saki

[hector hugh munro]

 

 

cuentos de humor y de horror

 

 

 

EL RATÓN

 

 

 

[ezcol_1quarter][/ezcol_1quarter] [ezcol_1half]Desde la infancia hasta ya entrada la edad madura, Theodoric Voler había sido criado por una madre solícita cuya principal preocupación era mantenerlo a resguardo de lo que llamaba las crudas realidades de la vida. Al morir dejó a Theodoric en un mundo que era tan real como de costumbre y mucho más crudo de lo que él consideraba necesario.

Para un hombre de su temperamento y crianza, aun un viaje por tren estaba colmado de pequeñas molestias y disonancias menores. Y al acomodarse una mañana de setiembre en un compartimiento de segunda clase, fue consciente de sentimientos desapacibles y una general crispación mental. Había estado alojándose en una vicaría de campaña cuyos residentes no se habían mostrado por cierto ni brutales ni orgiásticos, pero la supervisión doméstica había adolecido de esa flojera que invita al desastre.

El carruaje que debía llevarlo a la estación no fue adecuadamente preparado, y cuando se acercó el momento de la partida, el criado que debía haberlo traído no se encontraba por ninguna parte. En esta emergencia, Theodoric, con mudo pero muy intenso disgusto, se vio obligado a colaborar con la hija del vicario en la tarea de uncir al pony, para lo cual fue necesario andar a tientas por un mal iluminado galpón que era llamado establo y que olía como tal, salvo por trechos en los que olía a ratón.

Sin llegar a temer a los ratones, Theodoric los clasificaba entre los crudos incidentes de la vida, y consideraba que la Providencia, con un pequeño esfuerzo de coraje moral, podría haber reconocido desde mucho atrás que no eran indispensables y retirarlos de circulación.

Al partir el tren de la estación, la nerviosa imaginación de Theodoric lo acusó de exhalar un ligero olor a establo y posiblemente de exhibir una o dos briznas de paja en su traje, habitualmente tan bien cepillado. Afortunadamente la única otra ocupante del compartimiento, una señora de la misma edad suya aproximadamente, parecía más inclinada al sueño que al escudriñamiento; el tren no debía detenerse hasta llegar a la estación terminal, para lo que tardaría alrededor de una hora, y el compartimiento era uno de esos antiguos, sin comunicación con corredor alguno, por lo que era probable que ningún otro compañero de viaje irrumpiera en la semi intimidad de Theodoric.

Y, sin embargo, apenas había alcanzado el tren su velocidad normal, cuando advirtió a su pesar, pero sin lugar a dudas, que no se encontraba a solas con la dormida señora, ni siquiera se encontraba a solas dentro de sus propias ropas. Un movimiento cálido y estremecedor junto a su carne, delataba la inoportuna y odiada presencia, invisible pero rotunda, de un ratón que evidentemente había llegado a su presente refugio durante el episodio del pony y sus arneses.

Golpecitos y sacudidas furtivas y aun furiosos pellizcos resultaron ineficaces para desalojar al intruso, cuyo lema, en verdad, parecía ser Excelsior. Y el ocupante legal de las ropas se recostó contra los cojines de su asiento y trató de concebir rápidamente un medio para acabar con la compartida posesión. Era impensable que durante el curso de toda una hora tuviera que permanecer en la horrible posición de un albergue para ratones errantes (su imaginación había ya doblado por lo menos el número de los invasores). Por otra parte, nada menos drástico que una parcial desnudez lo libraría del torturador, y desvestirse en presencia de una dama, aun con propósito tan laudable, era algo que de sólo pensarlo le hacía arder las orejas de vergüenza.

En presencia del bello sexo no había logrado nunca decidirse siquiera a la prudente exposición de unas medias caladas. Y sin embargo… La dama en este caso, según todas las apariencias, se encontraba profundamente dormida. El ratón, por otra parte, parecía estar tratando de cumplir con todo un Wanderjahr en unos pocos esforzados minutos. Si alguna verdad hay en la teoría de la transmigración de las almas, este ratón, sin duda, debió haber sido en una vida previa miembro del Club Alpino.

