Rosie está hermosa con sus botas de corsario y las orejas pequeñas.
Cruza el espacio como una flor altiva, como una extranjera cruel: vulnerable, despeinada, viviendo
con ánimo incandescente y deseos profanos: es una soberana consciente de su poder que, como Isabel II,
desea parecerse a sí misma, y se mira a los ojos y se toma en serio.
Rosie respeta el reglamento pero es rompedora. Marcha cómoda de agujas, brava y metálica, suave y frontal.
Toda su sangre es azul, sin aceites industriales, y lleva en la mirada el sello de campeona, dispuesta a que
le susurren cosas hermosas.
Quizá por su brío o por su poderosa estampa, inspira confianza; bien adiestrada en el trote corto y en la cortesía
equina, no necesita que el aire sea fresco y la hierba esté seca para arrancarse por fuera.
Para ella, el mejor camino es siempre a través y sin cogerse de la mano.
¿Cabe decir que Rosie tiene magia, como magia? Rotundamente, no: es pura realidad y plena eficacia.
Rosie: solamente la vida, así: bravísima.
Como sucede con frecuencia con las mujeres hermosas, no sabemos si nos mira ella o más bien su belleza;
el perfume y el vapor y el humo que la rodean son del trasmundo, del submundo, del ultramundo. Su luz es
tierna y cruel, cruda y caliente.
Siempre hace y no hace lo que se espera de ella: ni más ni menos.
A veces parece fatigada, o tal vez lo esté: sin plumas o como desangrándose despacio, pero enseguida se
repone y el negro intenso de su piel vuelve a refulgir.
Ay, Rosie, lo que siento por ti es tan difícil: te amo, creo que te amo porque tu corazón es barato.
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