raymond carver
todos nosotros
limonada
Cuando vino a casa hace unos meses para medir
las paredes donde irían las estanterías, Jim Sears no parecía
el hombre que perdió a su único hijo en las aguas profundas
del río Elwha. Tenía pelo abundante, aspecto tranquilo,
restallaba los nudillos, enérgico cuando hablábamos de
tablas y sujeciones o un tono de roble
comparado con otro. Pero estamos en una ciudad pequeña,
esta ciudad nuestra, un mundo en miniatura. Seis meses des-
pués, una vez hechas las estanterías, montadas e instaladas, el
padre de Jim, un tal Howard Sears, que sustituye a su hijo
viene a pintar la casa. Me dice, cuando le pregunto, más
por la típica cortesía de estos sitios que por otra cosa:
«¿Qué tal Jim?», que Jim perdió a su hijo en el río la prima-
vera pasada. Y que se culpa a sí mismo. «No se lo quita de
la cabeza». Y añade: «Puede que se esté volviendo
un poco loco», mientras se pone la gorra de Sherwin-Williams.
Jim tuvo que presenciar cómo el helicóptero
sacaba del río el cuerpo de su hijo con una especie de tenaza.
«Usaron algo parecido a unas tenazas de cocina
para sacarlo, imagínese. Sujeto por un cable. Pero Dios siempre
se lleva a los mejores, ¿no cree?», dice el señor Sears. «Sus
designios son un misterio». «¿Qué piensa usted de eso?»,
quiero saber. «Pues no quiero pensarlo», me dice. «No
podemos preguntarle ni cuestionar sus decisiones.
No podemos saber nada. Solo sé que se llevó con Él al muchacho».
Me sigue contando que la mujer de Jim se lo llevó de viaje
por trece países de Europa con la esperanza de que lo superara. Pero
no pudo ser, imposible. «Misión fracasada», como dice Howard.
Jim cayó enfermo de Parkinson. ¿Qué más falta?
Ya volvieron de Europa, pero todavía se culpa a sí mismo
por mandar aquella mañana a su hijo al coche a por los
termos de limonada. ¡No les hacía ninguna falta la
limonada! Dios, Dios, eso es lo que Jim pensaba del asunto,
como había dicho cien, no, mil veces, a todo el que
todavía quisiera escucharle. ¡Si no la hubieran hecho nada más
levantarse por la mañana! ¿En qué estarían pensando?
Si la tarde antes no hubieran hecho la compra en el Safeway y
si aquel estante de limones amarillos no hubiera estado junto a
las naranjas, las manzanas, las uvas y los plátanos.
Lo que realmente quería comprar Jim eran naranjas
y manzanas, no limones para limonada, nada de limones, él odiaba
los limones, o por lo menos es lo que decía ahora.
Pero al pequeño le gustaba la limonada,
siempre le gustó. Quería limonada.
«Veamos las cosas desde este punto de vista», repetía una
y otra vez Jim. «Aquellos limones
tenían que venir de algún sitio, ¿no? Probablemente del Valle Imperial
o de algún lugar cerca de Sacramento.
Los cultivan allí, ¿no?» Los han plantado, regado y
cuidado, luego los meten en sacos, los
pesan, los meten en cajas y los mandan por tren
o camión a este sitio olvidado de Dios donde un tipo va a
perder a su hijo. Esas cajas las descargaron
del camión chicos no mucho mayores que el suyo.
Luego tuvieron que desembalarlas esos mismos chicos, los lavó y roció
con spray uno que sigue vivo, caminando por ahí, vivo
y respirando, creciendo que da gusto.
Luego los llevaron a la tienda y los colocaron bajo aquel cartel
tan llamativo que decía: «¿Cuánto hace que no tomas una buena
limonada?» Y Jim seguía retrocediendo a la primera causa,
al primer limón que se cultivó sobre la tierra. ¡Si nunca hubiera habido
limones sobre la tierra! Si no hubiera habido ningún Safeway…
Entonces todavía tendría a su hijo, ¿no? Y Howard Sears
todavía tendría a su nieto con él, claro que sí. Hay un montón de
gente involucrada en esta tragedia. Están los granjeros y los
recolectores de limones, los camioneros, la cadena Safeway… Y
también el propio Jim, que estaba dispuesto a
asumir su parte de responsabilidad, por supuesto. Era el máximo
responsable. Y seguía cayendo en picado, continuaba Howard Sears.
Tendría que buscar la forma de superarlo y seguir adelante.
Con el corazón roto. Incluso así.
No hace mucho, su mujer logró que Jim fuera a unas clases
en la ciudad para aprender a tallar la madera. Intenta tallar
osos, focas, búhos, águilas, gaviotas, de todo,
pero no logra estar mucho tiempo con cada criatura y no
termina el trabajo, según el señor Sears.
El problema es, dice Howard Sears, que cada vez que Jim
se queda mirando su torno o su navaja, ve a su hijo surgir del agua
cuando lo sacaron (lo pescaron a carrete, se podría decir)
y dar vueltas en círculo sobre los abetos, la tenaza aquella
sujetándole por la espalda, luego el helicóptero da media vuelta y
sigue río arriba con ese ruido zap-zap-zap de las aspas.
