We didn’t say anything for a time. He was leaning forward with his head turned at me, his right ear aimed in the direction of the set. Very disconcerting. Now and then his eyelids drooped and then they snapped open again. Now and then he put his fingers into his beard and tugged, like he was thinking about something he was hearing on the television.
On the screen, a group of men wearing cowls was being set upon and tormented by men dressed in skeleton costumes and men dressed as devils. The men dressed as devils wore devil masks, horns, and long tails. This pageant was part of a procession. The Englishman who was narrating the thing said it took place in Spain once a year. I tried to explain to the blind man what was happening. “Skeletons,” he said. “I know about skeletons,” he said, and he nodded. The TV showed this one cathedral. Then there was a long, slow look at another one. Finally, the picture switched to the famous one in Paris, with its flying buttresses and its spires reaching up to the clouds. The camera pulled away to show the whole of the cathedral rising above the skyline. There were times when the Englishman who was telling the thing would shut up, would simply let the camera move around over the cathedrals. Or else the camera would tour the countryside, men in fields walking behind oxen. I waited as long as I could. Then I felt I had to say something. I said, “They’re showing the outside of this cathedral now. Gargoyles. Little statues carved to look like monsters. Now I guess they’re in Italy. Yeah, they’re in Italy. There’s paintings on the walls of this one church.” “Are those fresco painting, bub?” he asked, and he sipped from his drink. I reached for my glass. But it was empty. I tried to remember what I could remember. “You’re asking me are those frescoes?” I said. “That’s a good question. I don’t know.” The camera moved to a cathedral outside Lisbon. The difference in the Portugese cathedral compared with the French and Italian were not that great. But they were there. Mostly the interior stuff. Then something occurred to me, and I said, “Something has occurred to me. Do you have any idea what a cathedral is? What they look like, that is? Do you follow me? If somebody says cathedral to you, do you have any notion what they’re talking about? Do you the difference between that and a Baptist church, say?”
He let the smoke dribble from his mouth. “I know they took hundreds of workers fifty or a hundred years to build,” he said. “I just heard the man say that, of course. I know generations of the same families worked on a cathedral. I heard him say that, too. The men who began their life’s work on them, they never lived to see the completion of their work. In that wise, bub, they’re no different from the rest of us, right?” He laughed. Then his eyelids drooped again. His head nodded. He seemed to be snoozing. Maybe he was imagining himself in Portugal. The TV was showing another cathedral now. This one was in Germany. The Englishman’s voice droned on. “Cathedrals,” the blind man said. He sat up and rolled his head back and forth. “If you want the truth, bub, that’s about all I know. What I just said. What I heard him say. But maybe you could describe one to me? I wish you’d do it. I’d like that. If you want to know, I really don’t have a good idea.”
I stared hard at the shot of the cathedral on the TV. How could I even begin to describe it? But say my life depended on it. Say my life was being threatened by an insane guy who said I had to do it or else.
I stared some more at the cathedral before the picture flipped off into the countryside. There was no use. I turned to the blind man and said, “To begin with, they’re very tall.” I was looking around the room for clues. “They reach way up. Up and up. Toward the sky. They’re so big, some of them, they have to have these supports. To help hold them up, so to speak. These supports are called buttresses. They remind of viaducts, for some reason. But maybe you don’t know viaducts, either? Sometimes the cathedrals have devils and such carved into the front. Sometimes lords and ladies. Don’t ask me why this is,” I said.
He was nodding. The whole upper part of his body seemed to be moving back and forth. “I’m not doing so good, am I?” I said. He stopped nodding and leaned forward on the edge of the sofa. As he listened to me, he was running his fingers through his beard. I wasn’t getting through to him, I could see that. But he waited for me to go on just the same. He nodded, like he was trying to encourage me. I tried to think what else to say. “They’re really big,” I said. They’re massive. They’re built of stone. Marble, too, sometimes. In those olden days, when they built cathedrals, men wanted to be close to God. In those olden days, God was an important part of everyone’s life. You could tell this from their cathedral-building. I’m sorry,” I said, “but it looks like that’s the best I can do for you. I’m just no good at it.”
“That’s all right, bub,” the blind man said. “Hey, listen. I hope you don’t mind my asking you. Can I ask you something? Let me ask you a simple question, yes or no. I’m just curious and there’s no offense. You’re my host. But let me ask if you are in any way religious? You don’t mind my asking?”
