samuel beckett

 

mercier y camier

 

 

traducción de félix de azúa

 

editorial lumen
palabra en el tiempo
título original: mercier et camier

edición original 1970

 

 

páginas 12-23

 

 

 

 

-Volvamos, dijo Camier.

-¿Por qué?, dijo Mercier.

-Esto no va a parar en todo el día, dijo Camier.

-Es una llovizna, más o menos prolongada, dijo Mercier.

-No puedo seguir de pie, sin hacer nada, dijo Camier.

-Sentémonos, dijo Mercier.

-Es peor, dijo Camier.

-Entonces, andemos arriba y abajo, dijo Mercier.

-Démonos el brazo y demos un paseo. El espacio es reducido,

pero podría haber sido más reducido todavía. Pon ahí nuestro

paraguas, ayúdame a deshacerme de nuestra mochila, así,

gracias, y en marcha.

Camier se dejó llevar.

-Uno, dos, uno, dos, dijo Mercier.

-Uno, dos, dijo Camier.

A ratos el cielo se aclaraba, y la lluvia caía con menos fuerza.

Entonces se paraban delante de la puerta. Pero enseguida

el cielo se oscurecía de nuevo y la lluvia redoblaba su violencia.

-No mires, dijo Mercier.

-Me basta con oír, dijo Camier.

-También es verdad, dijo Mercier.

-Paciencia y coraje, dijo Camier.

-¿Te molestan los perros?, dijo Mercier.

-¿Por qué no se separan?, dijo Camier.

-No pueden, dijo Mercier.

-¿Por qué?, dijo Camier.

-Un dispositivo, dijo Mercier, sin duda para asegurar la inseminación.

-Empiezan encabalgados, dijo Camier, y terminan de culo.

-Y ¿qué quieres?, dijo Mercier. El éxtasis ha terminado, querrían

separarse, ir a mear contra una esquina o comer un trozo de mierda,

pero no pueden. Entonces se dan la espalda. Tú harías lo mismo,

en su lugar.

-La delicadeza me lo impediría, dijo Camier.

-Y ¿qué harías?, dijo Mercier.

-Fingiría, dijo Camier, que sentía mucho no poder volver a repetirlo

enseguida, hasta tal punto había sido estupendo.

Tras un momento de silencio Camier dijo :

-¿Y si nos sentaríamos? Eso me ha dejado lelo.

-Quieres decir si nos sentáramos, dijo Mercier.

-Quiero decir si nos sentaríamos, dijo Camier.

-Sentaríamonos, dijo Mercier.

Por todas partes ya la gente salía de su trabajo.

El aire se llenaba de gritos de gozo y de disgusto,

así como de los tonos que surgen de aquellos para quienes la vida

ya ha agotado sus sorpresas, tanto del lado negativo como del positivo.

También las cosas se ponían a vibrar pesadamente, y en especial

los vehículos pesados, tales como los camiones, carretas y transportes

colectivos. Ya podía la lluvia caer rabiosamente, que todo recomenzaba

con tanto ardor aparentemente como si el cielo hubiese sido de azur.

-Me hiciste esperar, dijo Mercier.

-Al contrario, dijo Camier, eres tú quien me hizo esperar.

-Llegué a las nueve y cinco, dijo Mercier.

-Yo, a las nueve y cuarto, dijo Camier.

-Comprobarás que me hiciste esperar, dijo Mercier.

-No se espera ni se deja de esperar, dijo Camier,

más que a partir de un momento convenido de antemano.

-Y la cita, ¿a qué hora era la cita, según tú?, dijo Mercier.

-Al cuarto de las nueve, dijo Camier.

-No entiendo, dijo Mercier.

-¿Qué es lo que no entiendes?, dijo Camier.

-Lo que quiere decir el cuarto de las nueve, dijo Mercier.

-Quiere decir nueve horas quince minutos, dijo Camier.

-Entonces te equivocas profundamente, dijo Mercier.

