Los obedientes


Se trata de una situación simple, un hecho para contar y olvidar.
Pero si alguien comete la imprudencia de detenerse un instante más de lo que debe, un pie se hunde
dentro y uno queda comprometido. Desde ese instante en que también nosotros nos arriesgamos, ya no se
trata de un hecho para contar; comienzan a faltar las palabras que no lo traicionarían. A esa altura,
demasiado hundidos, el hecho dejó de ser un hecho para convertirse tan sólo en su difusa repercusión.
Que si es demasiado retardada, un día viene a explotar como en esta tarde de domingo, cuando hace
semanas que no llueve y cuando, como hoy, la belleza reseca persiste, sin embargo, como belleza. Frente
a la cual asumo una gravedad como delante de una tumba. A esa altura, ¿por dónde anda el hecho inicial?
Se volvió inicial esta tarde. Sin saber cómo luchar con la belleza, dudo entre ser agresiva o replegarme
un poco herida. El hecho inicial está suspendido en la polvareda soleada de este domingo, hasta que me
llaman por teléfono y de un salto voy a lamer agradecida la mano del que me ama y me libera.
Cronológicamente la situación era la siguiente: un hombre y una mujer estaban casados.
Ya con verificar este hecho, mi pie se hundió. Me vi obligada a pensar en algo. Aun cuando no
dijese nada más, y terminara la historia con esta verificación, ya me habría comprometido con mis más
irreconocibles pensamientos. Ya sería como si hubiese visto, raya negra sobre fondo blanco, a un hombre
y una mujer. Y en ese fondo blanco mis ojos se fijarían teniendo ya bastante que ver, pues toda palabra
tiene su sombra.
Ese hombre y esa mujer comenzaron —sin ninguna intención de ir demasiado lejos, y llevados no se
sabe por qué necesidad que las personas tienen— a intentar vivir más intensamente. ¿A la búsqueda del
destino que nos precede? ¿Y a cuál quiere llevarnos el instinto? ¿Instinto?
El intento de vivir más intensamente los llevó, a cada uno, a una especie de constante verificación
de debe y haber, a un intento de pesar lo que era y lo que no era importante. Eso ellos lo hacían a su
modo: con falta de habilidad y de experiencia, con modestia. Tanteaban. En un vicio descubierto por
ambos demasiado tarde en la vida, cada cual por su lado intentaba continuamente distinguir lo que era de
lo que no era esencial, es decir, ellos nunca usarían la palabra esencial, que no pertenecía a su ambiente.
Pero de nada servía el vago esfuerzo casi obligado que hacían: la trama se les escapaba diariamente.
Sólo mirando, por ejemplo, hacia el día anterior es como tenían la impresión de tener, de algún modo y,
por así decirlo, contra su voluntad, y por eso sin mérito, la impresión de haber vivido. Pero entonces era
de noche, se calzaban las zapatillas y era de noche.
Todo eso no llegaba a formar una situación para la pareja. Quiere decir, algo que cada uno pudiera
contar incluso a sí mismo en la hora en que cada uno se daba vuelta en la cama hacia un lado y, un
segundo antes de dormir, quedaba con los ojos abiertos. Y las personas que necesitan tanto poder contar
su propia historia. Ellos no tenían qué contar. Con un suspiro de bienestar, cerraban los ojos y dormían
agitados. Y cuando hacían el balance de sus vidas, ni podían al menos incluir en él esa tentativa de vivir
más intensamente, y descontarla, como en el impuesto sobre la renta. Balance que poco a poco
comenzaban a hacer con mayor frecuencia, incluso sin el equipo técnico de una terminología adecuada a
los pensamientos. Si se trataba de una situación, no llegaba a ser una situación de la cual se vivía
ostensiblemente.
Pero no era tan sólo así como sucedía. En verdad también estaban tranquilos porque «no conducir»,
«no inventar», «no errar» les resultaba, mucho más que una costumbre, una cuestión de honor asumida
tácitamente. Nunca se acordarían de desobedecer.
Tenían la briosa compenetración que les había venido de la conciencia noble de ser dos personas
entre millones iguales. «Ser un igual» era el papel que les había tocado, y la tarea a ellos asignada. Los
dos, condecorados, serios, correspondían grata y cívicamente a la confianza que los iguales habían
depositado en ellos. Pertenecían a una casta. El papel que cumplían, con cierta emoción y con dignidad,
era el de personas anónimas, el de hijos de Dios, como en un club de personas.
Quizá tan sólo debido al paso insistente del tiempo todo eso había comenzado, sin embargo, a
volverse diario, diario, diario. A veces sofocante. (Tanto el hombre como la mujer ya habían iniciado la
edad crítica.) Abrían las ventanas y decían que hacía mucho calor. Sin que vivieran precisamente en el
tedio, era como si nunca les mandaran noticias. El tedio, con todo, formaba parte de una vida de
sentimientos honestos.
Pero, al fin, como todo eso no les resultaba comprensible, y se encontraban muchos, muchos puntos
por encima de ellos, y si fuera expresado en palabras no lo reconocerían, todo eso, reunido y
considerado ya como pasado, se parecía a la vida irremediable, a la cual ellos se sometían con un
silencio de multitud y con el aire un poco afligido que tienen los hombres de buena voluntad. Se parecía a
la vida irremediable para la cual Dios nos quiere.
Vida irremediable, pero no concreta. En verdad era una vida de sueño. A veces, cuando hablaban de
alguien excéntrico, decían con la benevolencia que una clase tiene por la otra: «Ah, ése lleva una vida de