Algunas veces la ansiedad le hacía perder pie y resbalaba unos centímetros; y luego, asustado o más probablemente indignado, le daba un mordisco. Theodoric se empeñó en la empresa más audaz de toda su vida. Carmesí hasta alcanzar el tinte de una remolacha y sin cesar de lanzar agónicas miradas a su compañera de viaje, aseguró con rapidez y sin ruido los extremos de su manta de viaje a ambos lados del compartimiento, de modo que quedó éste dividido por una cortina transversal.

En el estrecho cuarto de vestir que así había improvisado, procedió con violenta prisa a despojarse parcialmente, y al ratón totalmente, de las circundantes envolturas de tiveed y semilana. Cuando el ratón, liberado, saltó al piso frenéticamente, la manta, que se había soltado de ambos extremos, también se vino abajo con un quedo sonido capaz de coagular la sangre en las venas, y casi simultáneamente la señora despertó y abrió los ojos.

Con un movimiento casi más veloz que el del ratón, Theodoric se apoderó de la manta y rodeó su desmantelado cuerpo hasta el mentón con sus amplios pliegues, y se desmoronó luego en el rincón más alejado del compartimiento. La sangre le corría y le latía por las venas del cuello y la frente, mientras esperaba atontado oír la campana de alarma. La señora, sin embargo, se contentó con mirar en silencio a su tan extrañamente trajeado compañero. ¿Cuánto habría visto, se preguntaba Theodoric, y, en todo caso, qué pensaría de su presente condición? 

 

—Creo que he pillado un resfriado —aventuró.

—Realmente lo siento —replicó ella—. Le estaba por pedir que me abriera la ventanilla.

—Me figuro que es malaria —añadió con un ligero castañeteo de dientes, provocado tanto por el miedo que sentía como por el deseo de prestar apoyo a su teoría.

—Tengo algo de brandy en el bolso, si tiene usted la bondad de alcanzármelo —dijo su compañera.

—Ni por todo el oro… quiero decir, nunca tomo nada para prevenirla —le aseguró con seriedad.

—Supongo que la pescó en los Trópicos.

Theodoric, cuya relación con los Trópicos se limitaba a una caja de té que un tío suyo residente en Ceilán le obsequiaba anualmente, sintió que también la malaria lo abandonaba. ¿Sería posible, se preguntó, ir revelando poco a poco la verdadera situación?

—¿Les teme usted a los ratones? —aventuró enrojeciendo más aún, si fuera posible.

—No, a no ser que se presenten en cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué lo pregunta?

—Sólo hace un instante tenía uno que me andaba por dentro de la ropa —dijo Theodoric con una voz que apenas parecía la suya—. Fue una situación sumamente incómoda.

—Debió haberlo sido, si usa usted ropas ajustadas, aunque los ratones tienen ideas muy extrañas sobre la comodidad —observó ella.

—Me la tuve que quitar mientras usted dormía —continuó él; luego, tragando saliva, agregó:

—Al tratar de deshacerme de él llegué a… a esto.

—Despojarse de un pequeño ratón con seguridad no provoca resfriados —exclamó ella con una ligereza que Theodoric juzgó abominable.

Evidentemente había detectado su desdicha y estaba gozando de su confusión. Toda la sangre de su cuerpo pareció concentrarse para manifestar su rubor, y una agónica humillación, peor que mil ratones, le recorría el alma de arriba abajo. Con cada minuto que pasaba, el tren iba acercándose cada vez más a la atestada y agitada estación terminal donde docenas de ojos inquisidores reemplazarían al paralizante par que lo contemplaba desde el rincón más alejado del compartimiento. Había una minúscula y desesperada oportunidad que los pocos minutos siguientes debían decidir. Su compañera de viaje podría sumirse en un bendito sueño.

Pero los minutos pasaban y junto con ellos la oportunidad. La mirada furtiva que Theodoric echaba de vez en cuando a su compañera de viaje, sólo descubría una alerta vigilia.

—Creo que debemos estar cerca ya —observó ella al cabo de un momento.

Theodoric ya había notado con creciente terror los grupos recurrentes de pequeñas y feas viviendas que anunciaban el fin del viaje. Las palabras actuaron como señal. Como una bestia acosada que abandona su refugio y como loca se lanza en busca de una nueva y momentánea protección, arrojó a un lado la manta y luchó frenéticamente con sus desordenadas ropas.