I shook my head. He couldn’t see that, though. A wink is the same as a nod to a blind man. “I guess I don’t believe in it. In anything. Sometimes it’s hard. You know what I’m saying?” “Sure, I do,” he said.
“Right,” I said. The Englishman was still holding forth. My wife sighed in her sleep. She drew a long breath and went on with her sleeping. “You’ll have to forgive me,” I said. “But I can’t tell you what a cathedral looks like. It just isn’t in me to do it. I can’t do any more than I’ve done.”
The blind man sat very still, his head down, as he listened to me. I said, “The truth is, cathedrals don’t mean anything special to me. Nothing. Cathedrals. They’re something to look at on late-night TV. That’s all they are.”
It was then that the blind man cleared his throat. He brought something up. He took a handkerchief from his back pocket. Then he said, “I get it, bub. It’s okay. It happens. Don’t worry about it,” he said. “Hey, listen to me. Will you do me a favor? I got an idea. Why don’t you find us some heavy paper? And a pen. We’ll do something. We’ll draw one together. Get us a pen and some heavy paper. Go on, bub, get the stuff,” he said.
So I went upstairs. My legs felt like they didn’t have any strength in them. They felt like they did after I’d done some running. In my wife’s room, I looked around. I found some ballpoints in a little basket on her table. And then I tried to think where to look for the kind of paper he was talking about.
Downstairs, in the kitchen, I found a shopping bag with onion skins in the bottom of the bag. I emptied the bag and shook it. I brought it into the living room and sat down with it near his legs. I moved some things, smoothed the wrinkles from the bag, spread it out on the coffee table.
The blind man got down from the sofa and sat next to me on the carpet.
He ran his fingers over the paper. He went up and down the sides of the paper. The edges, even the edges. He fingered the corners. “All right,” he said. “All right, let’s do her.” He found my hand, the hand with the pen. He closed his hand over my hand. “Go ahead, bub, draw,” he said. “Draw. You’ll see. I’ll follow along with you. It’ll be okay. Just begin now like I’m telling you. You’ll see. Draw,” the blind man said. So I began. First I drew a box that looked like a hose. It could have been the house I lived in. Then I put a roof on it. At either end of the roof, I drew spires. Crazy.
“Swell,” he said. “Terrific. You’re doing fine,” he said. “Never thought anything like this could happen in your lifetime, did you, bub? Well, it’s a strange life, we all know that. Go on now. Keep it up.”
I put in windows with arches. I drew flying buttresses. I hung great doors. I couldn’t stop. The TV station went off the air. I put down the pen and closed and opened my fingers. The blind man felt around over the paper. He moved the tips of the fingers over the paper, all over what I had drawn, and he nodded. “Doing fine,” the blind man said. I took up the pen again, and he found my hand. I kept at it. I’m no artist. But I kept drawing just the same. My wife opened up her eyes and gazed at us. She sat up on the sofa, her robe hanging open. She said, “What are you doing? Tell me, I want to know.”
I didn’t answer her. The blind man said, “We’re drawing a cathedral. Me and him are working on it. Press hard,” he said to me. “That’s right. That’s good,” he said. “Sure. You got it, bub. I can tell. You didn’t think you could. But you can, can’t you? You’re cooking with gas now. You know what I’m saying? We’re going to really have us something here in a minute. How’s the old arm?” he said. “Put some people in there now. What’s a cathedral without people?”
My wife said, “What’s going on? Robert, what are you doing? What’s going on?” “It’s all right,” he said to her. “Close your eyes now,” the blind man said to me. I did it. I closed them just like he said. “Are they closed?” he said. “Don’t fudge.” “They’re closed,” I said. “Keep them that way,” he said. He said, “Don’t stop now. Draw.” So we kept on with it. His fingers rode my fingers as my hand went over the paper. It was like nothing else in my life up to now. Then he said, “I think that’s it. I think you got it,” he said. “Take a look. What do you think?” But I had my eyes closed. I thought I’d keep them that way for a little longer. I thought it was something I ought to do. “Well?” he said. “Are you looking?” My eyes were still closed. I was in my house. I knew that. But I didn’t feel like I was inside anything. “It’s really something,” I said.
Raymond Carver
Catedral
Cathedral
Raymond Carver, 2009
Traducción de Benito de Gómez Ibáñez
Anagrama 2002
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