poeta». Tal vez se puede decir, aprovechando las pocas palabras que se conocieron de la pareja, se
puede decir que ambos llevaban, salvo la extravagancia, una vida de mal poeta: vida de sueño.
No, no es verdad. No era una vida de sueño, pues éste jamás los había orientado. Sino de irrealidad.
Aunque hubiese momentos en que, de repente, por un motivo o por otro, ahondasen en la realidad. Y
entonces les parecía haber tocado un fondo desde donde nadie puede pasar.
Como, por ejemplo, cuando el marido volvía a casa más temprano que de costumbre y la esposa
todavía no había vuelto de alguna compra o visita. Para el marido se interrumpía entonces una corriente.
Se sentaba con cuidado para leer el diario, dentro de un silencio tan callado que incluso una persona
muerta a su lado lo rompería. Y él, fingiendo con severa honestidad una atención minuciosa al diario,
atentos los oídos. En ese momento es cuando el marido tocaba fondo con pies sorprendidos. No podría
permanecer mucho tiempo así, sin riesgo de ahogarse, pues tocar fondo significa también tener el agua
por encima de la cabeza. Eran así sus momentos concretos. Lo que hacía que él, lógico y sensato, se
zafara rápidamente. Se zafaba rápido, aunque curiosamente a disgusto, pues la ausencia de la esposa era
una promesa tal de peligroso placer que experimentaba lo que sería la desobediencia. Se zafaba a
disgusto, pero sin discutir, obedeciendo a lo que esperaban de él. No era un desertor que traicionara la
confianza de los otros. Además, si era ésta la realidad, no había cómo vivir en ella o de ella.
La esposa, ella sí tocaba la realidad con más frecuencia, porque tenía más tiempo libre y menos a lo
que llamar hechos, cosas como colegas de trabajo, autobús lleno, palabras administrativas. Se sentaba a
zurcir ropa, y poco a poco venía llegando la realidad. Era intolerable mientras duraba la sensación de
estar sentada zurciendo ropa. El modo sorpresivo de poner el punto sobre la i, esa manera de caber
enteramente en lo que existía y de quedar todo tan nítidamente en aquello mismo, era intolerable. Pero
cuando pasaba, era como si la esposa hubiera bebido de un futuro posible. Poco a poco el futuro de esa
mujer empezó a volverse algo que ella traía hacia el presente, una cosa meditativa y secreta.
Era sorprendente cómo los dos no estaban sensibilizados, por ejemplo, por la política, por el
cambio de gobierno, por la evolución de un modo general, aunque también hablasen a veces al respecto
como todo el mundo. En verdad eran personas tan reservadas que se habrían sorprendido, lisonjeadas, si
alguna vez les dijeran que eran reservadas. Nunca se les ocurriría que se llamaba así. Tal vez
entendiesen más si les dijeran: «Ustedes simbolizan nuestra reserva militar». De ellos dijeron algunos
conocidos, después de que todo sucedió: Eran buena gente. Y nada más habría que decir, puesto que lo
eran.
Nada más había que decir. Les faltaba el peso de una equivocación grave, que tantas veces es la que
abre por casualidad una puerta. Alguna vez habían tomado muy en serio alguna cosa. Eran obedientes.
Tampoco sólo por sumisión: como en un soneto, era obediencia por amor a la simetría. La simetría
era para ellos el arte posible.
Cómo fue que llegó cada uno a la conclusión de que, solo, sin el otro, viviría más; sería camino
largo para reconstruir, y de inútil trabajo, porque desde varios rincones muchos ya habían llegado al
mismo punto.
La esposa, bajo la fantasía continua, no sólo llegó temerariamente a esa conclusión, sino que ésta
hizo su vida más amplia y perpleja, más rica, y hasta supersticiosa. Cada cosa parecía la señal de otra
cosa, todo era simbólico, e incluso un poco espiritista dentro de lo que el catolicismo permitiría. No sólo
se dedicó temerariamente a eso, sino que —provocada exclusivamente por el hecho de ser mujer—
comenzó a pensar que otro hombre la salvaría. Lo que no llegaba a ser absurdo. Ella sabía que no lo era.
Tener razón a medias la confundía, la sumergía en meditación.
El marido, influido por el ambiente de afligida masculinidad en que vivía, y por la suya, que era
tímida pero efectiva, comenzó a pensar que muchas aventuras amorosas serían la vida.
Soñadores, empezaron a sufrir soñadores, era heroico soportar. Callados en cuanto a lo entrevisto
por cada uno, discordando en cuanto a la hora más conveniente de cenar, uno sirviendo de sacrificio al
otro, amor es sacrificio.
Llegamos así al día en que, tragada desde hace mucho por el sueño, la mujer, al dar un mordisco a
una manzana, sintió rompérsele un diente de delante. Con la manzana todavía en la mano y mirándose
demasiado de cerca en el espejo del baño —y de este modo perdiendo del todo la perspectiva—, vio una
cara pálida, de mediana edad, con un diente roto, y los propios ojos… Tocando fondo, y con el agua ya
por el cuello, con cincuenta y tantos años, sin una nota, en lugar de ir al dentista, se arrojó por la ventana
del apartamento, persona por la cual se podría sentir tanta gratitud, reserva militar y sustentáculo de
nuestra desobediencia.
En cuanto a él, una vez seco el lecho del río y sin agua que lo ahogase, caminaba sobre el fondo sin
mirar el suelo; diligente como si usara bastón. Inesperadamente seco el lecho del río, caminaba perplejo
y sin peligro sobre el fondo con la jovialidad de quien va a caer de bruces más adelante.