Era consciente de las tristes estaciones suburbanas que desfilaban delante de la ventanilla, de una abrumadora sensación de martilleo en la garganta y el corazón y de un silencio glacial proveniente de ese rincón del compartimiento que no osaba mirar. Luego, al volver a sentarse, vestido y casi delirante, el tren fue disminuyendo la velocidad de su marcha hasta el alto final. Y la mujer habló:

—¿Tendría la amabilidad de llamar a un changador para que me acompañe a un coche? Es una vergüenza molestarlo sintiéndose usted mal, pero cuando una es ciega se encuentra tan desamparada en una estación de ferrocarril…[/ezcol_1half][ezcol_1quarter_end][/ezcol_1quarter_end]

 

 

 

 

 

THE MOUSE

 

[ezcol_1quarter][/ezcol_1quarter][ezcol_1half]Theodoric Voler had been brought up, from infancy to the confines of middle age, by a fond mother whose chief solicitude had been to keep him screened from what she called the coarser realities of life. When she died she left Theodoric alone in a world that was as real as ever, and a good deal coarser than he considered it had any need to be.

To a man of his temperament and upbringing even a simple railway journey was crammed with petty annoyances and minor discords, and as he settled himself down in a second class compartment one September morning he was conscious of ruffled feelings and general mental discomposure. He had been staying at a country vicarage, the inmates of which had been certainly neither brutal nor bacchanalian, but their supervision of the domestic establishment had been of that lax order which invites disaster.

The pony carriage that was to take him to the station had never been properly ordered, and when the moment for his departure drew near the handy-man who should have produced the required article was nowhere to be found. In this emergency Theodoric, to his mute but very intense disgust, found himself obliged to collaborate with the vicar’s daughter in the task of harnessing the pony, which necessitated groping about in an ill-lighted outhouse called a stable, and smelling very like one–except in patches where it smelt of mice.

Without being actually afraid of mice, Theodoric classed them among the coarser incidents of life, and considered that Providence, with a little exercise of moral courage, might long ago have recognised that they were not indispensable, and have withdrawn them from circulation.

As the train glided out of the station Theodoric’s nervous imagination accused himself of exhaling a weak odour of stable-yard, and possibly of displaying a mouldy straw or two on his usually well-brushed garments. Fortunately the only other occupant of the compartment, a lady of about the same age as himself, seemed inclined for slumber rather than scrutiny; the train was not due to stop till the terminus was reached, in about an

hour’s time, and the carriage was of the old-fashioned sort, that held no communication with a corridor, therefore no further travelling companions were likely to intrude on Theodoric’s semi- privacy.

And yet the train had scarcely attained its normal speed before he became reluctantly but vividly aware that he was not alone with the slumbering lady; he was not even alone in his own clothes. A warm, creeping movement over his flesh betrayed the unwelcome and highly resented presence, unseen but poignant, of a strayed mouse, that had evidently dashed into its present retreat during the episode of the pony harnessing.

Furtive stamps and shakes and wildly directed pinches failed to dislodge the intruder, whose motto, indeed, seemed to be Excelsior; and the lawful occupant of the clothes lay back against the cushions and endeavoured rapidly to evolve some means for putting an end to the dual ownership. It was unthinkable that he should continue for the space of a whole hour in the horrible position of a Rowton House for vagrant mice (already his imagination had at least doubled the numbers of the alien invasion). On the other hand, nothing less drastic than partial disrobing would ease him of his tormentor, and to undress in the presence of a lady, even for so laudable a purpose, was an idea that made his eartips tingle in a blush of abject shame.

He had never been able to bring himself even to the mild exposure of open-work socks in the presence of the fair sex. And yet–the lady in this case was to all appearances soundly and securely asleep; the mouse, on the other hand, seemed to be trying to crowd a Wanderjahr into a few strenuous minutes. If there is any truth in the theory of transmigration, this particular mouse must certainly have been in a former state a member of the Alpine Club.