El pequeño pasa por delante de la gente que lo buscaba en la orilla,
los brazos rígidos a los lados, empapado. Pasa por encima una vez
más, ahora bastante más cerca, y vuelve un minuto después para que
lo depositen, siempre con suavidad, a los pies de su padre. Un hombre
al que, una vez visto todo esto, su hijo muerto que sale del río
colgado de una tenaza metálica dando vueltas por
encima de la línea de árboles, solo le apetece morir.
Pero la muerte es para los mejores. Recuerda
la dulzura, cuando la vida era dulce, y ahora dulcemente
le concedió esta otra vida.
lemonade
When he came to my house months ago to measure
my walls for bookcases, Jim Sears didn’t look like a man
who’d lose his only child to the “high waters
of the Elwha River. He was bushy-haired, confident,
cracking his knuckles, alive with energy, as we
discussed tiers, and brackets, and this oak stain
compared to that. But it’s small town, this town,
a small world here. Six months later, after the bookcases
have been built, delivered and installed, Jim’s
father, a Mr. Howard Sears, who is «covering for his son»
comes to paint our house. He tells me — when I ask, more
out of small-town courtesy than anything, «How’s Jim?» —
that his son lost Jim Jr in the river last spring.
Jim blames himself. «He can’t get over it,
neither», Mr Sears adds, «Maybe he’s gone on to lose
his mind a little too», he adds, pulling on the bill
of his Sherwin-Williams cap.
Jim had to stand and watch as the helicopter
grappled with, then lifted, his son’s body from the river
with tongs. «They used like a big pair of kitchen tongs
for it, if you can imagine. Attached to a cable. But God always
takes the sweetest ones, don’t He?» Mr Sears says. «He has
His own mysterious purposes». «What do you think about it?»,
I want to know. «I don’t want to think», he says. «We
can’t ask or question His ways. It’s not for us to know. I just
know He taken him home now, the little one.»
He goes on tell me Jim Sr’s wife took him to thirteen foreign
countries in Europe in hopes it’d help him get over it. But
it didn’t. He couldn’t. «Mission unaccomplished», Howard says.
Jim’s come down with Parkinson’s disease. What next?
He’s home from Europe now, but still blames himself
for sending Jim Jr back to the car that morning to look for
that thermos of lemonade. They didn’t need any lemonade
that day! Lord, Lord, what was he thinking of, Jim Sr has said
a hundred — no, a thousand — times now, and to anyone who will
still listen. If only he hadn’t made lemonade in the first
place that morning! What could he have been thinking about?
Further, if they hadn’t shopped the night before at Safeway, and
if that bin of yellowy lemons hadn’t stood next to where they
kept the oranges, apples, grapefruit and bananas.
That’s what Jim Sr had really wanted to buy, some oranges
and apples, not lemons for lemonade, forget lemons, he hated
lemons — at least now he did — but Jim Jr, he liked lemonade,
always had. He wanted lemonade.
«Let’s look at it this way», Jim Sr would say, «those lemons
had to come from someplace, didn’t they? The Imperial Valley,
probably, or else over near Sacramento, they raise lemons
there, right?» They had to be planted and irrigated and
watched over and then pitched into sacks by field workers and
weighed and then dumped into boxes and shipped by rail or
truck to this god-forsaken place where a man can’t do anything
but lose his children! Those boxes would’ve been off-loaded
from the truck by boys not much older than Jim Jr himself.
Then they had to be uncrated and poured all yellow and
lemony-smelling out of their crates by those boys, and washed
and sprayed by some kid who was still living, walking around town,
living and breathing, big as you please. Then they were carried
into the store and placed in that bin under that eye-catching sign
that said Have You Had Fresh Lemonade Lately? As Jim Sr’s
reckoning went, it harks all the way back to first causes, back to
the first lemon cultivated on earth. If there hadn’t been any lemons
on earth, and there hadn’t been any Safeway store, well, Jim would
still have his son, right? And Howard Sears would still have his
grandson, sure. You see, there were a lot of people involved
in this tragedy. There were the farmers and the pickers of lemons,
the truck drivers, the big Safeway store… Jim Sr, too, he was ready
to asume his share of responsibility, of course. He was the most
guilty of all. But he was still in his nosedive, Howard Sears
told me. Still, he had to pull out of this somehow and go on.
Everybody’s heart was broken, right. Even so.
Not long ago Jim Sr’s wife got him started in a little
wood-carving class here in town. Now he’s trying to whittle bears
and seals, owls, eagles, seagulls, anything, but
he can’t stick to any one creature long enough to finish
the job, is Mr Sears’s assessment. The trouble is, Howard Sears
goes on, every time Jim Sr looks up from his lathe, or his
carving knife, he sees his son breaking out of the water downriver,
and rising up — being reeled in, so to speak — beginning to turn and
turn in circles until he was up, way up above the fir tres, tongs
sticking out of his back, and then the copter turning and swinging
upriver, accompanied by the roar and whap-whap of
the chopper blades. Jim Jr passing now over the searchers who line
the bank of the river. His arms are stretched out from his sides,
and drops of water fly out from him. He passes overhead once more,
closer now, and then returns a minute later to be deposited, ever
so gently laid down, directly at the feet of his father. A man
who, having seen everything now — his dead son rise from the river
in the grip of metal pinchers and turn and turn in circles flying
above the tree line — would like nothing more now than
to just die. But dying is for the sweetest ones. And he remembers
sweetness, when life was sweet, and sweetly
he was given that other lifetime.
Raymond Carver
Todos nosotros
Poesía completa
Título original: The Collected Poems
Raymond Carver, 1996
Traducción: Jaime Priede
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