 


 

Os obedientes


Trata-se de uma situação simples, um fato a contar e esquecer.
Mas se alguém comete a imprudência de parar um instante a mais do que deveria, um pé
afunda dentro e fica-se comprometido. Desde esse instante em que também nós nos arriscamos,
já não se trata mais de um fato a contar, começam a faltar as palavras que não o trairiam. A essa
altura, afundados demais, o fato deixou de ser um fato para se tornar apenas a sua difusa
repercussão. Que, se for retardada demais, vem um dia explodir como nesta tarde de domingo,
quando há semanas não chove e quando, como hoje, a beleza ressecada persiste embora em
beleza. Diante da qual assumo uma gravidade como diante de um túmulo. A essa altura, por
onde anda o fato inicial? ele se tornou esta tarde. Sem saber como lidar com ela, hesito em ser
agressiva ou recolher-me um pouco ferida. O fato inicial está suspenso na poeira ensolarada deste
domingo – até que me chamam ao telefone e num salto vou lamber grata a mão de quem me ama
e me liberta.
Cronologicamente a situação era a seguinte: um homem e uma mulher estavam casados.
Já em constatar este fato, meu pé afundou dentro.
Fui obrigada a pensar em alguma coisa. Mesmo que eu nada mais dissesse, e encerrasse a
história com esta constatação, já me teria comprometido com os meus mais desconhecíveis
pensamentos. Já seria como se eu tivesse visto, risco negro sobre fundo branco, um homem e
uma mulher. E nesse fundo branco meus olhos se fixariam já tendo bastante o que ver, pois toda
palavra tem a sua sombra.
Esse homem e essa mulher começaram – sem nenhum objetivo de ir longe demais, e não se
sabe levados por que necessidade que pessoas têm – começaram a tentar viver mais intensamente.
A procura do destino que nos precede? e ao qual o instinto quer nos levar? instinto?!
A tentativa de viver mais intensamente levou-os, por sua vez, numa espécie de constante
verificação de receita e despesa, a tentar pesar o que era e o que não era importante. Isso eles o
faziam a modo deles: com falta de jeito e de experiência, com modéstia. Eles tateavam. Num
vício por ambos descoberto tarde demais na vida, cada qual pelo seu lado tentava continuamente
distinguir o que era do que não era essencial, isto é, eles nunca usariam a palavra essencial, que
não pertencia a seu ambiente. Mas de nada adiantava o vago esforço quase constrangido que
faziam: a trama lhes escapava diariamente. Só, por exemplo, olhando para o dia passado é que
tinham a impressão de ter – de algum modo e por assim dizer à revelia deles, e por isso sem
mérito – a impressão de ter vivido. Mas então era de noite, eles calçavam os chinelos e era de
noite.
Isso tudo não chegava a formar uma situação para o casal. Quer dizer, algo que cada um
pudesse contar mesmo a si próprio na hora em que cada um se virava na cama para um lado e,
por um segundo antes de dormir, ficava de olhos abertos. E pessoas precisam tanto poder contar
a história delas mesmas. Eles não tinham o que contar. Com um suspiro de conforto, fechavam
os olhos e dormiam agitados. E quando faziam o balanço de suas vidas, nem ao menos podiam
nele incluir essa tentativa de viver mais intensamente, e descontá-la, como em imposto de renda.
Balanço que pouco a pouco começavam a fazer com maior freqü.ncia, mesmo sem o
equipamento técnico de uma terminologia adequada a pensamentos. Se se tratava de uma
situação, não chegava a ser uma situação de que viver ostensivamente.
Mas não era apenas assim que sucedia. Na verdade também estavam calmos porque «não
conduzir», «não inventar», «não errar» lhes era, muito mais que um hábito, um ponto de honra