-¿Osea?,dijo Camier.

-¿Acabarás alguna vez de asombrarme? dijo Mercier.

-Explícate, dijo Camier.

-Cierro los ojos y vuelvo a ver la escena, dijo Mercier,

tu mano en la mía, las lágrimas que pugnan en mis ojos

y mi voz insegura que dice, Así sea, hasta mañana a las nueve.

Pasa una mujer ebria, cantando una canción obscena

y subiéndose la falda.

-Te conturbó el espíritu, dijo Camier.

Sacó una libretita de su bolsillo, la hojeó y leyó: Lunes dos,

San Macario, Mercier, cuarto de nueve, Plazuela de Saint-Ruth.

Buscar paraguas casa de Héléne.

-Y ¿qué prueba eso?, dijo Mercier.

-Mi buena fe, dijo Camier.

-Eso es cierto, dijo Mercier.

-Nunca sabremos, dijo Camier, a qué hora nos citamos hoy.

-Dejemos, por lo tanto, de pensar.

-Una sola cosa es cierta en toda esta historia, dijo Mercier,

que nos encontramos a las diez menos diez,

al mismo tiempo que las agujas.

-Seamos agradecidos, dijo Camier.

-No llovía todavía, dijo Mercier.

-El impulso matinal estaba intacto, dijo Camier.

-No perdamos nuestra libretita, dijo Mercier.

Entonces surgió la primera de una larga serie de figuras maléficas.

Su uniforme, verde, de un verde aguado y copiosamente ornamentado,

en el lugar reglamentario, con heroicas insignias y cintas, le caía bien,

muy bien. Siguiendo el ejemplo del gran Sarsfield, había estado a punto

de reventar en la defensa de un territorio que por sí mismo debía ciertamente

dejarle indiferente y que considerado como símbolo no le excitaba demasiado

tampoco. Llevaba un bastón a la vez elegante y macizo, incluso se apoyaba

sobre él a veces. Estaba muy mal de la cadera, el dolor a veces zigzagueaba

por las nalgas y entraba por el agujero, desde donde enviaba señales de

desesperación por todo el sistema intestinal y hasta la válvula pilórica,

con prolongaciones uretro-escrotales, naturalmente, y deseo casi incesante

de orinar. Inválido en un quince por ciento, lo que le hacía ser poco considerado

por la gran mayoría de aquellos, y aquellas, con quienes se ponía en contacto

casi cotidiano por su trabajo y sus vestigios de bonhomía, a veces tenía

la convicción de que habría hecho mejor, durante el gran conflicto, en

consagrarse a las trifulcas domésticas, a la lengua gaélica, a la reafirmación

de su fe y a los tesoros de un folklore único en el mundo. El peligro corporal

hubiese sido menor y los beneficios más seguros. Pero este pensamiento,

tras haberlo gustado en toda su amargura, tenía por costumbre desecharlo,

como indigno de él. Su bigote, que se pretendía enhiesto, y que lo había sido,

ya no lo era. De cuando en cuando, por debajo, cuando se le ocurría,

despedía un chorro de aliento fétido, mezclado con saliva. Eso lo ponía enhiesto

nuevamente por un rato. Inmóvil al pie de los escalones de la pagoda,

su capa entreabierta, chorreando de lluvia, su mirada iba y venía, de Mercier

y Camier a los perros, de los perros a Mercier y Camier.

-¿De quién es esta bicicleta?, dijo.

 Mercier y Camier se miraron.

-No la necesitábamos, dijo Camier.

-Llévesela, dijo el guarda.

-Esto puede constituir un discreto entretenimiento, dijo Mercier.

-¿De quién son los perros ?, dijo el guarda.

-Me parece, dijo Camier, que vamos a ser obligados a alejarnos.

-¿Se tratará del latigazo que precisábamos para ponernos en marcha?, dijo Mercier.

-¿Me obligarán a llamar a un policía?, dijo el guarda.

-Se diría que huele mal, dijo Camier, disimuladamente.

