raymond carver

 

fuegos


venta desastrosa

 

todos nosotros
poesía completa

 

the collected poems
raymond carver, 1996
traducción: jaime priede

 

 

fuegos

 

¿no es el pasado inevitable
ahora que llamamos a lo poco
que recordamos «el pasado»?
                    william matthews
                             inundación

 

 

 

 

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venta desastrosa

 

 

 

Domingo por la mañana, todo fuera

desde muy temprano:

la cuna de los niños, el tocador,

el sofá, mesas, lámparas, cajas llenas

de libros y discos clasificados. Después sacamos

los utensilios de cocina, un radio despertador,

ropa en perchas, un sillón

que tenían desde el principio

y al que llamaban Tío.

Por último, sacamos la mesa de la cocina

y se sentaron alrededor para llamar la atención.

La palidez del cielo prometía justicia

Aquí estoy con ellos, intentando dejar de beber.

Anoche dormí en esa cuna.

Esta venta es dura para todos.

Es domingo y pretenden hacer negocio

a la salida de la iglesia episcopal de al lado.

Vaya situación. Vaya desgracia.

Todo el que echa un ojo a la colección de trastos

desde la acera acaba siendo mortificado.

Una señora, un familiar, un amante.

La esposa, que hace tiempo quiso ser actriz,

habla con otros parroquianos

que sonríen incómodos y curiosean

entre la ropa antes de seguir su camino.

El marido, mi amigo, está sentado a la mesa

e intenta parecer interesado en lo que

está leyendo, Crónicas de Froissart,

según veo por la ventana.

Mi amigo está acabado, lo sabe, hizo lo que pudo.

Para qué seguir con esto. ¿Acaso

alguien va a ayudarles?

¿Tiene todo el mundo que ser testigo

de su fracaso?

Nos humilla a todos.

Debería aparecer alguien que les eche una mano,

alguien que les saque todo eso de encima

ahora mismo,

cada trasto de su vida anterior antes de que

esta humillación dure demasiado.

Alguien debería hacer algo.

Voy a por la cartera y así es como lo veo:

yo no puedo ayudar absolutamente a nadie. [/ezcol_1half] [ezcol_1half_end]

distress sale

 

 

 

Early one Sunday morning everything outside —

the child’s canopy bed and vanity table,

the sofa, end tables and lamps, boxes

of assorted books and records. We carried out

kitchen items, a clock radio, hanging

clothes, a big easy chair

with them from the beginning

and which they called Uncle.

Lastly, we brought out the kitchen table itself

and they set up around that to do business.

The sky promises to hold fair.

I’m staying here with them, trying to dry out.

I slept on that canopy bed last night.

This business is hard on us all.

It’s Sunday and they hope to catch the trade

from the Episcopal church next door.

What a situation here! What disgrace!

Everyone who sees this collection of junk

on the sidewalk is bound to be mortified.

The woman, a family member, a loved one,

a woman who once wanted to be an actress,

she chats with fellow parishioners who

smile awkwardly and finger items

of clothing before moving on.

The man, my friend, sits at the table

and tries to look interested in what

he’s reading – Froissart’s Chronicles it is,

I can see it from the window.

My friend is finished, done for, and he knows it.

What’s going on here? Can no one help them?

Must everyone witness their downfall?

This reduces us all.

Someone must show up at once to save them,

to take everything off their hands right now,

every trace of this life before

this humiliation goes on any longer.

Someone must do something.

I reach for my wallet and that is how I understand it:

I can’t help anyone.[/ezcol_1half_end]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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