assumido tacitamente. Eles nunca se lembrariam de desobedecer.
Tinham a compenetração briosa que lhes viera da consciência nobre de serem duas pessoas
entre milhões iguais. «Ser um igual» fora o papel que lhes coubera, e a tarefa a eles entregue. Os
dois, condecorados, graves, correspondiam grata e civicamente à confiança que os iguais haviam
depositado neles. Pertenciam a uma casta. O papel que cumpriam, com certa emoção e com
dignidade, era o de pessoas anônimas, o de filhos de Deus, como num clube de pessoas.
Talvez apenas devido à passagem insistente do tempo tudo isso começara, porém, a se
tornar diário, diário, diário. Às vezes arfante. (Tanto o homem como a mulher já tinham iniciado
a idade crítica.) Eles abriam as janelas e diziam que fazia muito calor. Sem que vivessem
propriamente no tédio, era como se nunca lhes mandassem notícias. O tédio, aliás, fazia parte de
uma vida de sentimentos honestos.
Mas, enfim, como isso tudo não lhes era compreensível, e achava-se muitos e muitos pontos
acima deles, e se fosse expresso em palavras eles não o reconheceriam – tudo isso, reunido e
considerado já como passado, assemelhava-se à vida irremediável. A qual eles se submetiam com
um silêncio de multidão e com o ar um pouco magoado que têm os homens de boa-vontade.
Assemelhava-se à vida irremediável para a qual Deus nos quis.
Vida irremediável, mas não concreta. Na verdade era uma vida de sonho. Às vezes, quando
falavam de alguém excêntrico, diziam com a benevolência que uma classe tem por outra: «Ah,
esse leva uma vida de poeta». Pode-se talvez dizer, aproveitando as poucas palavras que se
conheceram do casal, pode-se dizer que ambos levavam, menos a extravagância, uma vida de
mau poeta: vida de sonho.
Não, não é verdade. Não era uma vida de sonho, pois este jamais os orientara. Mas de
irrealidade. Embora houvesse momentos em que de repente, por um motivo ou por outro, eles
afundassem na realidade. E então lhes parecia ter tocado num fundo de onde ninguém pode
passar.
Como, por exemplo, quando o marido voltava para casa mais cedo do que de hábito e a
esposa ainda não havia regressado de alguma compra ou visita. Para o marido interrompia-se
então uma corrente. Ele se sentava cuidadoso para ler o jornal, dentro de um silêncio tão calado
que mesmo uma pessoa morta ao lado quebraria. Ele fingindo com severa honestidade uma
atenção minuciosa ao jornal, os ouvidos atentos. Nesse momento é que o marido tocava no fundo
com pés surpreendidos. Não poderia permanecer muito tempo assim, sem risco de afogar-se,
pois tocar no fundo também significa ter a água acima da cabeça. Eram assim os seus momentos
concretos. O que fazia com que ele, lógico e sensato, se safasse depressa. Safava-se depressa,
embora curiosamente a contragosto, pois a ausência da esposa era uma tal promessa de prazer
perigoso que ele experimentava o que seria a desobediência. Safava-se a contragosto mas sem
discutir, obedecendo ao que dele esperavam. Não era um desertor que traísse a confiança dos
outros. Além do mais, se esta é que era a realidade, não havia como viver nela ou dela.
A esposa, esta tocava na realidade com mais freqü.ncia, pois tinha mais lazer e menos ao
que chamar de fatos, assim como colegas de trabalho, ônibus cheio, palavras administrativas.
Sentava-se para emendar roupa, e pouco a pouco vinha vindo a realidade. Era intolerável
enquanto durava a sensação de estar sentada a emendar roupa. O modo súbito do ponto cair no i,
essa maneira de caber inteiramente no que existia e de tudo ficar tão nitidamente aquilo mesmo –