-¿Preferirían que llamara a un cerrajero, dijo el guarda,

para que rompa el candado?

-¿O que me la lleve yo mismo a patadas en los radios?

-¿Comprendes algo de tales propósitos incoherentes?, dijo Camier.

-Mi vista ya no es la misma, dijo Mercier. Parece ser, creo yo, una bicicleta.

-¿Y?, dijo Camier.

-Su presencia en este lugar, dijo Mercier, sería contraria a las leyes.

-Entonces que se la lleve, dijo Camier.

-No puede, dijo Mercier. Una especie de sistema de seguridad cualquiera,

cual un candado, o un cable, la sujeta, a un árbol sin duda, o a una estatua.

Tal es cuando menos mi interpretación.

-Es aceptable, dijo Mercier.

-Desgraciadamente, no es sólo la bicicleta, si he comprendido bien, dijo Mercier.

Están también los perros.

-¿Qué mal están haciendo?, dijo Camier.

-Contravienen el arresto, dijo Mercier, en los mismos términos que el velocípedo.

Pero no están atados a nada, dijo Camier, más que uno al otro, por el coito.

-Eso es cierto, dijo Mercier.

-Entonces que cumpla con su deber, dijo Camier, que se los lleve inmediatamente.

-Abundo en tu opinión, dijo Mercier.

-Los perros pueden esperar, dijo el guarda.

-¡Ja, Ja!, dijo Camier.

-¿Por qué ríes de tan buena gana?, dijo Mercier.

-¡Pueden esperar!, dijo Camier.

-Ya os daré yo risitas, dijo el guarda.

-Mi padre me decía siempre, dijo Mercier,

que me sacara la pipa de la boca antes de dirigirme a un extranjero,

por humilde que fuese su condición.

-Por humilde, dijo Camier, qué divertido suena.

El guarda subió los escalones del refugio y se inmovilizó en el quicio de la puerta.

El aire se oscureció al momento, y tomó un tono amarillento.

-Creo que va a atacarnos, dijo Camier.

-Para ti los cojones, como siempre, dijo Mercier.

-Querido sargento, dijo Camier, ¿qué quiere usted de nosotros exactamente?

-¿Ve usted esa bicicleta?, dijo el guarda.

-No veo nada, dijo Camier. Mercier, ¿acaso ves una bicicleta?

-¿Es suya?, dijo el guarda.

-De algo que no vemos, dijo Camier, y cuya existencia surge tan sólo de sus aserciones,

¿cómo quiere que sepamos si es nuestro o de otro?

-¿Por qué debiera ser nuestra?, dijo Mercier.

-¿Acaso los perros son nuestros? No.

Hoy los vemos por vez primera. Y usted pretende que la bicicleta, si hay tal,

nos pertenezca. A un cuando los perros no sean nuestros.

-Me importan un pimiento estos malditos perros, dijo el guarda.

Pero como desmintiéndose se precipitó sobre ellos y los expulsó,

a patadas y bastonazos, con buen número de blasfemias, fuera de la pagoda.

Pegados como estaban todavía, el uno al otro, su retirada fue difícil.

Ya que los esfuerzos que hacían para escapar, ejerciéndose en sentidos contrarios,

no dejaban de anularse. Debieron sufrir mucho.

-Sucios bichos, dijo el guarda.

-Los perros se la han sudado, dijo Mercier.

-Los ha sacado del refugio, dijo Camier, es innegable, pero no de la plazuela.

-La lluvia no tardará en deshacer sus lazos, dijo Mercier.

-Embrutecidos por el amor no habían reparado en ello.

-En resumidas cuentas, les ha hecho un favor, dijo Camier.

-Seamos un poco amables con él, dijo Mercier, es un héroe de la guerra mundial.

Mientras nosotros, bien calentitos, nos masturbábamos como mandriles,

sin miedo a ser interrumpidos, él se arrastraba por el barro holandés,

cagándose en las botas.

