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rosario castellanos

 

poesía no eres tú

obra poética 1984-1971

 

 

Letras Mexicanas

Fondo de Cultura Económica

 

 

 

 

 

autorretrato

 

 

 

Yo soy una señora: tratamiento

arduo de conseguir, en mi caso, y más útil

para alternar con los demás que un título

extendido a mi nombre en cualquier academia.

 

Así pues, luzco mi trofeo y repito:

yo soy una señora. Gorda o flaca

según las posiciones de los astros,

los ciclos glandulares

y otros fenómenos que no comprendo.

 

Rubia, si elijo una peluca rubia.

O morena, según la alternativa.

(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

 

Soy más o menos fea. Eso depende mucho

de la mano que aplica el maquillaje.

 

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo

—aunque no tanto como dice Weininger

que cambia la apariencia del genio—. Soy

mediocre.

Lo cual, por una parte, me exime de enemigos

y, por la otra, me da la devoción

de algún admirador y la amistad

de esos hombres que hablan por teléfono

y envían largas cartas de felicitación.

Que beben lentamente whisky sobre las rocas

y charlan de política y de literatura.

 

Amigas… hmmm… a veces, raras veces

y en muy pequeñas dosis.

 

En general, rehuyo los espejos.

Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal

y que hago el ridículo

cuando pretendo coquetear con alguien.

 

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño

que un día se erigirá en juez inapelable

y que acaso, además, ejerza de verdugo.

Mientras tanto lo amo.

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Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.

Hablo desde una cátedra.

Colaboro en revistas de mi especialidad

y un día a la semana publico en un periódico.

 

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi

nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca

atravieso la calle que me separa de él

y paseo y respiro y acaricio

la corteza rugosa de los árboles.

 

Sé que es obligatorio escuchar música

pero la eludo con frecuencia. Sé

que es bueno ver pintura

pero no voy jamás a las exposiciones

ni al estreno teatral ni al cine-club.

 

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo

y, si apago la luz, pensando un rato

en musarañas y otros menesteres.

 

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no

diferenciarme más de mis congéneres,

que por causas concretas.

 

Sería feliz si yo supiera cómo.

Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,

los parlamentos, las decoraciones.

 

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto

es en mí un mecanismo descompuesto

y no lloro en la cámara mortuoria

ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

 

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo

el último recibo del impuesto predial.

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