era intolerável. Mas, quando passava, era como se a esposa tivesse bebido de um futuro possível.
Aos poucos o futuro dessa mulher passou a se tornar algo que ela trazia para o presente, alguma
coisa meditativa e secreta.
Era surpreendente de como os dois não eram tocados, por exemplo, pela política, pela
mudança de governo, pela evolução de um modo geral, embora também falassem às vezes a
respeito, como todo o mundo. Na verdade eram pessoas tão reservadas que se surpreenderiam,
lisonjeadas, se alguma vez lhes dissessem que eram reservadas. Nunca lhes ocorreria que se
chamava assim. Talvez entendessem mais se lhes dissessem: «vocês simbolizam a nossa reserva
militar». Deles alguns conhecidos disseram, depois que tudo sucedeu: eram boa gente. E nada
mais havia a dizer, pois que o eram.
Nada mais havia a dizer. Faltava-lhes o peso de um erro grave, que tantas vezes é o que abre
por acaso uma porta. Alguma vez eles tinham levado muito a sério alguma coisa. Eles eram
obedientes.
Também não apenas por submissão: como num soneto, era obediência por amor à simetria.
A simetria lhes era a arte possível.
Como foi que cada um deles chegou à conclusão de que, sozinho, sem o outro, viveria mais
– seria caminho longo para se reconstruir, e de inútil trabalho, pois de vários cantos muitos já
chegaram ao mesmo ponto.
A esposa, sob a fantasia contínua, não só chegou temerariamente a essa conclusão como esta
transformou sua vida em mais alargada e perplexa, em mais rica, e até supersticiosa. Cada coisa
parecia o sinal de outra coisa, tudo era simbólico, e mesmo um pouco espírita dentro do que o
catolicismo permitiria. Não só ela passou temerariamente a isso como – provocada
exclusivamente pelo fato de ser mulher – passou a pensar que um outro homem a salvaria. O que
não chegava a ser um absurdo. Ela sabia que não era. Ter meia razão a confundia, mergulhava-a
em meditação.
O marido, influenciado pelo ambiente de masculinidade aflita em que vivia, e pela sua
própria, que era tímida mas efetiva, começou a pensar que muitas aventuras amorosas seriam a
vida.
Sonhadores, eles passaram a sofrer sonhadores, era heróico suportar. Calados quanto ao
entrevisto por cada um, discordando quanto à hora mais conveniente de jantar, um servindo de
sacrifício para o outro, amor é sacrifício.
Assim chegamos ao dia em que, há muito tragada pelo sonho, a mulher, tendo dado uma
mordida numa maçã, sentiu quebrar-se um dente da frente. Com a maçã ainda na mão e
olhando-se perto demais no espelho do banheiro – e deste modo perdendo de todo a perspectiva
– viu uma cara pálida, de meia-idade, com um dente quebrado, e os próprios olhos… tocando o
fundo, e com a água já pelo pescoço, com cinqüenta e tantos anos, sem um bilhete, em vez de ir
ao dentista, jogou-se pela janela do apartamento, pessoa pela qual tanta gratidão se poderia
sentir, reserva militar e sustentáculo de nossa desobediência.
Quanto a ele, uma vez seco o leito do rio e sem nenhuma água que o afogasse, ele andava
sobre o fundo sem olhar para o chão, expedito como se usasse bengala. Seco inesperadamente o
leito do rio, andava perplexo e sem perigo sobre o fundo com uma lepidez de quem vai cair de
bruços mais adiante.

 

 

 

 

Clarice Lispector

Los obedientes

En Cuentos reunidos

Traductor: Peri Rossi, Cristina

Editorial Siruela 2008

Felicidade clandestina: contos

Rio de Janeiro: Rocco, 1998

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 lispector


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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