No se deduzca nada de tan frívolas palabras, Mercier y Camier fueron niños viejos.

-Es una idea, dijo Camier.

-Observa toda esa basura de condecoraciones, dijo Mercier.

-¿Eres consciente de lo que representan en diarreas?

-Difícilmente, dijo Camier, siempre he ido estreñido.

-Admitamos que la así llamada bicicleta sea nuestra. dijo Mercier.

-¿Dónde está el delito?

-Seamos francos, dijo Camier, es nuestra.

-Les doy cinco minutos para que se la lleven, dijo el guarda.

Luego llamo a un policía.

-Hoy por fin, dijo Mercier, tras largos años de tergiversaciones, partimos

hacia un destino desconocido, y del que posiblemente no volvamos con vida. 

Tan sólo esperamos que el tiempo aclare, para abandonarnos al destino.

Intente comprendernos.

-No es de mi incumbencia, dijo el guarda.

-Por otra parte, dijo Mercier, nos quedan algunas cosas que arreglar,

antes de que sea ya demasiado tarde.

-¿Arreglar?, dijo Camier.

-Eso he dicho, dijo Mercier.

-Creí que todo estaba arreglado, dijo Camier.

-No todo, dijo Mercier.

-¿Se la llevan o no se la llevan?, dijo el guarda.

-¿Podemos comprar su complacencia, dijo Mercier,

ya que es usted insensible a la razón?

-En efecto, dijo el guarda.

-Dale un chelín, dijo Mercier.

-Es triste de todos modos que nuestro primer encuentro tenga lugar bajo el signo

de un vil chantaje.

-Asesinos, dijo el guarda. Luego, desapareció.

-Qué tosca es la gente, dijo Mercier.

-Ahora merodeará, dijo Camier.

-¿Y qué nos puede importar?, dijo Mercier.

-No me gusta que merodeen a mi alrededor, dijo Camier.

-Quieres decir que rodeen al rededor mío, dijo Mercier.

-Quiero decir que merodeen a mi alrededor, dijo Camier.

-Este jueguecito no durará mucho.

No debía ser mucho más tarde de las doce.

-Y ahora, a lo nuestro, dijo Mercier.

-¿A lo nuestro?, dijo Camier.

-En efecto, dijo Mercier, a lo nuestro, a las cosas serias.

-¿Y si comiéramos un poco?, dijo Camier.

-Pongamos las cosas en su punto primero, dijo Mercier.

Luego nos restauraremos.

Siguió un largo debate, entrecortado de largos silencios,

durante los cuales se llevaba a cabo la meditación.

Entonces sucedía, a veces a Mercier, otras a Camier,

que se sumergían tan profundamente en sus pensamientos que la voz del otro,

prosiguiendo su argumentación, era incapaz de acabarla, o no era capaz de hacerse oír.

O bien, llegados simultáneamente a conclusiones a veces contrarias,

se ponían simultáneamente a exponerlas.

Tampoco era raro que uno de ellos cayera víctima de un síncope

antes de que el otro hubiese terminado su exposición.

Y en ocasiones se miraban, incapaces de pronunciar una palabra, y el espíritu hueco.

Fue a la salida de una de esas torpezas cuando renunciaron a llevar más lejos

su investigación, de momento.

La tarde andaba bastante cumplida, la lluvia seguía cayendo,

el breve día invernal se inclinaba hacia su fin.

-Tú eres quien lleva las provisiones, dijo Mercier.

-En absoluto, eres tú, dijo Camier.

-Es verdad, dijo Mercier.

-Ya no tengo hambre, dijo Camier.

-Hay que comer, dijo Mercier.

-No veo la utilidad, dijo Camier.

-El camino que nos espera es largo y difícil, dijo Mercier.

-Cuanto antes reventemos mejor, dijo Camier.

-Eso es cierto, dijo Mercier.

La cabeza del guarda apareció en la puerta.

Era fantasmagórico, sólo se veía su cabeza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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