Sometimes in its eagerness it lost its footing and slipped for half an inch or so; and then, in fright, or more probably temper, it bit. Theodoric was goaded into the most audacious undertaking of his life. Crimsoning to the hue of a beetroot and keeping an agonised watch on his slumbering fellow-traveller, he swiftly and noiselessly secured the ends of his railway-rug to the racks on either side of the carriage, so that a substantial curtain hung athwart the compartment.

In the narrow dressing-room that he had thus improvised he proceeded with violent haste to extricate himself partially and the mouse entirely from the surrounding casings of tweed and halfwool. As the unravelled mouse gave a wild leap to the floor, the rug, slipping its fastening at either end, also came down with a heart-curdling flop, and almost simultaneously the awakened sleeper opened her eyes.

With a movement almost quicker than the mouse’s, Theodoric pounced on the rug, and hauled its ample folds chin-high over his dismantled person as he collapsed into the further corner of the carriage. The blood raced and beat in the veins of his neck and forehead, while he waited dumbly for the communication-cord to be pulled. The lady, however, contented herself with a silent stare at her strangely muffled companion. How much had she seen, Theodoric queried to himself, and in any case what on earth must she think of his present posture?

”I think I have caught a chill,” he ventured desperately.

”Really, I’m sorry,” she replied. ”I was just going to ask you if you would open this window.”

”I fancy it’s malaria,” he added, his teeth chattering slightly, as much from fright as from a desire to support his theory.

”I’ve got some brandy in my hold-all, if you’ll kindly reach it down for me,” said his companion.

”Not for worlds–I mean, I never take anything for it,” he assured her earnestly.

”I suppose you caught it in the Tropics?”

Theodoric, whose acquaintance with the Tropics was limited to an annual present of a chest of tea from an uncle in Ceylon, felt that even the malaria was slipping from him. Would it be possible, he wondered, to disclose the real state of affairs to her in small instalments?

”Are you afraid of mice?” he ventured, growing, if possible, more scarlet in the face.

”Not unless they came in quantities, like those that ate up Bishop Hatto. Why do you ask?”

”I had one crawling inside my clothes just now,” said Theodoric in a voice that hardly seemed his own. ”It was a most awkward situation.”

”It must have been, if you wear your clothes at all tight,” she observed; ”but mice have strange ideas of comfort.”

”I had to get rid of it while you were asleep,” he continued; then, with a gulp, he added, ”it was getting rid of it that brought me to- to this.”

”Surely leaving off one small mouse wouldn’t bring on a chill,” she exclaimed, with a levity that Theodoric accounted abominable.

Evidently she had detected something of his predicament, and was enjoying his confusion. All the blood in his body seemed to have mobilised in one concentrated blush, and an agony of abasement, worse than a myriad mice, crept up and down over his soul. And the, as reflection began to assert itself, sheer terror took the place of humiliation. With every minute that passed the train was rushing nearer to the crowded and bustling terminus where dozens of prying eyes would be exchanged for the one paralysing pair that watched him from the further corner of the carriage.

There was one slender despairing chance, which the next few minutes must decide. His fellow-traveller might relapse into a blessed slumber. But as the minutes throbbed by that chance ebbed away. The furtive glance which Theodoric stole at her from time to time disclosed only an unwinking wakefulness.

”I think we must be getting near now,” she presently observed.

Theodoric had already noted with growing terror the recurring stacks of small, ugly dwellings that heralded the journey’s end. The words acted as a signal. Like a hunted beast breaking cover and dashing madly towards some other haven of momentary safety he threw aside his rug, and struggled frantically into his dishevelled garments.

He was conscious of dull surburban stations racing past the window, of a choking, hammering sensation in his throat and heart, and of an icy silence in that corner towards which he dared not look. Then as he sank back in his seat, clothed and almost delirious, the train slowed down to a final crawl, and the woman spoke.

”Would you be so kind,” she asked, ”as to get me a porter to put me into a cab? It’s a shame to trouble you when you’re feeling unwell, but being blind makes one so helpless at a railway station.[/ezcol_1half] [ezcol_1quarter_end][/ezcol_1quarter_end]

 

 

 

 

from REGINALD IN RUSSIA AND OTHER SKETCHES

SAKI

Hector Hugh Munro

The best of Saki

Saki, 1910

Traducción: Rubén Massera

 

 

 

 

 

 

 

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